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Huellas N.2, Febrero 2013

PRIMER PLANO / Elecciones en Italia

¿Qué significa compromiso político?

Ignacio Carbajosa

A finales de febrero se celebran Elecciones Generales y Regionales. Unas circunstancias históricas que nos provocan a crecer en la inteligencia de la fe acerca del compromiso político y de la naturaleza misma del carisma.

En este sentido, Huellas identifica las cuestiones decisivas para todos y sugiere la lectura de la Nota doctrinal de 2002, junto con ejemplos de personas y obras que nacen de la vida de la comunidad cristiana. Casos reales de incidencia en la vida social, que empiezan a regenerar la vida de la polis. Y será signo de vitalidad e inteligencia que en el seno de las comunidades cristianas se generen vocaciones a la vida política en sentido estricto…

El nombre de CL está de nuevo en los periódicos en Italia. A finales de febrero se celebrarán Elecciones Generales y Regionales en aquel país. Y la prensa habla de “división” en CL porque políticos que nacen de la experiencia del movimiento se presentan, en el complicado panorama electoral italiano, en listas diferentes.
Como respuesta a las voces que hablan de fractura dentro del movimiento, CL ha sacado una Nota de prensa que publicamos en estas páginas (ver p. 19) y que contiene observaciones decisivas (partiendo de intervenciones de don Giussani en los años 70) para entender la naturaleza del carisma y del mismo acontecimiento cristiano. Esta nota ha dado origen a un rico e intenso diálogo dentro y fuera del movimiento, mostrando, una vez más, que las circunstancias históricas son una ocasión para comprender el carisma que nos ha fascinado y para crecer en la inteligencia de la fe.
Por otro lado, bastaría echar un vistazo a la historia de CL para entender que la afirmación, que a veces se oye fuera de las fronteras italianas, “esa es una cuestión italiana, no me interesa” contiene un enorme equívoco. En efecto, los grandes pasos de nuestra historia, aquellos momentos en los que don Giussani, tomando conciencia de una dificultad o de un equívoco, ha propuesto un nuevo paso o corrección, han nacido de circunstancias, en la mayoría de los casos, “italianas” (como, por otro lado, no podría ser de otro modo). Conocer aquellas circunstancias nos permite entender y, sobre todo, asimilar mejor el paso histórico entonces propuesto.
Hoy nos encontramos ante una de esas circunstancias. Un tiempo, por lo tanto, apasionante. Estas líneas quieren contribuir al diálogo que ha surgido en torno a la cuestión del compromiso político y la naturaleza del carisma, respondiendo a cinco preguntas que la lectura de la Nota ha planteado.

¿Qué es la unidad? La Nota afirma que «la unidad del movimiento no coincide con una homologación política, ni mucho menos se identifica con una opción partidista, sino que está vinculada a la experiencia original de CL». Si la unidad no se expresa con un voto unido, ¿qué es la unidad? En realidad para responder a esta pregunta sería útil darle la vuelta: si la unidad se expresara con un voto unido, ¿quién lo decidiría? Es entonces cuando nos damos cuenta que nosotros nos hemos sorprendido unidos en una misma experiencia de correspondencia: la unidad está en el origen, nos precede, la sorprendemos, nos adherimos a ella. Una experiencia que nos ha visto unidos en torno a don Giussani, en la obediencia al Espíritu Santo y a su Iglesia, y que en su articulación madura tiene un punto de unidad en torno a Julián Carrón, presidente de la Fraternidad.
Sería patético, y no respondería a lo más genuino de nuestra experiencia, reducir la unidad a una unificación de acción en torno a un dictat, incluso si surgiera dela guía última del movimiento. No en vano don Giussani entró en el Instituto Berchet de Milán retando a la libertad de sus estudiantes: «Yo he venido aquí no para convenceros de mis ideas, sino para enseñaros un método con el que juzgar todo, incluido lo que yo os digo». Fascinados por aquel hombre que amaba la libertad de sus estudiantes, aquellos primeros alumnos que lo siguieron se descubrieron unidos a don Giussani. Y el mismo don Giussani sorprendía aquella unidad como un regalo: «yo pertenecía a la unidad con aquellos tres». Entonces sí, aquellos chavales empezaron a moverse unidos, sorprendidos por una experiencia común (que era ya un juicio) que les precedía.

¿Qué quiere decir confrontarse? Ligada a la primera pregunta surge una segunda: de la experiencia original de unidad siempre ha surgido un deseo de confrontarnos en todas las cosas que hacemos. ¿Qué quiere decir confrontarse con la experiencia del movimiento? ¿No debería existir una confrontación para decidir el voto (unido)? Aquí es necesario desvelar un equívoco. En muchas ocasiones reducimos la confrontación a preguntar qué debo hacer en esta o aquella circunstancias. De modo que descargo mi propia responsabilidad en otra persona que decide por mí. Olvidando que yo ya tengo un criterio para juzgarlo todo, como decía don Giussani, y no aprovechando la circunstancia para poner en juego dicho criterio, para aprender a utilizarlo. Parece que “preguntando todo” sigo a una persona. Más bien perpetuo mi estado infantil y no me hago adulto. Otra reducción es pensar que confrontarnos con el movimiento se identifica con ponernos de acuerdo a toda costa en una posición común (y si no todos estamos de acuerdo siempre habrá algún mecanismo que decida por todos). Y parece que “salvamos la unidad” cuando más bien la hemos reducido a un “ponernos de acuerdo” que inevitablemente estará sometido a las luchas y estrategias de poder. Sin el acento inconfundible de la unidad sorprendida.
De nuevo una mirada a nuestra historia desvela esta reducción de la palabra seguimiento o confrontación. Recientemente Julián Carrón nos ha recordado cómo concebía don Giussani el seguimiento: seguir coincide con el «deseo de revivir la experiencia de la persona que te ha provocado y te provoca con su presencia en la vida de la comunidad». El primer lugar de la confrontación es este ejercicio cotidiano, hecho de razón y afecto, de revivir la experiencia del carisma tal y como se ha expresado en la vida y en la enseñanza de don Giussani y que puede describirse como un cambio de mentalidad. La Escuela de Comunidad y los instrumentos pedagógicos que don Giussani nos propuso son el primer lugar en el que una mens nueva entra en nosotros.
De esta mentalidad nueva surge una inteligencia sobre la realidad que todos reconocen como atractiva, original, y en torno a la cual, de nuevo, nos sorprendemos unidos. Sería una triste reducción del carisma que alguna instancia superior tuviera que jugar el papel de reconducir a la unidad lo que no está unido en su origen, sustituyendo la libertad de las personas. Ni siquiera el Papa se arroga esta función cuando se trata de la libre iniciativa de las personas en asuntos que tienen que ver con la administración de la polis y que no afectan a la doctrina y a la moral católicas (cf. comentario a la Nota de la Congregación para la Doctrina de la fe sobre el compromiso de los católicos en la vida política, en estas mismas páginas).

Distinción no dualismo. La tercera pregunta surge casi de las entrañas de nuestro carisma. Siempre hemos identificado en el dualismo uno de los grandes peligros de nuestra época, aquel que separa drásticamente la fe (como devoción personal) y la vida (como acción regida por sus propios criterios), de modo que la primera no incide sobre la segunda. Tanto la Nota de CL como la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe subrayan la distinción entre el campo de la educación en la fe y aquel de las opciones temporales. ¿Qué diferencia hay entre la justa distinción de campos (que la Iglesia ha proclamado siempre) y el dualismo (que siempre hemos combatido)? Interesante cuestión, sobre todo porque nos previene del movimiento pendular que llevaría a interpretar ambas Notas como un relativismo en materia de opciones “políticas” que, de manera explícita, ambas quieren evitar.
Si el dualismo ataca los fundamentos de la Encarnación (no en vano Cristo es el alfa y la omega de todo, todas las cosas consisten en Él), negar, implícita o explícitamente, la justa distinción de campos nos pone en el umbral del fundamentalismo que la Iglesia Católica ha rechazado siempre. Esta distinción ha favorecido el desarrollo de las democracias occidentales y, a su vez, ha cimentado la libertas ecclesiae. Pero, además, esta distinción está en la base de la pedagogía de Cristo, tal y como se nos muestra en los evangelios. Una pedagogía que no buscaba desentenderse de los problemas temporales (para ocuparse de otros “espirituales”) sino que reivindicaba toda la libertad para el individuo porque sólo en esa libertad se da la adhesión a Cristo. Pongamos un ejemplo.
Mientras Jesús enseñaba en el Templo se le acercaron unos sacerdotes y ancianos y le preguntaron: «¿Con qué potestad haces estas cosas?». La respuesta de Jesús es desconcertante: «También yo os voy a hacer una pregunta; si me la contestáis, entonces yo os diré con qué potestad hago estas cosas. El bautismo de Juan ¿de dónde era?, ¿del cielo o de los hombres?». El Maestro galileo les devuelve la pelota: sólo se manifestará si sus interlocutores se ponen en juego. «Ellos deliberaban entre sí: “Si decimos que del cielo, nos replicará: ¿Por qué, pues, no le creísteis? Si decimos que de los hombres, tememos a la gente; pues todos tienen a Juan por profeta”. Y respondieron a Jesús: – No lo sabemos». La respuesta de Jesús ilustra la pedagogía cristiana tan apreciada por don Giussani: «Pues tampoco yo os digo con qué potestad hago estas cosas» (cf. Mt 21,23-27). El sentido del voto o el lugar de la militancia política son espacios en los que la persona debe arriesgar un juicio, moverse.
En este mismo contexto de polémica con el establishment judío, los evangelios nos muestran el episodio del tributo al César que la Iglesia ha usado siempre para ilustrar la distinción entre el gobierno eclesial y el gobierno temporal. Jesús se desembaraza de la pregunta capciosa que parte de la vieja alternativa de si era lícito o no pagar impuestos a los romanos, afirmando «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Una distancia crítica. Una cuarta pregunta se liga naturalmente a la anterior: de la justa distinción de campos nace lo que don Giussani llamaba una «distancia crítica irrevocable» del movimiento respecto a nuestros amigos comprometidos en política. ¿Qué es esa distancia crítica y en qué se diferencia de un “desentenderse” de la acción concreta? En realidad, y en este caso, no hay que irse muy lejos para buscar ejemplos de esta posición del movimiento respecto a la acción política stricto sensu. La carta de Julián Carrón publicada en el diario italiano Repubblica el 1 de mayo del 2012 es un ejercicio de esta distancia crítica que es, a su vez, interés y caridad hacia las personas implicadas en la cosa publica. Si uno es leal en su implicación concreta, sentirá esta distancia crítica como un bien para la propia vida, por la capacidad de corrección, de novedad a la hora de rescatar continuamente el ideal de nuestra inevitable tendencia a reducir su horizonte.

Nuestra incidencia real. Por último, surge una pregunta al hilo de una de las insistencias más fuertes de la Nota de CL. ¿Qué quiere decir que “el primer nivel de incidencia política de una comunidad cristiana viva es su misma existencia”? ¿No esconde una minusvaloración de la militancia política propiamente dicha? Esta es otra de esas preguntas a las que se podría dar la vuelta para entender mejor la respuesta. En efecto, ¿no sería una reducción de nuestra experiencia, y desde el punto de vista histórico una ingenuidad, hacer pasar nuestra incidencia principalmente por la militancia política?
En primer lugar representaría una reducción de nuestra experiencia. En este mismo número de Huellas se presentan ejemplos de obras e iniciativas que nacen de una comunidad cristiana viva y que son casos reales de incidencia en la vida social, y por ello en la vida de la polis. Se trata de experiencias capilares que cambian el rostro de una sociedad. Minusvalorar esta dimensión de nuestra expresión pública es signo de una grave miopía.
Pero además, desde el punto de vista histórico, una reducción como la descrita tendría que ser tachada de ingenua. El actual Pontífice se ha encargado de recordarnos más de una vez el papel que jugaron los benedictinos, en tiempos de barbarie, creando en torno a sus monasterios lugares de civilización que llegaron a configurar el rostro de Europa. Pero no hace falta irse tan lejos. Las batallas en contra del aborto o del divorcio, todavía frescas en nuestra memoria, nos han dejado una enseñanza: si una sociedad ya no conoce el bien que representa acoger la vida o está lejos de la experiencia de un amor que es signo de una Amor más grande, las medidas legislativas difícilmente podrán luchar contracorriente. Sólo el multiplicarse de comunidades cristianas vivas podrá regenerar experiencias de humanidad verdadera que tocan razón y afecto y cambian, por tanto, la mentalidad.
Será signo de vitalidad e inteligencia que estas comunidades generen vocaciones a la vida política en sentido estricto, que colaboren en la defensa de la libertad de toda iniciativa social que construya. No podremos sino mirarlo con simpatía.


LIBERTAD SIN RELATIVISMO

No es tarea de la Iglesia formular soluciones concretas – y menos todavía soluciones únicas – para cuestiones temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno. Sin embargo, la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral. Si el cristiano debe «reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales», también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues esta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son “negociables”. 
En el plano de la militancia política concreta, es importante hacer notar que el carácter contingente de algunas opciones en materia social, el hecho de que a menudo sean moralmente posibles diversas estrategias para realizar o garantizar un mismo valor sustancial de fondo, la posibilidad de interpretar de manera diferente algunos principios básicos de la teoría política, y la complejidad técnica de buena parte de los problemas políticos, explican el hecho de que generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan militar los católicos para ejercitar – particularmente por la representación parlamentaria – su derecho-deber de participar en la construcción de la vida civil de su País. Esta obvia constatación no puede ser confundida, sin embargo, con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los cuales se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos están obligados a confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia participación en la vida política esté caracterizada por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales. 

(de la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, publicada en 2002 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y firmada por el entonces cardenal prefecto, Joseph Ratzinger)


EL COMPROMISO DE LOS CATÓLICOS EN LA POLÍTICA

Distinguir sin separar

Antonio Ciudad, profesor de Derecho Canónico en la Universidad San Dámaso, comenta para Huellas la Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Ante la deteriorada vida política española, todos sentimos la tentación de castigar con nuestro desprecio a los culpables de esta situación y de centrarnos en los asuntos personales que tenemos pendientes. Lo mismo nos pasa ante lo que sucede en otras sociedades occidentales. En este contexto la Nota de CL (ver aquí, p. 19) con motivo de las inminentes elecciones italianas nos provoca a enfrentarnos a este cansancio, que todos padecemos, puesto que supone un desafío a la posición personal que hayamos adoptado. Para entender mejor la mencionada Nota nos serviremos de uno de los últimos documentos firmados por J. Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, nos referimos a la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24 de noviembre de 2002; ver aquí p. 11).

La primera constatación de esta Nota doctrinal es recordar que la actividad política, en todas sus variadas manifestaciones, forma parte del compromiso cristiano en el mundo. Desde la Carta a Diogneto hasta el Concilio Vaticano II, pasando por personas concretas como santo Tomás Moro – patrono de los gobernantes y políticos –, se pone de manifiesto que «los fieles laicos de ningún modo pueden renunciar a la “política”» (n. 1). Aspecto éste que ya fue destacado en el Concilio Vaticano II: «Se equivocan los cristianos que, con el pretexto de no tener aquí ciudad permanente consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno» (Const. Gaudium et spes, 43).

El verdadero peligro – continúa la Nota doctrinal – que hay que tener presente en el ámbito de la vida política es «el relativismo cultural que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural» (n. 2). Relativismo que lleva, por una parte, a que los ciudadanos reivindiquen más autonomía para sus propias preferencias morales; mientras que, por otra, hace pensar a los legisladores que respetan más esa libertad formulando leyes que prescinden de los principios de una ética natural, limitándose así a condescender con ciertas orientaciones culturales o morales del momento que les reportan normalmente una bolsa importante de votos. Este desafortunado cuadro se completa con una engañosa invocación a la tolerancia, al pedir a los ciudadanos – incluidos los católicos – que renuncien a la propia concepción de la persona en aras a encontrar una hipotética solución de los problemas que afectan a la convivencia. Tal y como ha defendido siempre el Magisterio de la Iglesia – y la Nota de CL nos lo recuerda – esta concepción relativista no tiene nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. «La libertad política – concluye la Nota doctrinal en este tema – no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones de la vida tuvieran el mismo valor» (n. 3).

La Nota doctrinal combate, por tanto, el relativismo y con igual ímpetu el dualismo. De esta manera, recordando lo que Juan Pablo II ya había escrito, se plantea aquí la defensa de una conciencia única y unitaria de los fieles laicos, pues en la existencia de éstos no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida «espiritual», con sus valores y exigencias; y, por otra, la denominada vida «secular», esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. «Toda actividad, situación o esfuerzo concreto – como, por ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura – constituye una ocasión providencial para un continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad» (Exhort. Christifideleslaici, 30 de diciembre de 1988, n. 59).

Todo el planteamiento de la Nota doctrinal tiene su fundamento en «una recta concepción de la persona» (n. 3), que lleva a buscar «sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos» (n. 6). Estas «exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad» no son «valores confesionales» (n. 5), pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana – no son objeto de nuestra reflexión por ser católicos –.

Todo este planteamiento nos lleva a hablar de las bases morales pre-políticas de todo Estado y de toda democracia defendidas, entre otros, por el entonces cardenal Ratzinger en sus últimas intervenciones antes de ser elegido Sumo Pontífice y recordadas después en el Discurso al Parlamento federal alemán (22 de septiembre de 2011). Desde la experiencia de Comunión y Liberación, por último, es imposible hablar de exigencias éticas fundamentales y no recordar «la experiencia elemental», que tantas veces ha resonado entre nosotros, es decir, «del conjunto de exigencias y evidencias que el hombre utiliza para confrontarse con todo lo que existe» (L. Giussani, El sentido religioso, p. 22), y que nos ofrecen un visión adecuada y completa de la concepción de la persona, centro de la toda actividad política y social.


SIEMPRE HEMOS CONSIDERADO EL TESTIMONIO COMO NUESTRA VERDADERA CONTRIBUCIÓN POLÍTICA (A PESAR DE CIERTOS EQUÍVOCOS)

Desde las primeras campañas electorales en la época de la Democracia Cristiana hasta la Segunda República, la crónica razonada de alguien que las ha vivido en primera persona)

Giorgio Vittadini*

Mi primer encuentro con la política data de 1975, el año en que voté por primera vez con ocasión de las elecciones administrativas. A un joven como yo, el mundo se le presentaba entonces más o menos como el que pinta Guareschi en las novelas de don Camilo y Pepón: dividido en dos bloques, los rojos y los blancos. En aquellos años las parroquias, los órganos ligados de algún modo al mundo católico y los pronunciamientos de los obispos italianos eran netos y explícitos: votar y apoyar a la Democracia Cristiana. El mundo de CL, al que yo pertenecía – acababa el bachillerato y la experiencia de GS y ese año empezaba la universidad y la experiencia del CLU –, no estaba muy interesado en estas dinámicas: mis amigos y yo pensábamos más bien, tal vez de un modo un tanto utópico, en cómo podría darse una transición, diferente de la vía marxista, que superase los males del capitalismo, en la estela de lo que ya entonces propugnaba la Doctrina social de la Iglesia.

De dónde nace la unidad. En este contexto supuso una sorpresa para todos la indicación explícita de votar a la DC, y la petición de apoyarla activamente en la campaña electoral, que don Giussani recibió de monseñor Enrico Bartoletti, entonces secretario de la CEI (Conferencia Episcopal Italiana).
Sin embargo, aquella fue para nosotros la ocasión para tomar conciencia de ciertos aspectos que – con el tiempo me di cuenta – eran fundamentales para describir la riqueza de la experiencia que vivíamos.
El primero tenía que ver con el hecho de que la naturaleza de la unidad de la Iglesia no podía estar en absoluto subordinada a la unidad política de los católicos. Es más, la unidad existía en torno a la fe, es decir, a la experiencia de vida nueva, a la liberación que mediante la comunidad cristiana Cristo presente hace posible. Una liberación “desde ahora” que era posible vivir y testimoniar ante todos, y que tenía como resultado una tensión hacia un juicio común, que llevaba – o podía llevar –, dependiendo de las coyunturas históricas, a la unidad en las opciones políticas. Pero esta en ningún caso era obvia o impuesta, siempre iba dirigida a salvaguardar la vida social que la precede.
Por eso la campaña electoral fue sobre todo el testimonio de una “vida más vida” que nace de la fe, y la expresión del deseo de que esta positividad vivida estuviera al servicio del bien de todos.
El tercer elemento estaba en la forma. La masiva adhesión al voto propuesto (los cinco candidatos que esa ocasión apoyábamos en Milán fueron los cinco más votados de la DC) se debió a que se nos consideraba como un sujeto social distinto, dispuesto a dialogar sobre las razones de esa opción, a entender las necesidades reales de la gente, a no dar una indicación de voto de forma deductiva, típica más bien de ciertos ambientes clericales.
El segundo flash back sobre política es la elección de Roberto Formigoni en el Parlamento Europeo en 1984. En aquellos años, en el seno del Movimento Popolare empezaba a nacer la Compañía de las Obras, a raíz de una provocación de don Giussani, según la cual de nada servía imaginar sociedades perfectas o implicarse en política si «nuestros amigos de Álcamo producen un vino estupendo, pero nadie les ayuda a comercializarlo», es decir, si se seguía pensando en la política como un posible ámbito de poder y no se construían obras, entendidas como expresión del indomable deseo humano de construir, para uno mismo y para todos, y como lugar donde este deseo fuese activamente sostenido.
Tres años después, en 1987, don Giussani lo expresaría en su discurso al Congreso de la DC de Lombardía en Assago (recogido en su libro El yo, el poder, las obras), donde fue invitado por los lideres del partido de entonces. Que el objetivo del mundo católico y del movimiento no fuera llegar a desarrollar un papel de representación política, que la política tenía la misión de favorecer el crecimiento de la creatividad social y que las obras debían sostener el deseo de construir que toda persona tiene, sonaba como un escándalo, incluso para muchos de nosotros, presos de la tentación de ganar más influencia en la esfera pública. Desde este punto de vista, la candidatura de Formigoni no fue un intento de asegurar nuestra porción de poder, sino más bien el deseo de superar estas ambigüedades en nuestra relación entre la fe y la política. Su trabajo podía representar (como así fue de hecho) un ejemplo de compromiso orientado a valorar la capacidad constructiva de una sociedad plural, cuyo primer paso importante fue la invitación a comprobar y mostrar el valor de las raíces cristianas de Europa para el bien de todos los pueblos. ¿Cómo no adherirse personalmente a una propuesta así?

Los años noventa. El tercer y último flash se refiere a las campañas electorales de la Segunda República italiana en 1994. En aquellos años de involución democrática, el compromiso político nacional se vivía cada vez menos como un instrumento para favorecer el crecimiento de las realidades de base en una perspectiva de subsidiariedad. Al contrario, se asumió como un objetivo en sí mismo, como si el compromiso político se motivara en el poder por el poder. Un demiurgo, un hombre solo al mando del país, o una coalición que se autodefiniera como salvadora podría garantizar el gobierno del bien de todos, resolvería los problemas de Italia prescindiendo del pensamiento y de la acción de la gente (no en vano se abolió el derecho a expresar el voto señalando las propias preferencias). Los intelectuales y los líderes de opinión de derecha y de izquierda apoyaban este punto de vista, que engatusó incluso a muchos de nosotros, malinterpretando el valor de los años de gobierno de Formigoni en Lombardía: la búsqueda mesiánica de un líder máximo que nos sacara las castañas del fuego, sustituyendo de alguna manera nuestra responsabilidad personal en la construcción social.

La verdadera contribución. Las ruinas de ese desastroso planteamiento, que siguen defendiendo los líderes de los distintos partidos políticos, que a pesar de su fracaso clamoroso se resisten a salir de la escena política, están a la vista de todos. También en este caso resultó clarividente el juicio que en esos años de reclutamiento colectivo ofreció el movimiento, reclamando en los momentos electorales una mayor toma de conciencia de la responsabilidad personal y del valor de la propia experiencia como criterio de juicio, junto con la unidad que se genera en torno a estas.
Estos “yo” indómitos, con sus preguntas vitales, que disfrutan del hoy pero que tienen un corazón inquieto por el deseo de construir el mañana; capaces de asombrarse ante la realidad, que aman la verdad porque no defrauda y se deja encontrar en rostros e historias concretos; dispuestos a trabajar y a establecer un diálogo constructivo con todos, porque consideran un enriquecimiento la diversidad; que no se creen “los puros” ni “los buenos”, sino que tratan de construir aun a riesgo de equivocarse y tener que volver a empezar; que miran con “distancia crítica” a quienes votan porque no sacralizan la política, conscientes de que esta no puede ser la respuesta única y definitiva a sus problemas. Todos estos “yo” representan la mayor contribución al futuro del desarrollo de la democracia. Esto es lo que permanece y prospera. El resto, aunque pueda parecer poderoso, pasa sin dejar huella.
*Presidente de la Fundación para la Subsidiariedad