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Huellas N.1, Enero 2013

VIDA DE CL / Ucrania

De repente, la vida

Elena Mazzola

En Járkov, el filósofo Alexandr Filonenko y un grupo de amigos empiezan a visitar a los chicos de un orfanato. Luego, crean una compañía de teatro para jóvenes con dificultades. Con el tiempo, la historia va creciendo con un único objetivo: compartir la vida y el destino de Liena, Olega, Tania, Sacha, Snezhana…

En junio del 2011, en Járkov, fundamos la Asociación cultural y de trabajo social Emmaus, para la que elegimos como lema “Compartir la vida”. Durante este primer año, hemos tratado de compartir la vida con niños inválidos, muchos de ellos huérfanos. Se podría ya escribir un pequeño libro describiendo el camino que hemos hecho este año, pero la experiencia se desarrolla en el tiempo y en el encuentro con los acontecimientos. Por eso quiero contaros cinco pequeñas historias, pero antes os explicaré qué es lo que ha sucedido para que algunas personas adultas, que nunca antes se habían dedicado a trabajos sociales profesionalmente, decidieran fundar Emmaus.
En el otoño del 2010, algunos de nosotros escuchamos en Kiev el testimonio de Rosalba Armando, quien habló de uno de los proyectos que realiza la asociación MAKSORA, concretamente, la casa “La Paloma” para jóvenes madres. En los diez minutos que duró la ponencia, descubrimos cosas realmente fantásticas. Ninguno de nosotros podría haberse imaginado que en la década de los 90, en pleno periodo postsoviético, cuando parecía que el trabajo social estaba en ruinas, se pudiera fundar una asociación así, que no sólo ofrece una posibilidad de sobrevivir a quien ha caído en desgracia, sino que le da los instrumentos necesarios para la vida. Y además, había sido fundada por una italiana que ni siquiera sabía el ruso antes de su llegada a Siberia. Según nuestros parámetros, MAKSORA no debería existir y, de pronto, nos topamos con el hecho de su realísima y vivísima existencia. Durante el viaje de Kiev a Járkov no paramos de hacernos preguntas: si una asociación así cuenta ya con 20 años de vida en Siberia, ¿por qué no puede existir también en Járkov? ¿Por qué no podemos seguir los pasos de Rosalba? Sólo había una cosa que no encajaba: nosotros no conocíamos a ninguna joven madre que necesitara una casa como La Paloma y no queríamos inventarnos los problemas. Estaba claro que teníamos que estar atentos a nuestra realidad en Járkov. Y esta no se hizo esperar.
Por esa época, hacía ya muchos años que habíamos conocido a un hombre estupendo, un verdadero y fervoroso cristiano, Vasil Sidin, que 36 años antes había fundado el teatro Timur, para niños “difíciles”, basándose en la razonable idea de que los gamberros son gente creativa, cuyo talento se ha convertido en un peligro para la sociedad. Poniendo a salvo su talento infantil y protegiendo el mundo de su infancia de las catástrofes sociales, puso en la órbita teatral a unas cuantas generaciones jarkovitas y dio vida a toda una república infantil con sus espectáculos y sus clases, con sus campamentos de verano y sus fiestas benéficas de Navidad, con sus festivales sociales y sus cursos de formación para padres. Entre sus alumnos había algunos chicos inválidos, afectados de parálisis cerebral infantil, que vivían en un internado. Nos hicimos amigos de estos chicos precisamente cuando, por casualidad, escuchamos una conversación en la que hablaban de que lo importante en la vida no es que alguien te ame, sino aprender a amar sin esperar ser amado. Yo iba preparado a encontrarme con niños “erizo”, protegiéndose de todo y de todos o con muchachos infantiles, inconscientes del dramatismo de su situación, y descubrí unos jóvenes sensatos y juiciosos, que se hacían preguntas que hacía ya mucho tiempo que no se planteaba nuestra satisfecha época contemporánea. Nos hicimos pues sus amigos, pero ni yo ni ninguno de nosotros podíamos imaginarnos la gravedad de la situación en la que se encontraban esos muchachos.

Del orfanato a la universidad. Liena, una chica de 18 años que actúa en el teatro, es inválida de un brazo y con una enfermedad genética en las piernas. Sus padres la abandonaron al nacer. Mientras estudiaba en el colegio del internado, pasó algunos meses en el hospital para someterse a distintas intervenciones quirúrgicas en las piernas, los médicos querían enderezarlas para que Liena pudiera andar. Durante el último curso de la escuela del internado, la administración le aseguró a Sidin que le habían encontrado el mejor lugar para ella cuando terminara la escuela: una residencia en la que los ancianos viven sus últimos días. Los servicios sociales públicos no están capacitados para hacerse cargo de chavales inválidos y, desde su punto de vista, la única posibilidad de vivir con cierta autonomía es estar en estas residencias. Ya es absurda esta perspectiva en abstracto, pero en el caso de Liena lo era aún más, puesto que se trataba de una chica inteligente, voluntariosa y segura, capaz de sostener a los chavales del internado en sus momentos más difíciles. Se nos dijo que no tenía la capacidad cognoscitiva suficiente para entrar en la escuela técnica y nosotros acordamos con la administración que yo le enseñaría matemáticas y que buscaríamos a otra persona que le pudiera enseñar lengua y literatura hasta que adquiriera el nivel suficiente para tener la oportunidad de presentarse a los exámenes de la escuela técnica. Quedaban sólo dos meses para los exámenes. Liena – era verdad – sabía muy poco de matemáticas, pero tenía muchas ganas y una gran perseverancia. Y al final, sacó la mejor nota de todos en el examen. Ahora está terminando la escuela técnica y se prepara para ir a la universidad el año que viene. Para eso tendrá que pasar otros exámenes, pero estoy seguro de que lo conseguirá. Este otoño, además, terminó con las operaciones y ahora puede andar sin muletas. No tiene una habitación propia. En la universidad, como en la escuela técnica, le espera la residencia de alumnos.
Después de la historia de Liena, entendimos que sus compañeros del internado tienen el mismo problema. Su preparación escolar es tan escasa que no sólo su invalidez, sino también su bajo nivel académico les impide continuar estudiando después de la escuela, lo que reduce mucho sus posibilidades de vida social. Y no es suficiente preparar a estos chicos el último año del colegio, hace falta cambiar su relación con el estudio y esto no es posible sin prestar atención al destino de cada uno de ellos. De este modo, nosotros, que tenemos en uno u otro modo relación con el ambiente universitario, decidimos crear Emmaus, para aprender a acompañar a estos chicos, no sólo en las dificultades del último año escolar, al que todos temen, sino durante el camino hacia la madurez, ayudándoles a descubrir su propio destino. ¿Y qué podemos darles además de nuestra profesionalidad? Sobre todo dos cosas: una amistad y una relación nueva con el estudio, basada en la sorpresa y no en el miedo. Empezamos a ir juntos al internado para que los chicos pudieran ver una compañía de adultos que son amigos entre sí y a la que pueden sumarse. No queríamos entretenerlos, sino que les proponíamos las cosas menos “placenteras” para ellos, las lecciones que más odiaban, porque lo más importante era demostrarles que las lecciones de matemáticas podían ser tan interesantes como ir al cine o ver una serie de televisión. Y así comenzó esta sorprendente historia.

Oleg y sus estrellas. Hace un año, a la vuelta de su último campamento de verano, murió Vasil Sidin. Fue precisamente en ese campamento, participando en su organización, donde nació la historia de Emmaus, y su muerte fue una llamada no sólo para su teatro, sino también para nosotros, que empezábamos a dar los primeros pasos. Pudimos acompañar a Sidin junto a los chicos y durante esos difíciles días tuvo lugar una impresionante conversación que me ayudó a entender el sentido de nuestro trabajo. Fui a visitar a Sidin a su casa con algunos estudiantes y lo encontramos en su gran biblioteca, junto a su alumno Oleg Prokudin, y empezamos a hablar de nuestro amor a los libros. Oleg es un joven huérfano, pequeño de estatura, que desde su infancia ha tenido problemas ortopédicos; ha aprendido a andar y valerse por sí mismo, pero durante los últimos años del colegio se ha quedado prácticamente ciego. Y desde hace siete años sueña con el día en que pueda de nuevo ver las estrellas. Resulta que Oleg ha creado con gran pasión una biblioteca de audio libros en la que tiene ya 3.000 ejemplares. Estudia tercero de Filosofía, en la facultad donde yo doy clase. Cuando le pregunté cuánto lee, me respondió con exactitud: «115 libros el año pasado». Decidí no comprobarlo. Oleg me explicó que escuchaba los libros a velocidad cinco veces superior a la normal porque no quiere perder el tiempo y en las pausas se pierde mucho que podría aprovecharse leyendo. Esto me impresionó mucho y le pregunté de dónde le venía esa pasión por los libros, ya que en el internado – donde nos habíamos conocido y donde Oleg había vivido muchos años – a los chicos normalmente no les gusta leer. Obtuve por respuesta la máxima más inspirada para una vida en crisis: «Sí, es verdad que durante muchos años yo no amaba la lectura. Pero tuve suerte: me quedé ciego». Le pedí que me explicara por qué se consideraba afortunado y me contó que en un determinado momento, los médicos decidieron que sus piernas estaban bastante mejor que sus ojos y le trasladaron desde el internado para inválidos a otro internado para ciegos. «¡Y aquello era el Paraíso! Todos los chicos habían terminado la escuela de música; todos hacían cursos de literatura y todos jugaban al ajedrez. ¡Y hasta aprendí latín!» ¡Tengo que aclarar que en Ucrania nunca se estudia latín en el instituto! Cuando escuché esta historia, pensé que los niños huérfanos que ya tienen problemas motores no tendrían que esperar a quedarse ciegos para empezar a vivir. Deberíamos ser nosotros los amigos que les enseñan las estrellas, que juegan con ellos al ajedrez, que les ayudan a estudiar latín y que les descubren la grandeza de la vida. Nosotros podíamos ofrecerles una amistad así, pero, ¿la acogerían los chicos? Cada historia nos ha hecho estar más ciertos de ello y ser más atentos.
Sasha Zubov y sus versos. Cuando leímos el folleto de MAKSORA y los principios de actuación de AVSI nos pareció que unos principios tan sencillos como «partir de las necesidades», «hacer juntos» o «acoger a la persona» eran evidentes. Pero los primeros pasos de Emmaus nos demostraron que en campo del trabajo social, en lo que se refiere a la educación escolar de nuestros chavales, no se presta la más mínima atención a las necesidades. Y esto lo descubrimos cuando los chicos, después de las lecciones, como una preciosa recompensa, empezaron a enseñarnos cosas que nadie más había visto hasta ese momento.

Las poesías de Sasha. Sasha Zubov es un joven de 20 años que fue hallado un gélido invierno, con seis meses de edad y con la cabeza rota, en un contenedor de basura de un gran mercado. Todos los días escribe versos. Sus poesías hablan de una joven muchacha, de su belleza y su ternura, de sus espléndidos cabellos y su dulce voz. Nunca había hablado a nadie de ello y sólo cuando yo le pregunté directamente qué le parecía la poesía, me confesó que no podía dormirse sin haber escrito antes un poema. Entonces le pedí que me enseñara su “obra poética”. Era un cuaderno lleno de reflexiones acerca del amor, de un amor inmortal y conmovedor, pero nadie había leído aquellos versos, y no porque él los escondiera, sino simplemente porque ningún profesor le había pedido antes que se los enseñara o se los leyera. Todos estaban seguros de que eran poesías típicas de un adolescente, poesías “hormonales” dedicadas a alguna chica. Pero un día, pedí a un psicólogo que se entrevistara con Sasha y se quedó de piedra cuando descubrió que aquellos versos no estaban dedicados a ninguna chicha, sino a su madre, a aquella madre a la que Sasha nunca había visto, pero sin cuya relación no podría haber crecido y madurado. Para ayudar a Sasha no hacían falta clases de apoyo, sino una maternidad sin la cual no podía dormir. Y él la descubrió en los versos que tanto asustaban al psicólogo y en las oraciones a la Virgen que había aprendido en el teatro Timur. Y nosotros pudimos ser testigos de este misterio.

Snezhana y su álbum de fotos. Tomamos como divisa de nuestra organización la llamada a “compartir las necesidades”, después de un hecho que nos introdujo a la comprensión de la esencia de muestro trabajo. Una tranquila tarde de sábado yo estaba en el internado explicando matemáticas a un grupo de niños y una voluntaria que había venido de Italia, Maria Chiara, contaba cómo transcurría su vida entre Turín y Bolonia. Una chica a la que no conocía se acercó a mi mesa y se puso a escuchar con atención nuestra conversación. Después de un buen rato, de pronto me preguntó si quería ojear su álbum de fotos. Yo quería no sólo ojearlo, sino verlo. Pero antes nos presentamos. La chica se llamaba Snezhana y era nueva en el internado, al que había llegado en el último año de colegio. La habían trasladado allí desde un hospital en el que había pasado los últimos años. Yo había oído hablar de ella a otros chicos y a los educadores y sólo había oído cosas “malas”, por ejemplo, que fumaba, que decía palabrotas, que le gustaba el chupa-chups, y que le habían quitado los riñones, por lo que cada dos días venía al colegio una ambulancia para la diálisis. Y ahora estaba ante mí con la única cosa de la que nunca se separaba. ¿Y qué es lo que vi? Las fotos de sus padres, que ya habían muerto. Habían muerto a causa del alcohol; se habían convertido en lo que podríamos llamar unos “sin techo”, gente sin un lugar fijo donde estar, mendigos de aquellos que se habían extendido por nuestro país durante los años 90. Snezhana me enseñaba los rostros de personas que habían muerto alcoholizadas y por culpa de las cuales ella misma está muriendo. El álbum comenzaba con fotos de gente joven de hermosos rostros, que celebraban alguna fiesta y estaban contentos de estar juntos; eran fotos en blanco y negro. Después había unas fotos en color que documentaban la tragedia de unas vidas derrotadas en los años de la Guerra Fría y que se habían venido abajo totalmente. En el rostro de la hija, vestida con el uniforme escolar, se podían leer los signos de esta derrota, así como en los interiores de la casa, que no difería mucho de un basurero. En estas fotografías estaban también el padre, la madre y la hermana mayor, y Snezhana hablaba de ellos sin la mínima sombra de reproche, sin gota de pena o desesperación, sin la mínima intención de pedir ayuda. En sus palabras había sólo amor, un amor que vivía en aquel pequeño álbum. Nunca en mi vida, ni antes ni después de este episodio, he presenciado un testimonio de amor como este, tan directo, tan potente, tan libre. Lo único que quería Snezhana al enseñarme su álbum era invitarme a compartir con ella su destino, no su enfermedad o sus clases, sino su destino, y cerca de esta invitación habían pasado todos los profesionales que se habían encontrado con ella y no habían prestado atención a su álbum. Para mí, que he encontrado un amor tan grande, la confianza de Snezhana ha sido como una bendición a nuestro trabajo en Emmaus.

La oración de Tania. Un día vino a Járkov un famoso misionero de Siberia, el padre Josef. Nos encontramos con él en la fiesta del colegio y nada más acabar la fiesta comimos juntos con Tania, una veinteañera que estudia en el internado, y con Elena Alexandrovna Sidina, responsable de la educación en el teatro Timur. Tania estaba sentada frente al padre Josef y yo frente a Elena y manteníamos una conversación “misionera”. El sacerdote preguntó: «Taniushka, ¿tienes padres?» A lo que ella contestó con calma: «No, murieron». Se hizo un incómodo silencio y Tania, que se dio cuenta del embarazo del sacerdote, quiso ayudarlo: «Pero tengo una madre espiritual…». Yo conocía a Tania desde hacía mucho tiempo y pensé para mis adentros: «lo dice por Elena Alexandrovna», seguro de que, de este modo, Tania quería agradar a Elena, quien, verdaderamente, es para ella como una madre espiritual. Pero Tania nos sorprendió a todos cuando continuó diciendo: «es nuestra Madre, la Virgen». El padre Josef la miró con una sorpresa tan evidente que no estaba claro quién era en realidad el misionero en esa mesa. Nuestra alegre y vivaz Tania, capaz de sostener siempre tanto a los chicos como a los adultos, antes de haberse encontrado con nosotros sólo estaba preocupada por una cosa: la incertidumbre respecto a su futuro. Cuando la conocimos tenía pánico al estudio porque durante mucho tiempo no había podido seguir un programa escolar normal y después decidieron probar suerte y la metieron directamente en el octavo curso de la escuela, haciéndole saltarse seis cursos debido a su edad. Ahora está en el 12º curso y está preocupada por conseguir alcanzar los objetivos del programa escolar. Hemos hecho un año de lecciones con ella, que tenía como ejemplo a su amiga Lena, la protagonista de mi primera historia. Y ahora, no sólo sabe que quiere ser enfermera, sino que quiere ser una hermana de la Cruz Roja. Pero para conseguirlo el camino es difícil, porque queda sólo medio año para acabar el colegio y después tendrá que prepararse para los exámenes técnicos. Y en la escuela técnica, después de dos años, podrá conseguir el diploma de trabajadora social. Y después prepararse para el curso de enfermería para poder ser enfermera de la caridad, pero esa especialidad sólo puede conseguirla en Moscú. Tania no cree que pueda tener esa posibilidad, porque los adolescentes inválidos, y más aún si son huérfanos, no superan nunca este camino por sí mismos y una ayuda por parte del gobierno es impensable. Y para que este camino sea posible para ellos ha nacido Emmaus.

¿Por qué este nombre? Todos sabemos que ya no existe este pequeño pueblo cercano a Jerusalén. No se trata ya del nombre de un lugar, sino del símbolo de un Acontecimiento que cambió la vida de dos personas que estaban destrozadas tras la muerte de Cristo y regresaban pesarosos desde Jerusalén. Habían salido desde su pueblo natal, Emmaus, siguiendo a Cristo, y después lo habían perdido todo y regresaban a casa sumidos en la desesperación, para “sobrevivir”, porque ya nada interesante podía suceder en sus vidas. Y de pronto tienen un encuentro que les devuelve a la Vida, un encuentro que posibilitó – sólo gracias al hecho de que Cristo estaba junto a ellos, compartiendo sus vidas – que salieran de la desesperación. Este tipo de acontecimientos que suponen un giro de 180º tienen lugar inesperadamente, no pueden planearse, no se les puede “dedicar tiempo” para organizarlos profesionalmente. Pero no suceden sin nuestra participación, sin nuestra atención a la situación real, por encima de lo que está escrito en los programas sociales. Estos imprevistos no son posibles sin una disponibilidad a compartir la vida de aquellos que se encuentran en dificultad. Para nosotros Emmaus son precisamente esos acontecimientos que sacan al hombre de la desesperación para encaminarlo a su destino.