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Huellas N.9, Octubre 2012

SIRIA / Cristianos de Oriente

Guerra y destino

Gian Micalessin

Estuvimos allí hace más de un año, cuando empezaron los enfrentamientos. Ahora volvemos a las colinas en la frontera con el Líbano, donde en el monasterio de Azeir las hermanas siguen viviendo al lado de la gente de estos pueblos. El fanatismo de los musalahin encapuchados, el tráfico de armas y el miedo a hablar. Así es como la comunidad cristiana ha visto cambiar a su país

La salmodia del Padrenuestro en árabe se disuelve en la oscuridad de la noche. El rezo de Completas, la oración después de la cena, ha terminado. Sor Mariangela apaga el órgano, sor Marita se aclara la garganta, sor Maria Luisa guía a las hermanas hacia las habitaciones. Sor Adriana y sor Annunciata abren sus oídos a otro sonido, escuchan otra voz que les resulta muy familiar. Llega desde el fondo del valle, allí donde el río Janoubi separa las montañas del Líbano de los altos de Siria. «Tal Kalakh», murmura Sor Marita. «Como siempre», susurra Maria Luisa.

Es el disparo de un cañón. Las cinco hermanas trapenses del convento de Azeir conocen bien esa voz. Desde hace meses acompaña sus oraciones. A veces se acerca demasiado peligrosamente. Maria Claudia, una mujer de Como de 53 años, me hace subir hasta el tejado, abre una puerta en la oscuridad y me señala llamas y explosiones. «¿Oyes el estruendo del cañón? ¿Ves los fogonazos de las explosiones?». No nombra a los guerrilleros, pero su dedo apunta hacia Tal Kalackh, la ciudad fronteriza. Allí están los musalahin, los hombres armados, los rebeldes. De allí proceden las armas que llegan del Líbano y toman el camino hacia Homs, Aleppo, Damasco, Hama.
El monasterio de las hermanas trapenses, construido sobre la colina que domina el pueblo cristiano de Azeir, se encuentra en la encrucijada de ese tráfico de hombres y de armas. En la encrucijada de la guerra. «Justo en el medio», suspiran Mariangela, 73 años, de Brescia, sor Adriana, una mujer de Cerdeña, de 66 años, y sor Annunciata, de Lodi, 73 años, alojada en el convento durante un breve periodo. Si para Annunciata la estancia en el convento de Azeir es temporal, para las otras es una opción de vida. Una opción en la que se entrelazan la fe, la guerra y el destino. «Empecé a planteármelo tras la muerte de nuestros siete hermanos trapenses de Tibhirine, secuestrados y asesinados por fundamentalistas argelinos en 1996. Acababa de cumplir 50 años y buscaba un nuevo inicio», cuenta Marita. Ni ella ni las demás imaginaban que aquella decisión les llevaría a una situación muy parecida a la de aquellos hermanos que fueron víctimas del odio y del fundamentalismo argelino. «Cuando llegamos, Siria era todavía el país de la tolerancia. Los cristianos maronitas de Azeir y los alauitas del pueblo de aquí abajo trabajaban codo con codo con los sunitas del pueblo situado en el cruce con la autopista hacia Homs. Luego llegó la guerra y todo cambió», relata sor Marita mostrando la colección de virutas y proyectiles que ha recogido en la entrada. «Y seguro que esto no es todo lo que ha llovido por aquí», dice con una sonrisa.
Un día llegaron también los musalahin. «Les vi después de los Laudes, serían unos treinta, iban encapuchados, tenían kalashnikov y otras armas. Inmediatamente comprendí que estaban preparando una emboscada al ejército y empecé a rezar. Los soldados se dieron cuenta y llegaron más numerosos», recuerda María Claudia. Esa mañana, dos rebeldes armados perdieron la vida en el combate que se libró en el terreno sagrado del convento. A pesar de la tragedia, a pesar del dolor, sor María Claudia y sor Marita no reprochan nada a nadie. «Fue una tristeza enorme, pero estamos aquí para compartir y comprender la realidad de esta tierra ensangrentada. Cuando el monasterio sufre daños, casi siempre se debe a los disparos de los rebeldes que atacan al ejército. Sólo una vez nos alcanzó por error una granada de la milicia gubernamental». Sor Marita no se atreve a culpar a los soldados. «Nunca he visto a un militar cometer violencia gratuitamente. Aquella mañana, cuando los rebeldes fueron arrestados, un militar sostenía al más anciano, le tendía su brazo como se le tendería a un padre. Por desgracia, son otros los actos de violencia de los que somos testigos...».
Uno de los más gratuitos lo sufrieron este invierno dos hermanos cristianos de Azeir, el pueblo maronita donde las hermanas se reúnen con los fieles durante la misa. «Eran los días del asedio a Homs, los musalahin habían entrado en la ciudad», recuerda sor María Claudia, «y estos dos hermanos de Azeir repartían pan entre los alauitas, la minoría religiosa a la que pertenece el presidente Bashar Al-Assad. Los rebeldes primero les avisaron, luego les amenazaron y finalmente les asesinaron. Lo peor fue oír cómo las televisiones extranjeras culpaban a los soldados». Sor Marita es mucho menos diplomática. «Esta es una guerra combatida a golpe de engaños, una auténtica invasión disimulada. Lo estamos viendo con nuestros propios ojos. Incluso los sunitas, los más cercanos a los rebeldes aunque sólo sea por la religión, condenan su violencia, insisten en que esa no es la manera de alcanzar la libertad. Sin duda, el gobierno tiene mucha culpa, debe cambiar muchas cosas, pero los rebeldes no son ninguna solución». Para entender lo que quiere decir sor Marita basta hablar con los cristianos que han huido del pueblo de Xer, en la frontera con el Líbano. «En Xer», cuenta George, un cristiano obligado a abandonar la zona, «vivíamos con los sunitas, luego llegaron los hombres armados y dictaron sus reglas. Vosotros, cristianos – nos dijeron – o seguís nuestros mandatos u os marcháis. Ahora nuestras casas están vacías y Xer es completamente musulmán».

Atrás de 50 años. «Los fieles del pueblo de aquí abajo nos lo repiten insistentemente», afirma María Claudia: «Si los rebeldes vencen, volveremos a hace 50 años. Assad y su padre concedieron la dignidad a los cristianos obligando a los musulmanes sunitas a aceptar la tolerancia. Claramente, defendieron a las minorías porque ellos también procedían de la minoría alauita, pero el sistema funcionó y acabar con él puede desembocar en una tragedia. Aquí, en Siria, nunca encontraron cabida Al Qaeda y el fanatismo. Ahora, sin embargo, se cuelan detrás de los que cantan alabanzas a la libertad y a la democracia».
Si las hermanas hablan abiertamente, los católicos de Azeir se cuidan mucho de compartir sus miedos con otros extranjeros. En la iglesia y en el pueblo el miedo se palpa, se respira. El miedo a ser denunciado ante los enemigos, ante los hombres armados que cada noche hacen sus batidas por los senderos de los alrededores. Basta tomar la autopista, superar los treinta kilómetros que separan de Homs el convento, y enfilarse en las callejuelas de Bab Assiba, para que los relatos de las cinco monjas trapenses se conviertan en una realidad muy concreta. Evidente. En este laberinto del casco urbano devastado por los combates de enero, los francotiradores siguen matando para hacerse con el control de una línea fronteriza trazada en medio de palacios y viviendas, mezquitas e iglesias. Los cristianos, en cambio, intentan volver a poner en pie sus casas.

El miedo de Carla. Carla Bitan, 32 años, madre de tres hijos, es una de ellos. «¡Mira cómo han dejado nuestro lugar de oración!», grita asomada a la puerta de su casa, que está justo enfrente de lo que queda de la iglesia católica. Resulta difícil decir si los que han atravesado el tejado, devastado la nave y destrozado los bancos y el altar han sido las bombas y los morteros de los rebeldes o los cañones de los tanques gubernamentales. Lo que sí es cierto, sin embargo, es que el miedo que ha mantenido a Carla, a su marido George y a sus tres hijos alejados de su casa lo propagaron los rebeldes. «Cuando ocuparon el barrio, cerraron la escuela y nos pidieron a todos los cristianos que nos metiéramos en casa y no nos dejáramos ver por ahí. El que salía corría el riesgo de ser secuestrado y la familia tenía después que encontrar dinero para rescatarlo con vida. Ahora ha vuelto el ejército y también la esperanza. Los soldados para nosotros son la seguridad. Sin embargo, los rebeldes son el terror».


LOS NÚMEROS
70% de la población siria es sunita (la confesión mayoritaria en el islam)

20% la presencia alauita (a la que pertenece la familia Assad)

10% la población cristiana del país

2% el porcentaje de la comunidad católica

150 mil los cristianos que han huido de Homs (la llamada “ciudad mártir”)

Fuente: Avvenire