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Huellas N.9, Octubre 2012

VIDA DE CL / El equipe del CLE

El despertar de los gigantes

Paolo Perego

El mundo de la enseñanza entre clases, recortes y polémicas. ¿Por qué vale la pena volver a empezar el curso? Doscientos profesores se reúnen dos días en el Lago de Garda para asumir el desafío de su realidad, la que acontece cada día, con los chicos, en clase. A veces, basta el verbo de una poesía para cambiarlo todo…

«¿Por qué montamos un colegio?», pregunta el anciano caminando por los pasillos. A su lado, Donatella: «¿Cómo “por qué?”, Don Talisio...». Pero la pregunta no iba dirigida a ella, directora del Colegio Tirinnanzi de Legnano, en el confín entre las provincias de Milán y Varese. Inaugurado en 2007 y fruto de la fusión entre una escuela primaria y una media, culminará este año la primera promoción del Liceo científico.
Él es el cavaliere del lavoro Talisio Tirinnanzi, que quiso este colegio, lo financió y lo construyó. Tenía que ser bellísimo, decía. «Sí. Hay otros buenos colegios en las cercanías, pero ¿por qué hemos creado uno nuevo?». Tirinnanzi fallecerá a los dos meses de inaugurarse el colegio. Pero Donatella guarda esta pregunta en su corazón, como si fuera la que se plantea cada día al entrar en el colegio. «Con mayor razón hoy en día, en un momento de confusión e incertidumbre».
Basta con mirar a la prensa. Cuando se habla de “educación y aledaños”, se abren discusiones interminables. Los recortes presupuestarios; los problemas de los profesores, entre trabajo precario y búsqueda de una plaza fija; los horarios y las dificultades de los estudiantes, y encima la directriz de que se adecuen los planes de estudio a los estándares europeos incorporando las nuevas tecnologías a la enseñanza: ¿iPad y PC para todos? «Como si la tecnología fuera el parámetro fundamental para evaluar un instituto», objeta la directora del Tirinnanzi. Además, se suman los datos estadísticos de la OCSE. Casi un evangelio. Según estos datos Italia estaría en la cola de los países industrializados con un gasto en educación del l9% (ni siquiera el 5% del PIB) del gasto público. Con un dato peor que este, en la lista de 32 países, sólo queda Japón...
Sólo que en la mayoría de estos discursos, en las ideas o los intentos por resolver los problemas, a menudo parece faltar un criterio. Un quicio en torno al cual pueda ordenarse cualquier debate y que, además, es la naturaleza misma de la educación: la relación educativa, aquello que se pone en juego todos los días, no sólo cuando un profesor entra en clase sino en cualquier relación. No es que falte del todo, es que demasiadas veces la dejamos en un rincón como si de un telón de fondo se tratara.

Una brecha en el muro. Muchos lo comentan de distintas maneras, entre los doscientos profesores y educadores de CL, que el pasado mes de septiembre se reunieron en Pacengo de Lazise, en el lago de Garda, durante tres días de trabajo sobre este tema. Pero entonces, «¿por qué hacemos un colegio?», vuelve de nuevo la pregunta del cavalier Tirinnanzi. Traducido: ¿por qué en todo el barullo que reina cuando se habla de instrucción, vale la pena volver a entrar en clase?
«Educar es generar». Carlo Wolfsgruber, profesor de químicas que, tras cuarenta años de enseñanza, dirige actualmente la Fundación Educativa Vasili Grossman, sintetiza así su idea de enseñanza: «Es una tarea que tiene un valor absoluto». Palabras que clavan en las sillas durante tres horas a los que tiene delante, mientras cuenta episodios de su vida. De cuando era estudiante, de su encuentro con un maestro, don Giussani: «Sobre esas frases, escuchadas hace 55 años, una hora a la semana en primero de liceo, he construido toda mi hipótesis de vida». Giussani entraba en clase bien consciente de su posición religiosa: «Es decir, un paso atrás con respecto al Misterio». Es decir, a aquello que sucedería en esa clase: «No partía de definiciones comprobadas de antemano para decir lo suyo. No. Sabía tomar conciencia de la verdad de lo que decía, dejándose tocar por lo que pasaba con sus estudiantes. En esta toma de conciencia lo que él decía se convertía en una propuesta». La experiencia, antes que cualquier otra cosa: «En los últimos diez minutos de clase nos hacía escribir. Nos dictaba la definición: eso venía al final, como síntesis de lo que había sucedido. Una ayuda para fijar la experiencia que habíamos tenido juntos».
«Seguir lo que acontece» es lo mismo que hizo Cristina, profesora de Lengua Italiana en un instituto de formación profesional de Modena. «Un curso de estudios donde rebajar el nivel de exigencia es pan de cada día, nada más cruzar la puerta del instituto». Sin embargo, esa mañana, mientras les devolvía corregidos sus trabajos sobre la poesía de Leopardi El sábado de la aldea, «se abrió una brecha en el muro». Cristina estaba repartiendo los deberes: «Se produjo el barullo de siempre. Todos protestando, veinteañeros decididos a cualquier forma de obstrucción». Uno en particular: «Pero, ¿cómo que gerundio? Esto es un infinitivo. Además, ¿cambia algo? Gerundio, infinitivo... Da lo mismo, no estamos en la universidad». Esa era la grieta: «Me obligó a mirar a la cara un hecho que tenía que reconocer: que el gerundio no es el infinitivo». Podía dejarlo pasar, dedicarme a otra cosa. «En cambio, algo estaba aconteciendo. La realidad me desafiaba, tanto a mí como a ellos: ¿gerundio o infinitivo? ¿Qué cambia con eso en la poesía?». Había que aprovechar el momento: «Chicos, ¿cuál es el sujeto de este verbo?». Suena el timbre, interrumpiendo el diálogo. «Uno de ellos se acercó: “Yo he visto algo. El sujeto está al final. Mientras que antes estaba al comienzo. En mi opinión, no es casual...”. Acababa de hacer un descubrimiento. Entonces, le propuse que cambiara el orden de las palabras, y él: “¡Qué asco!, ya no hay poesía si cambiamos las palabras de sitio”». ¿Pero por qué el sujeto está al final del verso? «Yo lo sé», salta otro, sentado en la última fila. El que Cristina pocas veces ha visto con los ojos despegados del móvil: «La anciana de la que habla Leopardi está al final del verso porque en ese momento es casi un objeto. No vive. Hay otro que la mira, que vive y dice de ella». La cosa no acaba allí: «Unos días después ese chico escribió una redacción sobre la poesía de Leopardi. “El sábado por la tarde es el momento más gratificante de la semana... he llegado a la conclusión de que lo que hace del sábado “un día tan grato” es la fatiga de los cinco días anteriores... La poesía expresa una alegría que procede desde la infancia y que va esfumándose en melancolía según vamos hacia la vejez... una lucha perdida en contra del aburrimiento y de la conciencia de que el pasado no puede volver. Una condición psicológica que lleva a la anciana a ser como un ‘objeto’ que padece su propia vida”. Tenía delante a un gigante adormecido que de repente se levanta en toda su estatura». Todo pasó por aquella grieta, por aquel instante que la había desafiado. Puedes quedarte en las definiciones. «La relación educativa, el valor del maestro, la capacidad de seguir a otro». Todas cosas verdaderas. Pero, cuánto sean verdaderas y cómo cambien tu manera de educar, lo entiendes entrando en lo específico de aquel gerundio que no es un infinitivo, de aquel pedacito de realidad que te provoca en primera persona. No por una preocupación educativa dictada por un rol.
Lo decía Carlo Wolfsgruber: «Mirad que no somos unos “profesionales” de la enseñanza. Somos profesores. Debemos ayudar a los chicos a tomar conciencia de sí mismos. La didáctica se juega en una relación. En esto se juega tu sensibilidad, tu agudeza en escrutar los pasos que el otro da en su camino de conocimiento». El éxito es misterioso. «A los chicos se les queda dentro como un punto de referencia que antes o después sale afuera».

Primero, ser humanos. Lo ha descubierto también Alexia, de Ancona, cuando ingresaron a una alumna suya. Sabíamos que estaba enferma y en el colegio la mirábamos casi con piedad, casi como “un caso”. «Sin embargo, me sentía impotente delante de ella. Caer en la cuenta de esto me hizo cambiar. Les propuse a mis colegas que fuéramos a verla, pero no se atrevieron. No podían con ello. Yo fui. Podía mirarla de frente. Comprendía que en ese momento me era dada». «Profe, ¿sabe que no estoy sola?», le dijo la chica: «Dante me hace compañía. Ulises, Ulises tiene vivo mi deseo». Para Alexia fue como recibir una bofetada. «No me había dado cuenta, mi medida sobre ella había sido siempre su enfermedad. Y en cambio... Cuando volvió a clase, lo que contaba tenía la fuerza de un hecho. ¿Qué significa estudiar? No habría podido yo explicarlo mejor. Lo que pasó reavivó la llama de mi deseo, mi hambre y sed de la verdad...».
Vuelven a la mente las palabras de Carlo, en la mañana: «Lo decía Carrón: “Muchas veces ya sabemos quién es Cristo. Nuestro problema es cómo aplicar lo que ya sabemos. Yo no sé nada, lo aprendo todo de lo que sucede”. Si lo que ya sabes no se te vuelve a dar en el presente, dejas de saber de verdad lo que has aprendido. Más aún, lo que sabes se convierte en una barrera a la hora de percibir la novedad».
La relación con los chavales es un reto que tenemos que asumir, para ellos, pero también para nosotros, los educadores. «Porque es propio del hombre querer vivir. Y antes que ser profesores tenemos que ser humanos. De lo contrario, todo se reduce a desempeñar un papel». ¿Qué es entonces lo que legitima la relación educativa, si no es sólo cuestión de un rol? Wolfsgruber es tajante: «La relación con Cristo me llama en causa a mí. Es Cristo quien me habilita a ser. Yo entro en clase en virtud de esa relación». También en la peor clase del peor instituto. «Cristo me legitima ahora, aquí. No a desempeñar un papel, sino a ser un hombre cabal».

Nada de piojos. No hay circunstancias que valgan. Confusión, dificultad, burocracia. Tampoco es cuestión de edad. Puede haber jóvenes profesores que entrar en la clase siendo ya viejos. Literalmente como la “viejecita” de Leopardi: «En cambio, puedes sentarte en la cátedra después de diez o veinte años de enseñanza todavía sediento de novedad, con un deseo grande ante los chavales que tienes delante». Por ejemplo, Giovanni, un ingeniero muy contento con impartir Física en un instituto profesional de Ascoli Piceno, o Isabel, que todas las mañanas desde el centro de París coge un tren para desplazarse a una banlieu en los suburbios de la metrópoli. El mismo que hace unos años fue teatro del malestar y de las revueltas juveniles. «Oíamos los disparos, y mientras daba clase mis ojos repetidamente al agujero que un proyectil había dejado en el cristal...».
No faltan historias que dejan claro que esta gente da literalmente la vida «para que quien tienes delante salga a flote por lo que es», añade Giancorrado Peluso, profesor en un liceo a las afueras de Milán, retomando la asamblea de la mañana: «Para educar es preciso tener una visión grande de ti mismo y del otro. Porque si te consideras a la par de un piojo trataras a los demás como piojos». Lo contrario de aquel gigante, capaz de despertar delante de un gerundio que no es un infinitivo.