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Huellas N.8, Septiembre 2012

PRIMER PLANO / La naturaleza del hombre

«¿Esta historia le conviene realmente a todos y cada unos de los hombres?»

Javier Prades

En un reciente artículo de prensa, el escritor Gustavo Martín Garzo describe el panorama cultural contemporáneo. Inspirándose en la película de Sofía Coppola Las vírgenes suicidad, sostiene que el director «habla de esa eterna disociación entre la realidad y el deseo que no ha dejado de torturar a los hombres (…)». Y prosigue: «Todos deben aceptar que esa vida a la que se encaminan es demasiado estrecha para albergar los anhelos que albergan en su interior». Citando a Walter Benjamin, «dice que uno de los problemas del mundo actual es la pobreza de la experiencia (…): más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo”. La banalidad de nuestra vida se confunde con la banalidad de gran parte de la cultura y el mundo que nos rodea. (…). Los hombres y las mujeres actuales viven sin apenas poner límites a sus deseos, y sin embargo pocas veces han tenido menos cosas que contarse».
Martín Garzo reconoce una desproporción entre realidad y deseo, y denuncia la banalidad de nuestra época debida a la pobreza de nuestras experiencias, es decir, de vivencias que puedan cambiar nuestra propia vida. La prueba de esa penuria la encuentra en la correspondiente escasez de relatos en los que deseemos narrar algo que realmente merece la pena. En una época en la que no se pone freno a los “deseos”, sin embargo, los hombres apenas tenemos cosas que contarnos.
También el periodista Pedro García Cuartango denuncia desde las páginas de su periódico un clima social de banalidad insufrible. El elemento nuevo respecto al artículo anterior es que Cuartango presiente que esa superficialidad proviene de la eliminación de Dios, lo cual suscita en los hombres una rebelión porque no podemos aceptar que seamos seres insignificantes, y pensamos que nuestra vida tiene que tener algún sentido (…).
«Siempre me han echado en cara mi necesidad de absolutos, que por otro lado aparece en mis personajes», escribía Ernesto Sábato: «Esta necesidad atraviesa como un cauce mi vida, como una nostalgia más bien, a la que nunca habría llegado. (…) Yo nunca pude calmar mi nostalgia, domesticarla, diciéndome que aquella armonía fue un tiempo en la infancia; ojalá hubiera sido, pero no. (…) La nostalgia es para mí una añoranza jamás cumplida, el lugar al que nunca he podido llegar. Pero es lo que hubiéramos querido ser, nuestro deseo. Tanto no se lo llega a vivir que hasta podría creerse que está fuera de la naturaleza, si no fuese que cualquier ser humano lleva en sí esa esperanza de ser, ese sentimiento de que algo nos falta. (…) La nostalgia de ese absoluto es como un telón de fondo, invisible, incognoscible, pero con el cual medimos toda la vida».
Las palabras de Sábato son, de nuevo, un intento de contar a otros la naturaleza del deseo que nos identifica como seres humanos. (…) No resultará difícil reconocer, a través de la descripción literaria, un rasgo típico de ese conjunto de evidencias y exigencias que constituyen la experiencia elemental y que denominamos con la palabra bíblica “corazón”.
De ella dice don Giussani que «todas la experiencias de mi humanidad y de mi personalidad pasan por la criba de una “experiencia original”, primordial, que constituye mi rostro a la hora de enfrentarme a todo. Todos los hombres tienen el derecho y el deber de aprender la posibilidad y la costumbre de comparar cada propuesta que reciben con esta “experiencia elemental”. Cualquier afirmación de la persona, desde la más banal y cotidiana hasta la más ponderada y cargada de consecuencias, solo puede tener lugar a partir de este núcleo de evidencias y exigencias originarias».

Un factor esencial de ese conjunto de evidencias es que en el corazón de la experiencia elemental se encuentra una apertura, una tensión insuprimible al infinito, hacia “algo” que está en la vida y que a la vez remite a la vida misma más allá de sí, hacia un misterio cuyo verdadero rostro no podemos descubrir pero no podemos dejar de perseguir.
En este marco de la cultura plural de occidente, donde se encuentran las posturas que hemos esbozado con algunas pinceladas del mundo artístico, también se puede escuchar el relato de una historia que narra una experiencia singular de relación con el infinito: la de aquellos que se han encontrado con Jesucristo, el Mesías de Israel, el Hijo de Dios.
El evangelio es una gran narración de experiencias vinculadas a la relación con el infinito. (…) [Es un relato en el que] las personas cuentan enseguida a otros algo que no es una banalidad sino algo que cambia sus vidas: el encuentro con Jesús de Nazaret. (…) ¿Qué es lo que veían en Él? Si queremos resumir al máximo podemos decir que el anuncio cristiano narra un “encuentro” con una presencia excepcional, sin comparación posible, que hacía pensar en un Dios cercano, en medio de nosotros.

Teniendo presente el título del Meeting (“La naturaleza del hombre es relación con el infinito”), podríamos decir que al encontrarse con Jesús los hombres tenían una singular experiencia de relación con el infinito, porque aquel hombre llevaba el infinito, de alguna manera se lo hacía percibir, ver y oír, de tal modo que su vida encontraba un cumplimiento sobreabundante en esa relación. Ellos, a lo largo de la convivencia con este hombre excepcional iban descubriendo los rasgos inconfundibles de una forma nueva de conocer el misterio de Dios y, por tanto, de conocerse a sí mismos. A medida que convivían con Él, se iba desvelando la profundidad “infinita” de su propio yo, hasta descubrir con admiración y sorpresa que es más grande que el mundo.
No he encontrado un modo más eficaz de describir esa sorprendente valoración de sí mismo y del propio destino, como fruto del encuentro con Jesús, que las palabras con las que don Giussani comenzó su memorable intervención ante Juan Pablo II en la plaza de San Pedro el 30 de mayo de 1998: «“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?”. Ninguna pregunta me ha impresionado en la vida tanto como ésta. Solamente ha habido un Hombre en el mundo que podía responderme, planteando una nueva pregunta: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si luego se pierde a sí mismo? O, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de sí?”. ¡No he escuchado jamás dirigirme ninguna otra pregunta que me dejara tan cortada la respiración como ésta de Cristo! Ninguna mujer ha escuchado jamás otra voz que hablara de su hijo con la misma ternura original, con la misma valoración indiscutible del fruto de su seno, con semejante afirmación totalmente positiva de su destino: únicamente la voz del hebreo Jesús de Nazaret. Pero, más aún: ¡ningún hombre puede sentirse afirmado mejor, con la dignidad de quien tiene un valor absoluto que está por encima de cualquier logro suyo! ¡Nadie en el mundo ha podido jamás hablar así!».
Lo que percibieron los primeros discípulos, lo que percibió con esta dramática ternura don Giussani, y lo que quizás también nosotros hemos podido descubrir con asombro y humildad es que en el encuentro con Jesús emerge la verdadera estatura del hombre y de su deseo, de esa nostalgia de absoluto que recorre las culturas humanas.
Quien lo encontraba empezaba a descubrir su yo, el mundo y Dios, según una novedad inimaginable, podía mirar todo con una mirada infinita, con la mirada misma de Dios (…).
Esta historia particular que se relata incluso con entusiasmo ¿es realmente universal, le conviene realmente a todos y cada unos de los hombres?, ¿tiene la fuerza y la dignidad cultural como para medirse con los avances de las ciencias naturales y sociales, que parecen reducirla a un mero sentimiento subjetivo que se recluye en la vida privada? (…) A diferencia del pasado, hoy no se ve la necesidad de eliminar la fe cristiana, sino que se prefiere negar su carácter universal; basta con encerrarla en el ghetto de las opiniones subjetivas, de los sentimientos o las costumbres particulares, que se pueden profesar en privado siempre que no tenga la pretensión de decir la verdad sobre el hombre, sobre el mundo o sobre Dios. (…) Es como si delante de esas objeciones fuéramos vulnerables y pudiéramos ceder a la sospecha de que el encuentro que hemos tenido no nos enseña la verdad del hombre y por tanto su conveniencia para todos.

Como es evidente, la primera responsabilidad cultural que tenemos ante este desafío es la de vivir la novedad de vida que hemos encontrado, que nace de la mirada de Cristo sobre nosotros. Se trata por tanto de ser cristianos, de vivir la vida del nuevo Pueblo de Dios, que es el lugar de la manifestación contemporánea de Cristo resucitado, por obra de su Espíritu Santo.
De esa vida nace para cada uno la responsabilidad de profundizar en una reflexión crítica y sistemática sobre las razones de la experiencia que vive. Cuando hablamos de una novedad, de una diferencia que atrae, de una sorpresa, o de una compañía que es distinta, ¿estamos aludiendo a algo más que un estado de ánimo o un sentimiento – todo lo respetable que se quiera – pero incapaz de dar razón de sí mismo? ¿Podemos afirmar que esos rasgos existenciales están fundamentados en la naturaleza del hombre y por tanto se pueden explicar y proponer razonadamente a todos?
Las dimensiones de ese trabajo cultural son inabarcables, y no se pueden presentar aquí en general. (…) A cada uno de nosotros le corresponde la tarea de medirse hasta el fondo con la novedad cristiana respecto todos los factores de la realidad. Cada uno tendrá que comprobar, en lo que afecta a su ámbito concreto, cómo se produce esa transformación de los esquemas del mundo a la que san Pablo invita a todos los cristianos: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».