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Huellas N.7, Julio/Agosto 2012

PRIMER PLANO / Hacia el Meeting

A cielo abierto

Ubaldo Casotto

El 19 de agosto abre sus puertas el Meeting de Rimini. En estas páginas, algunos anticipos y el diálogo con TATIANA KASATKINA, una destacada estudiosa de Dostoievski que en estas páginas se mide con el lema del encuentro: “Por naturaleza el hombre es relación con el infinito”. El mal y el perdón. La diferencia entre saber y hacer experiencia

Tatiana Kasatkina es la directora del departamento de Teoría de la Literatura y presidenta del comité para el estudio de Dostoievski en la Academia de Ciencias de Rusia. La frialdad aséptica de estos dos títulos académicos no hace justicia a su pasión por el gran escritor ruso, ese hombre que a los once años le reveló que «el cielo no era una tapa, sino una apertura». «Cuando leí El idiota, la tapa saltó: aprendí que el cielo estaba abierto porque ni el mundo ni el hombre terminan aquí, ninguno de los dos puede reducirse a lo que se puede tocar». Le hemos pedido que comente el lema del próximo Meeting: “Por naturaleza el hombre es relación con el infinito”. Entrevistarla es una lucha continua contra la banalidad de las palabras; no parlotea, ahonda en la pregunta y en la experiencia, pide cuentas del tiempo del verbo empleado, no se contenta con las impresiones y se mide con la verdad. Esto es lo que nos ha dicho.

“Por naturaleza el hombre es relación con el infinito. Esta afirmación de don Giussani nos dice principalmente una cosa: que el hombre tiene una “naturaleza” propia, es decir, no es un ser indefinido entre la más amplia realidad de la naturaleza. Usted en sus clases sobre Dostoievski afirma que la tarea de cada hombre es la de nombrar las cosas y que el nombre elegido no puede ser fruto de una convención. La pregunta entonces es: ¿De dónde se parte para dar el “justo” nombre al hombre?
¿El infinito es algo que no se acaba nunca o es lo eterno? Aquí reside el quid de lo que decía Giussani. A la hora de hablar de una relación con el infinito, podemos teorizar que la naturaleza del hombre necesita movimiento continuo, ininterrumpido, que no puede ser limitado porque en cuanto se le limita, el hombre se encuentra separado de sí mismo. De hecho, un hombre que vive dentro de unas fronteras definidas, empieza muy pronto a sentir nostalgia, una nostalgia que indica todo lo que, al vivir limitados, se sustrae a su naturaleza, ya que esta está hecha de movimiento continuo.

Y, ¿si por infinito entendiésemos eterno?
Entonces el discurso sobre nuestra naturaleza adquiriría otro sentido: no ya un correr hacia adelante, sino una potencia que se actualiza en planos y niveles distintos. Este aspecto del infinito tiene mucho que ver con la naturaleza del hombre. De hecho la esencia de esta naturaleza reside justo en la imposibilidad del hombre de morar solamente en el nivel que el positivismo le adjudica. En cuanto intenta vivir de esta manera, se da cuenta de que tiene algo más, que tiene órganos sin usar, inútiles. Es más, para vivir dentro de estas fronteras positivistas sería mejor amputarlos.

No veo la contradicción entre los dos significados.
Sendos aspectos que acabo de describir son propios de una única naturaleza: el malestar del hombre, su movimiento hacia el infinito, el intento continuo de estar en otro nivel del ser. Entonces, para dar el “justo nombre” al hombre, necesitamos tener en cuenta esta tensión continua, esta ininterrumpida necesidad de ser y vivir más allá de ese espacio donde el positivismo aprisiona al hombre.

La mentalidad positivista predominante de nuestros días nos lleva a considerar los hombres y juzgarles por lo que hacen, para bien o, más a menudo, para mal. De aquí, un moralismo asfixiante. Usted, hablando de Crimen y castigo, afirma que el hombre no se define solamente por sus acciones y por eso, en un momento dado, dice que «un asesino puede ser más apto – incluso puede ser la “mano de Dios” – que un servidor de la Iglesia». ¿Cómo consigue mirar así a un homicida? ¿Cómo puede mirar a los ojos a un hombre que ha matado y ver “algo más”?
Esta pregunta me recuerda a otra que se solía hacer muy a menudo en la segunda mitad del siglo XX: ¿Existen todavía la poesía y la teología? ¿Se puede hablar de Dios después de Auschwitz? Todos los desafíos contra Dios se basan en la idea que Él es un asesino, ya que no hizo nada para proteger las personas de las desgracias. Pero si pensamos esto de Dios, ¿cómo podemos ver un ser humano en alguien responsable de un acto terrible? Esta pregunta no puede prescindir de la otra: ¿cómo podemos ver la bondad de Dios en un escenario de acontecimientos trágicos que ocurren a lo largo de nuestras vidas y de la historia? La mirada que nos hace ver a Dios es la misma mirada que nos permite justificar al hombre. No es una casualidad que “comprender” signifique “perdonar”. Si nos fijamos en nosotros mismos, entendemos fácilmente que nosotros no somos nuestras acciones, todo lo contrario. Hay incluso veces en las que lo que hacemos es totalmente el opuesto de lo que somos, es un crimen de nosotros mismos contra nosotros mismos. Después de una acción o un gesto malvado, si nos expresamos con acciones buenas, opuestas a las anteriores, no podemos negar de ninguna manera el bien porque cometimos también el mal. Ni podemos decir que el hombre no tiene rostro tan sólo porque ese rostro esté cubierto de barro.

Cierta vez, en una conversación entre amigos, don Giussani dijo que la mano puede matar, pero el corazón no puede ser asesino…
El homicidio es un pecado muy grave, pero creemos que nosotros nunca lo perpetramos. Y esto no es cierto. Cuando sentimos repulsión hacia el prójimo, cuando cedemos al deseo de eliminarle de nuestra vida, en el fondo es un poco como si le matáramos. Es un pecado que todos, ninguno excluido, cometemos. No podemos decir que nadie “sea” un homicida. El homicidio no forma parte de lo que es esa persona, no es una manifestación de su ser original, sino de un momento en el que su naturaleza se ha oscurecido.

En este sentido, ¿cómo puede un hombre que ha matado ser la «mano de Dios»?
Una persona capaz de grandes maldades puede ser asimismo, si se arrepiente, capaz de grandezas en la otra dirección. Es decir, cada cual puede descubrir ser la «mano de Dios», siempre y cuando se abre a Dios y le deja la posibilidad de actuar en él. Las personas con un talante así de extremo, así de vasto, son justo las personas con las que Dios puede hacer más. Él no elige las personas pidiéndoles sus permisos de trabajo ni fijándose en sus ropas. Dios actúa en cada uno en la medida en que esa persona le deja. No existe un cristiano de profesión.

La gran tentación de la cultura contemporánea es el nihilismo, la idea que las cosas – y el yo – no son nada. ¿Cómo puede ser, en su opinión, que el juicio de inconsistencia de la realidad y del hombre vaya de la mano con la afirmación de la total autonomía de la realidad y el hombre? ¿Con la suma soberbia, con la pretensión de la ciencia y de la técnica, y por lo tanto de un cierto poder, de dominar y determinar la realidad, manipulando incluso la naturaleza humana?
El hombre encerrado en la realidad positivista se encuentra en una situación de inconsistencia, suspendido, sin raíces ni ramas. La idea de autonomía nos lleva a una situación en la que el origen y el fin del hombre se encuentran fuera de su alcance mental y físico. Ya no puede acceder a ellas, se quedan como entidades ilusorias.

¿Cómo pasamos de la autonomía del hombre a la soberbia de la ciencia?
Cierta ciencia opera en el interior de estos límites cerrados y deja al otro lado de la puerta lo que no entra en ellos. Sólo que así queda poco material. El hombre se da cuenta de que tiene deseos y órganos que en esa vida estrecha no le sirven de nada, pero como sigue tendiendo hacia el infinito, la técnica viene en su ayuda con todo un sistema de prótesis que sustituyen al hombre de modo rudo y primitivo.

¿Hay alguna relación entre la restricción de la realidad y la hipertrofia de la técnica?
Representan las dos caras de la misma moneda. En esta situación de autonomía ya no intentamos entrar en contacto con los demás, queremos controlar, gobernar esa relación, nos sentimos entonces autorizados a manipular todo lo que para nosotros es objeto inanimado, empezando por la tierra y acabando con el mismo hombre. Ya no somos capaces de una relación entre sujeto y sujeto.

Como dice usted parafraseando a Pushkin, la razón busca y el corazón atestigua lo que la razón ha encontrado. Benedicto XVI habla de una unidad muy profunda entre razón y corazón, y don Giussani afirma que la religiosidad (es decir, el corazón) representa el vértice de la razón y que este corazón expresa su relación con el infinito con preguntas ineludibles e inextirpables. ¿Estáis diciendo los tres lo mismo?
Hablamos de aspectos diferentes de algo que al final es una misma realidad. La unidad entre corazón y razón es una unidad que se alcanza, no se da a la fuerza, es la unión de cosas distintas que a menudo se contradicen. Creo que Benedicto XVI habla de unidad en cuanto proceso dinámico y no como realidad inmóvil. Don Giussani, por otro lado, dice que el corazón se plantea incesantemente preguntas verdaderas, preguntas que reflejan la misma esencia de la naturaleza humana. De hecho, el corazón no puede parar de preguntar y da a la razón la posibilidad de captar esas preguntas verdaderas que existen solamente en una cierta dimensión, en un determinado nivel de la realidad. El corazón, entonces, es ese órgano que extiende la razón a otras posibilidades respecto a las preguntas de la dimensión positivista de la realidad. En este sentido, el corazón es el vértice de la razón. Yo hablo de otra cosa: Cuando la razón empieza su búsqueda de las respuestas a las preguntas del corazón humano, no puede atestiguar por si misma los resultados a los que llega. Por lo tanto, la razón busca, el corazón es quien confirma.
Estos tres aspectos van juntos, la profunda unión entre corazón y razón se expresa en el hecho de que el corazón plantea a la razón esas preguntas sobre esos niveles del ser que conciernen a la naturaleza del hombre cada naturaleza. Repito, la razón hace su búsqueda, la decisión final depende del corazón.

Hay un riesgo: el Meeting podría volverse en un gran “discurso cultural alternativo” al positivismo y al nihilismo contemporáneos. Usted invita a no acercarse a la literatura como si fuese algo que no tiene nada que ver con la vida, a no contentarse con un “saber”, porque «el saber del hombre es algo que se adquiere y se puede olvidar; la experiencia es lo que no se nos olvida». ¿Cómo podemos, entonces, no “hablar” del infinito sino “hacer experiencia” del infinito?
Tanto en el hombre como en todas las religiones siempre está la tentación de considerar la tradición cultural como un elemento adquirido de una vez por todas. El hombre tiene miedo a quedarse sin su bagaje y por lo tanto tiene la tentación de dar valor propio a todas las cosas que ha acumulado y no a su experiencia personal de esos valores.

¿Puede poner un ejemplo?
Valoramos el Arca de la Alianza y no valoramos las Tablas de Ley contenidas en su interior, olvidando la experiencia de la relación con Dios que esas mismas tablas representan, ya que son producto del momento de relación entre Dios y Moisés. Frente a esta dificultad, nos agarramos a lo que estamos seguros de poseer: el arca y las tablas. Para aprender a hacer experiencia tenemos que abandonar la seguridad de que ya tenemos ganado lo que buscamos. Tenemos que ponernos en una situación de pobreza de espíritu. Para hacer experiencia es necesario un conocimiento claro del hecho de que todo lo que nos es dado no es más que el testimonio de algo que tiene que ocurrir siempre de nuevo.

Usted es ortodoxa, yo soy católico, en Rimini habrá muchas personas de credos diferentes y también muchos supuestos laicos. ¿Cómo podemos encontrar y respetar la diferencia del otro y a la vez reconocernos juntos?
Somos todos muy distintos pero vivimos todos en el mismo mundo. Este es el grandioso reto que cada hombre tiene delante de sí. El problema es que no aguantamos este desafío y empezamos a rechazarnos los unos a los otros, acusándonos de ser equivocados, injustos… Una reacción histérica frente a la riqueza que se nos propone. Por desgracia esta misma reacción puede tenerla tanto el individuo como una nación entera o una confesión religiosa. Como dice Dimitri Karamazov: «El hombre es algo demasiado vasto para mí, yo lo restringiría». Esto nos empobrece porque rechaza uno u otro aspecto de un mundo que el Señor quiso justo así. En cambio tenemos motivos para alegrarnos de la diversidad como de una riqueza. Pero tiene que ser “nuestra”, porque lo que reconocemos como ajeno no lo reconocemos como nuestro. En este reconocimiento reside la posibilidad de encontrarse, de abrirse y de descubrir en nosotros mismos algo inesperadamente nuevo.

Dostoievski gusta a los jóvenes porque es uno de ellos (simplifico así su hermoso discurso sobre Dostoievski y Tolstoi). Es contemporáneo a ellos de la misma manera que el Evangelio es contemporáneo a los escritos de Dostoievski. ¿Diría usted lo mismo en lo que respecta al infinito? ¿A los hombres de cada época, jóvenes incluidos, le gusta porque es uno de ellos? ¿Por qué es contemporáneo a sus corazones?
El infinito en cuanto eterno siempre es contemporáneo, es otro plano detrás de lo contingente. Solo hay un acceso a lo eterno: el instante, lo único real. Nosotros nos encontramos en el brevísimo instante, ya no poseemos el pasado ni todavía el futuro. Sólo hay el instante en el que consiste el ser, y es esto lo que lo convierte en el umbral de lo eterno. ¿Qué hay que sea más contemporáneo? Es más, lo único que tenemos de verdad es lo eterno.

¿Cuál es entonces el papel de la cultura?
La cultura existe para que hagamos continuamente actual su legado, viviendo en el presente lo que fue en otro tiempo. Cuando no es así, la cultura nos saca del presente y nos arrastra a un tiempo en el que no podemos actuar. Lo mismo sucede cuando proyectamos nuestros deseos al futuro. Proyectarnos hacia el pasado o hacia el futuro es una tentación, pero es también la experiencia a través de la cual podemos aprender cuál es la verdadera naturaleza del hombre: la capacidad de vivir en el instante que nos es accesible y a través de él, entrar en relación con lo eterno sin ser arrastrados por lo que nos llevaría lejos de ese verdadero y único momento real. Toda la incapacidad del hombre procede de esta huída del instante presente.