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Huellas N.6, Junio 2012

PRIMER PLANO / Benedicto XVI en Milán

La única fuerza que puede cambiar el mundo

José Luis Restán

Un hombre que asombra de nuevo a propios y extraños por su capacidad de mostrar la forma en que la fe aclara y sostiene todas las vicisitudes humanas, desde la experiencia del enamoramiento a la de la entrega de sí, el dolor y la fiesta, el trabajo y la verdadera laicidad. La sabiduría del Evangelio, encarnada en siglos de historia, se ha hecho de nuevo presente en su palabra y en sus gestos, para que podamos seguirle

Él mismo lo dijo, tenía el corazón entristecido por los sucesos de las últimas semanas en torno al Vaticano. Se notaba en su aspecto cansado, en las ojeras algo más remarcadas, en el tono de la voz durante la última Audiencia, antes de partir para Milán. Le esperaban las familias del mundo, la gente corriente que trabaja, ama y sufre desde el alba al anochecer. La buena gente que lleva consigo los costurones de la vida, pero que, también como él, no ha perdido la certeza de que Dios sostiene su peregrinación. Es más, que le asimila misteriosamente a la experiencia humana de Jesucristo. A estos sí podía hablarles a corazón abierto, con esa mezcla de exigencia y de dulzura, de comprensión y firmeza, que tanto le caracteriza.

En la diócesis ambrosiana. La ciudad compleja y laboriosa, laica y creyente, le abrazó con calor desde el primer momento en la plaza del Duomo. Bajo el bosque de agujas que apuntan al cielo, Benedicto XVI volvió a vibrar como los antiguos Padres de la Iglesia, como san Ambrosio que acuñó aquella lapidaria frase: «Donde está Pedro allí está la Iglesia». A esta Iglesia reunida en torno a su pastor le pide no dormirse en los laureles, le insta a animar con la fe en Cristo, muerto y resucitado, todo el tejido de la vida personal y comunitaria, pública y privada, de modo que se abra paso una auténtica vida buena a partir de la experiencia de las familias. Y lanza ya su primera invitación a la sociedad civil y a las instituciones, reclamando que la familia sea redescubierta como patrimonio principal de la humanidad, como signo de una cultura a favor del hombre.
Después Benedicto XVI es recibido en el Teatro de La Scala. Se trata de algo más que un refinado obsequio al Papa melómano, se trata de mostrar que la belleza no es un lujo sino una necesidad, especialmente para el hombre herido y necesitado. Joseph Ratzinger puede entonces recordar, lo hará horas después en su diálogo a campo abierto con las familias, aquella experiencia de escuchar la música de Mozart en la pequeña iglesia de su pueblo, cuando sólo era un niño. Y repetirá que aquello era como si se abriesen los cielos.
Desde La Scala, y con los sones de la Novena de Beethoven en el aire, el Papa recuerda a las víctimas del reciente terremoto en la región de Emilia, acoge sus temores, su miedo, incluso su amarga perplejidad respecto al Misterio bueno de Dios, y les dice que no tenemos necesidad de un Dios lejano, más allá de las nubes, sino de un Dios que se implica en nuestros padecimientos, que sufre con nosotros y nos hace capaces de sostenernos unos a otros.
El Papa visita la diócesis de Milán con motivo del VII Encuentro Mundial de las familias. La mañana del sábado está dedicada al encuentro con miles de jóvenes que se preparan para recibir la Confirmación. La palabra del cardenal Ángelo Scola interpreta con precisión el entusiasmo juvenil: «Estos miles de jóvenes están muy apegados al Papa, a su presencia física, porque saben que es un puente que les permite vivir la vida referidos al Padre de Jesús y Padre nuestro». Benedicto XVI comenta para ellos los siete dones del Espíritu Santo, y les invita a gustar de la belleza de formar parte de la comunidad de Jesús. Les habla de la vida como un camino en el que no faltan dificultades pero que resulta apasionante porque Dios siempre llama a cosas grandes; un camino que no pueden realizar solos, sino sostenidos por la gran amistad de la Iglesia.
Un momento significativo es el encuentro con las autoridades civiles, ante las que desarrolla uno de sus temas más queridos, el de los fundamentos del bueno gobierno: la justicia y el amor a la libertad. De nuevo el Papa habla de la verdadera laicidad sin complejos, y reclama la debida tutela jurídica de la familia y el reconocimiento efectivo de la libertad de educación.

Sólo sirve «la caridad en la verdad». Al caer la tarde le esperan las familias del mundo en el parque de Bresso. La Fiesta de los testimonios es el marco para el diálogo de cinco familias con el Papa, que no lleva papeles y que asombra de nuevo a propios y extraños por su capacidad de mostrar la forma en que la fe aclara y sostiene las vicisitudes humanas (texto del diálogo con las familias en pp. 46-47). No hay nada de “grasa” en sus palabras, nada de “lo ya sabido”, tampoco inútiles polémicas ni gruesas condenas. El momento es dramático y por eso sólo sirve «la caridad en la verdad» a través del testimonio de un hombre creíble. Es algo sorprendente lo que sucede en Bresso mientras el sol se oculta. La gente ha llegado con sus heridas, con sus esperanzas y temores, y pregunta sobre ellos a un hombre ya anciano que responde a corazón abierto, con la sabiduría del Evangelio encarnado en siglos de historia, pero concreto en su palabra y en sus gestos.
El Papa Ratzinger habla de su propia experiencia de familia como el lugar en que crece, a través de las circunstancias cotidianas, la certeza de que la vida es buena. El amor entre los esposos, entre padres e hijos, es un reflejo del amor de Dios y por tanto un anticipo del Paraíso. Resulta impresionante el modo en que aborda la cuestión del noviazgo, cómo el enamoramiento necesita purificarse, realizar un camino de discernimiento hasta llegar a un juicio y una decisión de modo que sentimiento, razón y voluntad se conjuguen para decir: «Sí, esta es mi vida». Ha sido muy importante el subrayado continuo de que las familias no pueden concebirse como entes aislados sino que necesitan de una comunidad de familias, de una gran compañía de amistad, eso es precisamente la Iglesia. Y por supuesto, fue conmovedora la forma en que Benedicto XVI respondió a la espinosa pregunta sobre el dolor de las personas divorciadas que se han vuelto a casar, y que por ese motivo no pueden recibir la Eucaristía. A estas personas el Papa les ha dicho que “no están fuera” de la Iglesia, y ha reclamado a todas las instancias eclesiales la disposición a acogerlas y acompañarlas de modo que realmente vivan la comunión con el Cuerpo de Cristo, aunque no puedan recibir la absolución ni la comunión eucarística. El Papa, y es la primera vez que esto sucede, se atreve a decirles que su sufrimiento puede ser un don para la Iglesia, un sufrir no sólo físico y psíquico, sino un «sufrir en la comunidad de la Iglesia por los grandes valores de nuestra fe». Y así vemos una vez más, cómo sin reducir el Misterio, sin atajos ni rebajas en la exigencia del Evangelio, el Papa abraza la condición de cada uno y abre su perspectiva.

La iglesia, familia de familias. En la mañana del domingo culmina el Encuentro mundial de las Familias. Un millón de personas se han reunido en torno al sucesor de Pedro, son la viva imagen de la Iglesia como familia de familias en la que se valoran los diferentes carismas bajo la guía de sus pastores, capaz de irradiar la fe con la fuerza del amor vivido. La fiesta de la Santísima Trinidad ofrece al Papa la ocasión de explicar el misterio del amor humano como imagen del Dios uno y trino. Preciosa su lectura del Génesis para explicar la diferencia sexual como esencialmente constitutiva del matrimonio. El amor esponsal es esencialmente fecundo, genera una corriente de bien para los esposos, para los hijos, para la sociedad entera. Pero el amor fiel y total, que es el horizonte de esta relación, se topa cada día con la fragilidad humana y requiere la gracia del sacramento para ser sostenido: «Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo».
Pero Benedicto XVI no se contenta con afirmar principios, señala un camino para vivir esta aventura: «Ante vosotros está el testimonio de tantas familias que señalan los caminos para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los demás, sabed perdonar y pedir perdón, superad con inteligencia y humildad los posibles conflictos, acordar las orientaciones educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad civil». Lo más alejado de una imagen de familia autosuficiente y autocomplaciente, que piensa tener en sí misma la energía para realizar el camino. Por el contrario, sólo una familia alimentada y regenerada dentro del cuerpo eclesial puede convertirse en evangelio vivo, en protagonista de una nueva misión.


“Sobre?la?familia”

El yo crece donde aprende a creer en el amor auténtico

De la homilía de la misa del 3 de junio en el parque de Bresso

La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único en Tres Personas. Al principio, en efecto, «creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos”» (Gn 1, 27-28). Dios creó el ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con características propias y complementarias, para que los dos fueran un don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona humana la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios. Queridos esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro, experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad, porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación. Queridos esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en la debilidad. Pero también vosotros, hijos, procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor.
El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo, con un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal, haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don, renovando cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia vivirá del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo. (…)
Privilegiad siempre la lógica del ser respecto a la del tener: la primera construye, la segunda termina por destruir. Es necesario aprender, antes de nada en familia, a creer en el amor auténtico, el que viene de Dios y nos une a él y precisamente por eso «nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos” (1 Co 15,28)».