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Huellas N.5, Mayo 2012

SUDAMÉRICA / Venezuela

Una comunión que genera esperanza

Alessandra Stoppa

Nuestro viaje continúa en un país que se acerca a un voto decisivo tras catorce años de revolución bolivariana. Desde un monasterio a los pies de la cordillera andina hasta la última comunidad nacida entre las montañas, hechos y rostros de una comunión que cambia la vida de los hombres incluso donde «nadie confía en nadie»

Desde su casa, Bernardo observa el Pico Bolivar con su glaciar perenne a cinco mil metros de altura. Y lo fotógrafa cada mañana «porque siempre es diferente» y también porque esa instantánea es su oración: «Señor, ¿qué me vas a regalar también hoy?». Vive en Mérida, en los Andes venezolanos, cerca del confín con Colombia, a catorce horas en autobús de Caracas. La suya es una ciudad universitaria, con uno de los principales ateneos de Venezuela, donde Bernardo ha tenido una carrera brillante: con treinta y dos años ya era Decano de la facultad de Arquitectura; hoy tiene sesenta y uno y no se separa de un papel que siempre lleva en el bolsillo. Es la lista de sus compañeros de la Escuela de comunidad. «Para mí es como un sacramento». Después de tantos años de movimiento, pasó por un periodo donde aguantaba pero no vivía la fe en primera persona, un poco «como cuando te duermes mientras conduces». Luego, retomó en serio a hacer la Escuela de comunidad y ha vuelto a nacer de nuevo. «Para Dios, veinte años, son como un día ».
Veinte son también los años de historia de CL en Venezuela. La primera comunidad nació en 1992, cuando un sacerdote italiano, el padre Leonardo Grasso, llegó a Mérida después de un tiempo de misión en Argentina. La primera semilla de esta historia había germinado unos años antes, cuando algunas estudiantes de la Universidad de Los Andes conocieron el movimiento durante unas vacaciones en Italia. El mismo Bernardo, que había cortado cualquier tipo de relación con la Iglesia desde su niñez, fue llamado para proyectar un monasterio a 7 horas en coche de la ciudad de Mérida, en Humocaro, a los pies de la Cordillera de los Andes: desde el monasterio trapense de Vitorchiano, llegarían allí cinco monjas, cuatro de ellas de CL. Bernardo se convirtió por la belleza de sus cantos. Luego, el encuentro con el padre Filippo Santoro, por entonces responsable de CL en America Latina, hasta llegar al padre Grasso, que hoy es párroco en la Urbanización Santa Mónica en Caracas.
La capital refleja catorce años de régimen socialista. Desequilibrada y violenta. En las colinas que la rodean se ven los ranchos, los barrios de chabolas repletas de gente que vive en la miseria recibiendo una ayuda del Estado a cambio de su voto. Es una ciudad de 8 millones de habitantes (Venezuela cuenta con un total de 30 millones): el 60 % vive en chabolas. Cada 30 minutos se comete un asesinato: todas las tiendas tienen doble rejas, las mansiones tienen vallas altísimas que las esconden y después de las nueve de la noche no sale nadie. Sin embargo, la verdadera herida del país a primera vista no se ve. «Estamos divididos y antes no era así», te dice todo el mundo. Con su “revolución bolivariana’’, Hugo Chávez, ex militar y presidente desde 1998, ha enfrentado a un pueblo entero: o conmigo o en contra de mí. Ha debilitado con la sospecha las relaciones. Y se entiende cada vez más porque el padre Leonardo no deja de sorprenderse «de la comunión que hay entre nosotros. Ponemos todo en común, aquí en un país donde nadie confía en nadie». La comunidad de CL cuenta en Caracas con unas 50 personas. En toda Venezuela son 150. Pero los números no guardan proporción con el peso que esta presencia supone para la situación del país. Y no sólo por las obras de caridad que han nacido, como ÍCARO la ONG guiada por el padre Leonardo Grasso, que acompaña a 32 casas de acogida, asistencia a los detenidos y varios programas sociales… sino por algo más, algo que está antes que todo esto: por cómo cambia la conciencia de las personas y las define más que las relaciones de sangre.

Andrés, “el maestro’’. Petra, Yenni y Rosalba son tres hermanas. Han conocido el movimiento hace poco más de un año. «Nuestras comidas familiares ya no son las mismas que antes. Antes, si teníamos un problema ni siquiera lo comentábamos juntas. No había libertad». La última comunidad de CL que ha nacido en Venezuela es la de El Tocuyo, un pueblecito rural a los pies de los Andes septentrionales, en el Estado de Lara. Sopla un viento caliente y la reunión en casa de Petra se hace en la terraza, entre telas tendidas para hacer sombra. Hay ocho personas sentadas en círculo que esperan a Alejandro, que para llegar tarda cada vez cinco horas en coche, sólo para verles. Es el responsable de CL en Venezuela y escucha conmovido a Yelitza: su marido, Enzo, callado a su lado, acaba de perder el trabajo. «Si no tuviera vuestra amistad me hundiría – dice Yelitza –. En cambio, gracias a vuestra amistad no tengo miedo y sé que puedo aceptar todo lo que nos espera». Igual Jenny: también su marido, Jorge, se ha quedado sin trabajo. No tenían ni un bolívar para comer, sin embargo «cuando me llamó el padre Leo para decirme que no estábamos solos, pensé: “Señor, este eres Tú”». Petra cuenta cómo está conociendo al Papa a través del Movimiento: «Antes, nunca leía sus discursos porque sólo conocía un cristianismo moralista… Mi marido dice que he cambiado. Y esto yo lo veo, y lo agradezco todo a la Escuela de comunidad y al movimiento».
Para ellos la novedad es la conversión. «Es una novedad para todos, aquí en Venezuela», comenta Alejandro. Él vive y trabaja en Caracas. Dejó una carrera como directivo de empresas para crear “Trabajo y Persona”: nacida en 2010 como una iniciativa a partir de ÍCARO, se ocupa de formación al trabajo, ayudando otras obras que llevan realidades católicas como los Jesuitas, los Salesianos y el Opus Dei. Los proyectos son muchos: entre ellos las clases de agricultura orgánica a los niños del colegio bolivariano de El Parchal, un caserío, una aldea en las montañas, cerca de Humocaro. Casas de campesinos en el medio de un amplio llano de rocas y valles. Aquí, Alejandro conoció a Andrés, maestro de profesión. «Me llamó la atención porque aquí los niños llamaban a todos “profe” y en cambio a él le llamaban “maestro”». Y así nació la relación con Andrés y con quien vive el movimiento allí, como Luis, su hermano, o Pepe, que trabaja el campo. Conduciendo un coche embarrado, gorra sobre los ojos, se queda callado por un buen rato antes de decir qué es para él el movimiento: «Todavía no lo entiendo bien y me gustaría entenderlo. Yo nunca había compartido mis problemas con los demás». Mira el amigo a su lado y añade: «La familia de Julián Carrón es también la nuestra», dice decidido Luis.
También en estas tierras tan lejanas de la capital, el corazón rojo del régimen asoma por todas partes: desde los anuncios gigantes al lado de la carretera que dicen “¡Patria, Socialismo o muerte!” a la marca impresa en los productos lácteos: “hecho en socialismo”. También aquí hubo largas colas para votar en las primarias de febrero. Tres millones de venezolanos eligieron el candidato de la oposición que se presenta como alternativa a Chávez en las elecciones presidenciales del próximo 7 de octubre. Unas elecciones que pasarán a la historia. Muchos no fueron a votar por miedo, porque sus nombres se registran – nos dice la gente –. Pero muchos más, más de lo previsto, se han arriesgado mucho… Quien trabaja para el Estado puede perder su puesto de trabajo.

Generación reciproca. Subiendo durante media hora por carreteras de tierra, llegamos a Humocaro Alto. Aquí está el monasterio trapense de Nuestra Señora de Coromoto, blanco y silencioso, con sus líneas limpias que parecen dibujadas en el verde y el cielo. «El Señor nos ha puesto al final del mundo para llenarnos de deseo», nos recibe la hermana Chiara Piccinini. Cuán intenso es ese deseo lo oyes en las voces que cantan la Hora Intermedia. Y piensas en la Presencia que con ellas se ha establecido aquí y, desde su silencio, ha generado el movimiento en Venezuela. «¡Es el movimiento que nos ha generado a nosotras!», te corrige con ardor la hermana Cristiana Piccardo, mientras se sienta detrás de la barandilla de madera sin dejar de mirarte. Una niña de 87 años, que anhela conocer a quien tiene delante. Durante más de veinte años ha sido abadesa de Vitorchiano, y es la madre espiritual de muchísimas monjas allí en Italia y en el mundo entero.
«En realidad don Giussani y yo nos encontramos muy pocas veces en la vida...», dice. Luego añade, sopesando las palabras: «Pero llegamos a ser un solo corazón y una sola alma». Cuando llegaron a Vitorchiano las primeras vocaciones desde el movimiento, «descubrí en “sus” jóvenes una capacidad de obediencia y fidelidad a la Trapa extraordinarias. Cuando conocí a don Giussani pude comprobar que él educaba para que estas chicas, allá donde fueran, no fuesen para llevar el movimiento, sino para vivirlo y hacer experiencia de la fe: una Presencia que te entrega la verdad de ti mismo y te concede una afecto profundo por el lugar que te acoge y la realidad con la que te encuentras».
Se entusiasma también ahora al caer de nuevo en la cuenta de que «¡decimos justo lo mismo! Coincidimos tanto en la concepción de la fe como en la visión educativa». También es la misma lucha: la de la experiencia. «A diario luchamos en contra de la abstracción. La gente hoy en día no hace cuentas con hechos concretos, se queda en las ideas. Entonces, cuesta ir al fondo de la experiencia del encuentro con Cristo, hasta que este encuentro toque la carne viva. De lo contrario, ¡la vida no se sostiene! Tenemos que llegar a decir: ha pasado esto y esto; no perdernos en comentarios; y en esto el Señor me ha hablado». Hace falta ir al fondo de la realidad. «Es nuestro método, que es el método monástico desde los tiempos de san Bernardo. Por eso coincidimos con Julián Carrón: tenemos que insistir en la experiencia». Sobre todo porque hoy la gente tiende a hablar mucho de sus emociones y muy poco «¡de hechos!». Luego deja caer rápidamente algunas consideraciones sobre el pueblo venezolano, habla de la oración («el “contacto directo” con Cristo, sin el cual ni siquiera de verdad vemos la realidad») y comparte el pensamiento que le acompaña desde esta mañana: «Nunca terminas de descubrir el Evangelio. ¡Es tan fascinante el modo de proceder de Jesús! Y esto también se lo debemos a don Giussani. Nos lo enseñó con su Andrés y su Juan... El Evangelio tiene un sabor infinito».
Hoy viven aquí treinta monjas. Seis italianas, las demás sudamericanas. La hermana Chiara se conmueve viendo a las hermanas venezolanas tocar la cetra mejor que ella. «Van amando el canto gregoriano como lo amamos nosotras. Y saben organizar el trabajo mejor que nosotras. Pero sobre todo buscan la comunión por encima de todo».

Los proyectiles y la universidad. La amistad con las hermanas del monasterio ha dado lugar a una pequeña comunidad de CL también en Humocaro, unas quince personas en total. Joaquín es el farmacéutico de este pueblo de diez mil almas, tiene 61 años y en febrero subió a un avión por primera vez en su vida para ir a la Asamblea de los Responsables de América Latina. Dice que su vida ha cambiado «porque las hermanas son algo demasiado bonito». Y demasiado bonito es dedicar su tiempo libre a la Fundación de San Antonio, a unos pocos kilómetros de distancia: es una gran casa de acogida con un centro pediátrico y un centro educativo. «Todo empezó con unos pocos parroquianos que participaban en nuestra liturgia para llevar luego el Evangelio a las casas», nos había explicado la hermana Chiara, que, junto con otros amigos italianos y con AVSI, ha acompañado el camino de esta obra. Es una obra nacida gracias a algunos campesinos, hombres pobres que, yendo de puerta en puerta, encontraban ancianos abandonados, porque sus hijos se habían ido a la capital. Pero no les bastaba ir a visitarles de vez en cuando. Entonces, fueron al monasterio a entregar lo que llevaban en el corazón. Era el año 1993. Tres años después, la inauguración de la organización. Hoy Quirino es el tesorero de la Fundación: «Yo, un campesino. Cuando me lo pidieron mi vida cambió: no tenía nada, pero podía servir para esta obra».
Volvemos a Caracas con Alejandro. Habla de su mujer, Alexandra, de sus cuatro hijas, de la comunidad, y le oyes decir que la vida es otra cosa «cuando el problema no es una organización o una estructura, sino la satisfacción de nuestro propio corazón». ¡Y esto implica un camino! Ha pasado por sufrimientos, correcciones, a veces llamadas poderosas como la rara y grave enfermedad que le afectó en 2000. Salió de ella, pero le queda un leve temblor en las manos. «Como me ha dicho Carrón, este temblor me recuerda que estoy continuamente en relación con el Misterio».
La UCAB, Universidad Católica Andrés Bello, está prácticamente plantada en un jardín caribeño de la capital. Sus paredes son como una colmena, todas vidrieras. «Es para ver eso». El padre Leonardo Marius, que enseña aquí y sigue el grupo de universitarios de CL, indica el cerro al otro lado de la carretera: Antimano, una inmensa favela. Los proyectiles desde allí llegan hasta el aparcamiento de la Universidad. «Los Jesuitas, construyendo la Universidad, querían que desde las aulas se vieran los alrededores, para educar a los chicos a atender a los signos de la realidad».

Hambre de relaciones. Es aquí que, una semana al año, la comunidad organiza el Happening, una propuesta muy fuerte que interpela a todos, profesores y estudiantes: son diecisiete mil, en un país donde solo el 10% de los jóvenes consigue acceder a la Universidad. Las precauciones populistas no conciernen sólo subsidios y petróleo (llenar el depósito de gasolina cuesta menos que una lata de coca cola, 5 bolívares contra 8), sino también la educación. . En la primera planta de la Facultad de Ingeniería, está el Centro de investigación y desarrollo dirigido por Henry Gasparin, que también se ocupa de responsabilidad social. Nos cuenta que, en estos últimos años, la tragedia del trabajo ha explotado. La producción local acabó casi toda en las manos del Estado. «Y cada día cierra alguna empresa». Por esto, a Henry le llamó mucho la atención la experiencia de la Compañía de las Obras, una red de una veintena de realidades entre empresas y obras sin ánimo de lucro. Hoy él también forma parte de la CdO: «Estamos acostumbrados a relaciones laborales marcadas por el recelo más absoluto, también en las obras sociales; por ello lo que más nos sirve es una amistad, una confianza que permita una nueva forma de trabajar. La CdO es una corriente de ayudas y de empeño con una potencia increíble. Aquí tenemos hambre de relaciones humanas».
Lo vemos entre los chicos de Manos Unidas, uno de los programas de ICARO. En la pequeña sede de San Antonio de Los Altos, un valle trasversal de Caracas, Mirta lleva el encuentro semanal. «En Venezuela los estudiantes tienen la obligación de hacer 120 horas de trabajo social – nos explica –. Algunos se quejaban porque en aquellas horas no hacían nada, perdían su tiempo. Así que nació esta obra» que, hoy, educa en la caridad a cuatrocientos chicos. Llegan por obligación pero luego no quieren irse. Van a los colegios para “guiar” a los chicos en los descansos, que a menudo acaban en peleas; organizan la jornada de recogida para el Banco de Alimentos; van a las casas hogares para los niños o los ancianos. Luego se cuentan el misterio de aquellas horas que «regalamos a los demás, pero que en realidad son un bien para nosotros». Alejandro tiene 17 años y dice que esta experiencia le ayuda «a ver a la realidad»: pensaba que la caridad coincidía con prestar ayuda a los necesitados, en realidad «soy yo quien necesita dar algo de mi tiempo a los demás, porque esto me realiza». Un chiquillo, entre los más problemáticos de su colegio y que ahora empieza a descubrir lo que resuena en el silencio de la Trapa, dice: «Estoy lleno de una gratitud que se dona a los demás».