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Huellas N.4, Abril 2012

PRIMER PLANO / A través de la crisis

Las fuerzas que cambian la persona y la historia

Bernhard Scholz

En la mañana del sábado 24 de marzo, tenía lugar uno de los actos centrales del EncuentroMadrid 2012. Con el fin de explicar la actualidad del lema: “Las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre”, José Luis Restán entrevistó a BERNHARD SCHOLZ, Presidente de la Compañía de las Obras

En una situación de crisis como la que estamos viviendo, en la que la realidad nos ahoga, el deseo de cambiar la historia se hace realmente urgente. Sin embargo, esta exigencia ineludible de cambio debe hacer frente a muchas tentaciones. Hay quien confía nuevamente en las ideologías, que parecían completamente desaparecidas, repitiendo los eslóganes que se escuchaban en el 68, como pasó en la Puerta de Sol de Madrid hace unos meses. Hay quien piensa de nuevo en ocupar la calle. Hay quien cree que este cambio puede venir de un Gobierno que por fin haga las cosas correctamente y realice una política fuerte y decidida. Hay quien considera que se trata de pasar a posiciones intransigentes y recuperar, quizás, una hegemonía cultural que algunos siguen añorando.

¿Cuáles son, en tu opinión, estas fuerzas que realmente pueden cambiar la historia? ¿Acaso decir que «las fuerzas que cambian la historia, son las mismas que cambian el corazón del hombre» no es salirse por la tangente?
Parece extraño hablar del corazón del hombre en una situación como la actual. He visto vuestra exposición sobre la Transición, y lo que más me ha sorprendido es que supuso un cambio radical, un cambio de época, que, sin embargo, no nació a partir de un proyecto. Nació a partir de personas que en un momento dado tuvieron el coraje de seguir su deseo, porque todos los proyectos de alcance histórico nacen de personas que son fieles a su deseo constitutivo. Cuando hablamos de corazón, del corazón de la persona, hablamos del deseo que nos constituye, no de los deseos que tenemos, sino “del deseo que somos”. El hombre desea la Justicia, la Belleza, la Verdad, y está dispuesto a considerar todas las posibilidades para alcanzarlas. El verdadero problema es que muchas veces los hombres reducimos este deseo. Don Giussani contestó con esta frase que habéis elegido como lema de este EncuentroMadrid a un chico que le preguntaba por cómo luchar por la justicia. ¿Qué idea tenía este chico? Tenía una idea de justicia que debía realizarse a través de un proyecto histórico preciso, la dialéctica materialista marxista. Es decir, la idea de que existe un automatismo histórico que responde a este deseo del hombre prescindiendo del hombre mismo.
El capitalismo, por su parte, es la idea de que hay una mano invisible, que, partiendo del hecho de que cada uno sólo piensa en su propio interés, lleva automáticamente al bien de todos. Por lo tanto, la persona, el individuo, no tienen nada que ver. Se trata de ideologías apoyadas en automatismos históricos. Hoy sabemos que esto no funciona.
También podemos vivir el deseo que nos constituye reduciéndolo: uno considera que tener una carrera, alcanzar un cierto poder político o disfrutar del afecto de una mujer le va a llenar la vida. Todos convivimos con estas modalidades de vivir nuestro deseo, y esto crea historia de un modo u otro, pues la forma en que vivimos el deseo que nos mueve como personas es lo que incide en la historia. Aquello en lo que creo como respuesta a mi deseo constitutivo –la revolución marxista, una pequeña vida burguesa, el beneficio, etc.– me hace influir de una forma o de otra en la realidad histórica. Por eso, todas las decisiones que tomamos dependen del criterio que usamos y este criterio nace del deseo que tenemos. Por lo tanto, el verdadero problema es qué deseamos.
En el colegio leí una obra de teatro del escritor existencialista francés, Jean Anouilh, Antígona, en la que la protagonista, la propia Antígona, afirma en un momento dado: «Moi, je veux tout, tout de suite, et que ce soit entier» («Yo lo quiero todo, ahora mismo y por completo»). En cierto sentido, esto es el hombre, el que busca de todas las maneras poder encontrar una respuesta al deseo que le constituye. La respuesta puede ser más o menos adecuada (tampoco significa que todo sea erróneo), pero este deseo es tan profundo y tan amplio que la realidad nunca podrá corresponder plenamente a él.
La Transición dependía en último término del perdón, de la reconciliación. ¿Y qué es lo que hace posible el perdón o la reconciliación? Que yo te miro y veo en ti a alguien que no está definido por lo que hace y por lo que ha hecho, sino que tú eres mucho más, infinitamente mucho más. La percepción de este valor infinito me permite volver a establecer una relación contigo, y esto puede ser de forma plenamente consciente o puede ser simplemente una intuición que de algún modo se impone; pero sin esta conciencia no es posible la reconciliación. Así, un pueblo vive este deseo de una forma o de otra. ¿Y qué es lo que puede hacer el poder político ante esta realidad? El poder político no puede darnos la respuesta a este deseo constitutivo, la política no nos puede salvar. La política puede crear, o ayudar a crear, condiciones más favorables para que las personas, los grupos intermedios, el pueblo en cuanto tal, puedan expresarse de una mejor manera. Esto es lo que puede hacer el poder político y ya es mucho si lo hace. El poder no es algo malo, es algo limitado. El poder, por su propia naturaleza, es un bien siempre que se pone al servicio, porque el objetivo del poder es servir, ponerse a disposición de la gente.
Entonces lo primero, vuelvo a repetirlo, es si hay un pueblo que viva a la altura de su deseo original, porque esta crisis que estamos viviendo nace de una traición a este deseo, porque se pensó – y se sigue pensando – que lo que nos satisface es el beneficio inmediato. Y cuanto más, mejor. Hemos reducido la economía a una mera obtención de beneficio y ello no corresponde mínimamente a la naturaleza de la economía, porque el beneficio es un instrumento y no un objetivo. Es un instrumento importante, pero no es un objetivo, porque el hombre no desea el beneficio; lo que desea es producir bienes, servicios útiles, intercambiar estos bienes y servicios y usar el dinero como material de intercambio, pero si esto se convierte en el objetivo y empiezo a hacer dinero con el dinero, yo reduzco mi deseo. ¿Qué puede deducirse de esta afirmación? Que la respuesta a esta crisis no puede ser una nueva ética. En todos los Bancos y grandes empresas abundan los manuales éticos. Lo que es necesario es la valentía de ser fieles al propio deseo. ¿Qué implica esto? Implica trabajo, esfuerzo y sacrificio, porque el hombre sólo se realiza poniéndose en juego, asumiendo responsabilidades, corriendo riesgos, no quedándose sentado en un sillón para mover dinero de un lado a otro desde el ordenador. La prueba de todo esto es muy sencilla. Nosotros, ¿cuándo estamos satisfechos? Cuando, aunque sea con dificultad y sacrificio, hemos construido algo útil para nosotros, para nuestra familia, para nuestro territorio, para la gente con la que vivimos. ¿Estamos satisfechos cuando hemos construido algo útil o cuando nos hemos quedado atrás o nos hemos quejado, cuando hemos hecho grandes análisis, pero en realidad sin mover un dedo? Porque quien sigue su deseo de forma responsable y toma iniciativa, experimenta la satisfacción aunque le haya costado mucho moverse. Cada uno de nosotros es hoy diferente de cómo era hace dos años, cinco años, veinte años o cincuenta años, como en mi caso. ¿Y qué es lo que nos ha hecho cambiar? El tener que responder a los retos que se nos presentaban nos ha hecho madurar, crecer, y a través de ello hemos profundizado en el criterio con el cual hemos tomado las decisiones, hemos adquirido conocimiento del mundo y de nosotros mismos, hemos hecho experiencia.
Un último paso. El cristianismo no nos saca de la realidad, no nos hace salirnos por la tangente, sino que nos pone delante de la realidad y nos permite que la conozcamos hasta el fondo. Nos ayuda a entender qué es el hombre y qué es lo que desea verdaderamente. Nos hace entender cuál es la naturaleza de la economía, qué es la cultura, qué es una familia y nos da la posibilidad de vivir hasta el fondo. Y aquí llegamos a una paradoja porque nada de la realidad puede corresponder a nuestro deseo. Y entonces me doy cuenta de que esta realidad me la da Alguien para que yo pueda encontrarlo y conocerlo a través de esta realidad. Entonces, todo adquiere valor pero nada se convierte en un absoluto; lo cual es grandioso porque nada se pierde, en todas las cosas hay algo bueno que descubrir y, a partir de esto, puedo construir. Puedo construir porque sé que yo no dependo de lo que soy capaz de hacer, no dependo de mi éxito, no dependo de mi fracaso, dependo de Otro. Otro que me ha dado todo, y todo me resulta útil para caminar, sin que se convierta en un absoluto. Sólo hay una realidad, una Persona que puede responder a la hondura de mi deseo humano. Uno. Ahora. A través de la realidad que Él me da. Y ello tiene una gran consecuencia: ante esta crisis los cristianos no partimos de lo que falta (porque podemos pasarnos horas y horas hablando de lo que falta, podemos pasarnos la vida quejándonos). En vez de partir de lo que falta, podemos partir de lo que existe, de lo que hay. Partamos de las posibilidades que tenemos, hagamos nuevas empresas, intentemos internacionalizarnos para crear nuevos mercados, creemos obras no lucrativas en las condiciones que tenemos, y hacer obras sin fines lucrativos en este momento exige excelencia, porque ya no podemos seguir siendo mediocres. Todo deviene un reto para cada uno de nosotros y esta crisis cobra el cariz de una posibilidad de crecimiento humano también en la solidaridad con aquellos que están en paro o pasan hambre. La crisis no es, pues, una oportunidad en sí misma, porque genera también, como sabemos, mucho sufrimiento, ante el cual tenemos la gran responsabilidad de dar lo mejor de nosotros mismos. Los cristianos no creemos que exista un poder que pueda salvarnos, que exista un automatismo histórico que ponga en orden las cosas, sino que estamos convencidos de que cada uno, con su idiosincrasia, temperamento y talento, juntándose con los demás, puede cambiar la historia.

Escuchándote experimentaba dos reacciones: por un lado, la fascinación inmediata de la verdad; por otro, me imaginaba casi físicamente una especie de sonrisa escéptica en quien, oyéndote, se dice a sí mismo: “demasiado bonito para ser verdad”, como si en el fondo la iniciativa que nace de seguir el corazón poniéndose con otros es algo que estaría siempre como en el “nivel micro”, mientras que, en último término, sólo se puede cambiar la realidad desde el poder. Me gustaría que documentases, a través de tu experiencia en la Compañía de las Obras – CdO –, si esto es así o no. ¿Es posible un cambio de la realidad a partir del corazón de la persona?
Voy a hacer una pregunta muy simple: ¿cuál es la alternativa a lo que yo he dicho? Porque yo estoy convencido de que la política puede hacer mucho. Ahora bien, imaginemos que la política crea todas las leyes que nosotros queremos, y entonces, ¿qué? No ha cambiado nada porque son las personas las que tienen que ponerse en movimiento. Yo estoy convencido, muy convencido, de que existe una política buena, una política que puede ayudar, y es fundamental saber qué criterios han de aplicarse en la política.
Pero la política la llevan a cabo personas concretas que toman decisiones. Por tanto, es muy importante quiénes son estas personas, dado que son ellas las que deben decidir elaborar una ley y no otra, y entonces volvemos al principio: el corazón. El corazón de estas personas es el que incide en la historia, la modalidad con la que dan valor o no a una determinada iniciativa. El hecho de que cambie la economía, la modalidad de hacer empresa, la gestión de los bancos, etc. depende, de nuevo, de las personas que lo llevan a cabo. Y esto es un hecho cultural, porque la economía nunca es neutra, la economía depende de la cultura y de las personas que deciden, de los empresarios, de los directivos, que son los que toman las decisiones. ¿Y con qué criterios toman tales decisiones? Os pongo un ejemplo. Supongamos que la política genera algunas condiciones positivas. El hecho de que una empresa salga de un mercado cerrado y se traslade o abra a otro país – como en este momento es necesario para muchas de las empresas – representa una decisión que hay que asumir y que no es fácil de tomar. ¿Qué es lo que le permite tomar esta decisión, de dónde nace este coraje – porque no es automático el hecho de que tú innoves dentro de tu empresa –, de donde surge la valentía de invertir? Porque cuanto más aumenta la crisis, hay más miedo, las personas se cierran en sí mismas y son menos capaces de tomar decisiones complejas, porque la crisis, cualquier crisis -sea personal, familiar, social, empresarial o política- nos pone delante de dos opciones: o nos abrimos o nos cerramos. E, instintivamente, nos cerramos. Una crisis hace que nos cerremos automáticamente en nosotros mismos, nos paraliza y hace que tendamos a refugiarnos en el lamento o la queja, echando las culpas de cuanto sucede a otros y esperando que haya alguien que cambie nuestra situación. Lo anterior no significa que no sea necesario un estudio claro sobre la crisis, la política, el mundo financiero, la economía, pero ello se tiene que convertir en un juicio y no quedarse en un mero análisis. Ante la situación actual, el juicio implica responder a las siguientes preguntas: ¿qué es lo que puedo hacer?, ¿puedo hacer mucho? Pues hago mucho. ¿Puedo hacer poco? Hago poco. Pero siempre construyo: nos movemos sólo dos milímetros. Aunque quisiéramos hacer cinco kilómetros vamos a hacer dos milímetros. Pero si yo no hago estos dos milímetros, voy marcha atrás, me quedo atrás, porque la alternativa es ésta: nosotros no podemos decir “o todo o nada”. No podemos decir “todo sigue como antes”, porque nada volverá a ser como antes, porque no se trata de una crisis coyuntural, es una crisis estructural. Y aquí volvemos a hablar del corazón, porque esta crisis es como una contracción previa al parto, lo que significa que tiene que nacer algo nuevo, un nuevo modo de hacer empresa, de hacer economía, un nuevo modo de vivir en la sociedad. Nosotros hemos llegado al final de una época y estamos llamados a construir un mundo nuevo distinto, lo cual es siempre algo difícil, requiere un sacrificio, porque tenemos que descubrir todos los días las nuevas posibilidades. Os pongo otro ejemplo: tenemos una escuela que trabaja con chicos con situaciones familiares desastrosas, chicos de quienes nadie se quiere ocupar. Esta escuela los recibe, los acoge y educa, y estos chicos preparan hoy en día la comida que se sirve en los aviones durante el vuelo. Imaginaos cuántas pruebas tiene que superar una persona para llegar a poder hacer este trabajo y ellos las han superado mucho mejor que los demás. ¿Por qué? Porque ellos han entendido a través del trabajo – un trabajo que nunca querrían haber hecho – quiénes son, se han descubierto a sí mismos y están mucho más motivados que los demás, que lo dan por descontado. Y lo digo de nuevo: vuelvo a hablar del corazón. Nosotros nos sobrevaloramos enormemente por lo que hacemos y nos infravaloramos en aquello que somos, por lo que somos y, habiendo olvidado lo que somos, nos sorprendemos por no poder hacer nada. Pero lo que cuenta es el sujeto, porque hay empresas que, en grandes dificultades, siguen adelante de distintas maneras; y es porque hay un sujeto que se quiere poner en juego, que no está definido por la problemática que debe afrontar. Y en nuestro entorno hay también, obviamente, empresas que cierran. En la última asamblea de la CdO, invitamos a hablar a un empresario que, con gran dolor, ha cerrado su empresa, pero él no estaba definido por este dolor y ahora ha creado una obra social. Este ejemplo ponía de manifiesto la verdadera cuestión: quién soy yo, qué es lo que me define, yo de qué dependo, porque todo lo nuevo nacerá a partir del momento en que nosotros empecemos a entender de quién dependemos. ¿Dependemos de cómo vaya la economía, el mundo financiero, el mundo político, el mundo social, o dependemos de otra cosa? Hay un libro de un sociólogo americano, Rodney Stark, que explica muy bien cómo el cristianismo creó un avance cultural y económico en la historia europea sin parangón alguno. Pero el cristianismo no nació para construir esto. El cristianismo nació para decirte quién eres y de quién eres y para qué vives, y esto ha liberado al hombre. Y el hombre se ha convertido en un sujeto capaz de valorarlo todo, la materia, la ciencia, los materiales, las relaciones humanas, las matemáticas, la física, y se ha puesto a construir, se ha puesto en juego y ha empezado a construir. Por lo tanto, se hace cada vez más claro que la primera pregunta es ¿quién soy yo?, porque si no tienes una respuesta a esta pregunta permaneces esclavo o rebelde. Yo, personalmente, no quiero ser ni un esclavo ni un rebelde. Yo quiero ser una persona que construye un mundo mejor sin depender de este mundo.

Hay una palabra que ha estado continuamente en el trasfondo de lo que has dicho. Si un empresario, que ha cerrado su empresa, ha podido ahora levantarse y crear una obra social, o si unos chavales recogidos de la calle han podido trabajar en los servicios de mantenimiento de los aviones, es porque existe a su alrededor un pueblo, una compañía. Tal vez el problema es que en nuestra sociedad no hay una experiencia comunitaria verdadera. ¿En qué sentido hablas de pueblo? ¿Qué tarea desempeña, y cómo podemos contribuir a construirlo?
Dos consideraciones. La primera tiene su origen en la encíclica Caritas in Veritate, en la que el Papa afirma que existe una reciprocidad que constituye la naturaleza más íntima del hombre, porque entre nosotros existe una interdependencia. El hecho de que todos estemos vestidos, que tengamos algo que comer, que haya luz, que tengamos un coche o una casa, que los niños vayan al colegio, todo esto habla de que entre nosotros existe una interdependencia. Esta interdependencia la podemos sufrir o valorar. El individualismo la sufre y, de hecho, se ve obligado a crear multitud de reglas para garantizar la cohesión social. Uno se pregunta cómo es posible que el Estado moderno sea tan burocrático, por qué crea tantas reglas, tantas leyes, entra hasta los detalles más íntimos de la vida. Porque hoy falta una cierta cohesión natural, y son las reglas las que unen a las personas, pero luego cada uno va por su lado. Es necesario, por lo tanto, volver a descubrir el hecho de que entre nosotros existe un nexo original que debería valorar a cada uno en su unicidad. Ahora bien, esto es arduo y no es automático. Incluso la relación hombre-mujer, que debería ser la más obvia, es un hecho tan poco evidente que se ha convertido en un sacramento para que pueda sostenerse. Trabajar juntos dentro de una empresa parece fácil, pero es muy difícil; vivir juntos dentro de un pueblo parece fácil, pero es muy difícil, porque nuestra vocación original de vivir como un pueblo en el que cada uno ayuda al otro, en el que existe esta reciprocidad, tiene una herida, que es una consecuencia del pecado original. De no ser así, no podríamos explicar cómo este deseo que todos tenemos de vivir con los demás como amigos, como hermanos, no se realice. Es uno de los dramas más acuciantes de nuestra sociedad. Por lo tanto, nuestra contribución a la sociedad es la de generar, a través de la experiencia cristiana, lugares donde la cohesión natural se hace posible. Crear realidades de comunión. Sin esto, que hace posible la reciprocidad, vence el poder. No hablo del buen poder, sino del poder violento, el poder que une de forma artificial a las personas. La sociabilidad entre las personas sólo se puede construir a través del reconocimiento claro y consciente del valor infinito que tiene el otro. Pero esto no es inmediato, porque por lo general la convivencia se construye y mantiene a través de ritos y reglas, pero difícilmente nace de la conciencia de las personas. Creo, por ello, que en la experiencia cristiana podemos hoy en día volver a generar una sociabilidad distinta dentro de nuestra sociedad, como una experiencia nueva de relación que supera el individualismo y el colectivismo (que es el otro extremo, donde la violencia es la que junta y une a las personas).
La segunda observación es que una experiencia de pueblo no es una cuestión de temperamento. Es evidente que la relación entre dos alemanes será menos expresiva que la que se da entre dos italianos o dos españoles. Por tanto, no confundamos la sustancia con la expresividad. Se trata de una cuestión de conocimiento, de conciencia: la conciencia de que tú formas parte de mi vida y que nosotros juntos podemos ayudarnos a vivir mejor. Creo que este es un momento muy favorable para volver a descubrir el papel de la persona; porque la persona, por su propia naturaleza, es relación pero no está definida por ninguna relación de poder. Sólo está definida por la relación con el Misterio. De hecho, si esta relación última viene a menos, se hace imposible vivir juntos. Por un lado, cunde el individualismo y, por otro, el colectivismo; y nadie responde al deseo de una sociabilidad, de una convivencia que tiene como objetivo que cada uno de nosotros pueda ser y convertirse en sí mismo. Por eso, la convivencia se sufre, nos cuesta la convivencia, se convierte en algo violento y cada uno se retira; y se vuelven a buscar mecanismos para poder mantener unidas a las personas.

Una cuestión muy ligada a la idea de pueblo y compañía es la de la educación. Sin una propuesta educativa sería difícil entender un lema como el de este año. ¿Qué significa, en el contexto actual, una verdadera educación?
El fin primordial de la educación es que yo pueda descubrir quién soy. Por lo tanto, la educación no es un adiestramiento o una socialización, sino la posibilidad de que yo pueda descubrir quién soy; de que pueda conocer el deseo de infinito que me constituye, del que adquiero conciencia a través de la realidad, pero al que nada dentro de la realidad puede responder. La educación pasa a través de la realidad y hace que yo me descubra a mí mismo y que descubra qué es lo que puede responder a mi deseo. De ahí que todo pueda tener una función educativa: el trabajo, las relaciones, etc. Todo me lleva a tener conciencia de mí mismo y a descubrir el mundo y el origen de todo. La cuestión es que yo tengo que hacer lo posible para no apagar la pregunta que me constituye, porque el riesgo es el de reducirla y pensar que cualquier cosa puede responder a ella. La educación me permite conocer la grandeza infinita que me constituye, y descubrir que para ello todo sirve, todo es útil, incluso las dificultades que tengo que atravesar. Y que todo momento es precioso, porque podemos correr el riesgo de vivir siempre en función de un futuro y, entonces, no percatarnos del momento presente. La verdadera cuestión es el “famoso” cambio del corazón, ya que somos aquello de lo que dependemos, y esta es nuestra libertad. Es una cuestión realmente dramática, porque o en este preciso momento descubro mi libertad última – consistente en que dependo de Otro, que es Uno – o empiezo a depender de cualquier cosa. Pero si dependo de Uno, de Dios, todo adquiere valor. Por el contrario, si no dependo de Uno, todo se convierte en algo instrumental, pues inevitablemente empiezo a buscar la respuesta al deseo que me constituye en la política, el poder, la economía, en las relaciones afectivas… Y al no encontrarla, empiezo a manipular la realidad.
Por ello, podemos afirmar que la educación es el descubrimiento de quién soy yo, de este deseo de infinito que me constituye, deseo que pasa a través de la realidad tal y como ésta es, no como yo la imagino. El cristianismo es algo paradójico, porque construye continuamente, modula continuamente la realidad, pero nunca siendo esclavo de ella. La belleza con la cual las personas hacen casas, jardines, fábricas, ¿de dónde nace sino de la conciencia de que existe algo que lo trasciende todo? Lo que siempre me llama la atención es que, donde falta la conciencia de que la realidad es algo dado, donde se considera que la realidad lo es todo, en ese lugar el mundo se convierte en algo feo, falto de belleza, artificial.
El cristianismo es algo impresionante, porque todo lo que existe es signo y, por lo tanto, tiene un valor, no como un absoluto sino como signo del Absoluto. El Absoluto se comunica a través de todas las cosas y, por lo tanto, todo tiene un valor, incluido el sufrimiento. No hay ningún momento que se pierda, ni una lágrima se pierde, porque todo se convierte en posibilidad de relación con Uno. Esto es algo que resulta extraño, porque este Todo no relativiza nada, sino que da valor a cada cosa. Nosotros tenemos siempre la tentación de vivir la realidad o como nada o como un absoluto: nos movemos de un extremo a otro. En cambio, todas las cosas son expresión del Absoluto, toda la realidad se nos da, y en la relación con esta realidad descubrimos Quién nos la da. En esto consiste la educación: en introducirnos y abrirnos a la verdad de nosotros mismos. Todo nos es dado y todo nos reclama a Quien nos lo ha dado. De hecho, donde hay cristianismo hay belleza, porque se da valor a todo, también al sufrimiento.