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Huellas N.3, Marzo 2012

BREVES

La Historia

La justicia de Gilmario

No tenía ni ganas ni dinero para ir a la fiesta. Sólo tenía la sensación de que no era un lugar apropiado para él. Pero los demás insistían y, al final, Gilmario dijo que sí, que él también iba. Había sido suya la idea de invitar a unos viejos amigos a pasar un par de días en Guarujá, cerca de São Paulo, en la casa de la playa de los Trabalhadores Sem Terra, con los que lleva colaborando unos años. Gilmario tiene veintiséis años. No son muchos, pero suficientes para ver cómo la vida, ya a esa edad, se puede echar a perder, sin rumbo y sin sentido. Al conocer la Asociación, fue recobrando su vida, le ayudaron a salir del apuro y pudo volver a ponerse de pie. Ahora, Cleuza, Marcos y los demás amigos de la Asociación son como una familia para él. Y aún más.

Llegan a la fiesta. Es un sitio precioso, con gente elegante y adinerada. Habían oído hablar de esta fiesta, daban las invitaciones por la calle. Gilmario y sus amigos no conocen a nadie, pero es un local de moda para pasar una noche divirtiéndose. Cuando deciden irse, nada más salir se les acerca un coche. «¿Eres el aparcacoches?». «No…». Al principio, Gilmario no entiende a qué viene la pregunta. Pero dentro del coche hay dos chicos blancos, y él no lo es. Los dos bajan y empiezan a pegarle, le dan una paliza. «No podía pensar en nada, sólo me preguntaba dónde estaban mis amigos…». Esa noche, denunciando en la comisaría, sale el nombre de uno de los agresores, y su dirección. Desde entonces, Gilmario piensa sólo en vengarse. «Un sentimiento de odio. Odio. Crecí en el barrio de Novos Alagados, en Salvador de Bahía. Un lugar muy violento. Si te hacen algo, pagas con la misma moneda. Y eso es todo. No hay más que hacer».
Vuelve a São Paulo y se encierra durante días. No quiere que le vean los amigos de la Asociación, se avergüenza de su cara hinchada. Sigue pensando en la paliza. Es un golpe demasiado fuerte y sin ningún motivo, justo en ese momento de su vida. «Justo ahora que estaba tranquilo, que iba por buen camino. ¿Por qué?».

Suena el teléfono. Es Cleuza. Le pregunta qué ha pasado, pero él contesta con monosílabos. Trata de quitarle importancia al asunto. Pero poco a poco empieza a abrirse, aunque no del todo, no le dice cómo se siente realmente, este deseo de venganza que tiene dentro, con el que lucha por dentro. No se lo ha confesado a nadie y tampoco ahora lo hace. Pero ella no cede, sigue hablándole un buen rato. En un momento dado, le dice: «Gilmario, sé cómo sufre tu corazón, que estás herido. Lo sé porque eres muy orgulloso». Él empieza a llorar. Y en esas lágrimas sale a luz todo su deseo de justicia.
Termina la llamada y se queda callado. «Pero, ¿quién es esa mujer que me conoce más que yo mismo? Hay alguien en mi vida que me hace mirar la verdad de mi corazón».
Unos días después, en la Escuela de comunidad, preguntan: «¿Cuándo habéis dicho sí a Cristo?». «En ese momento me di cuenta que lo estaba diciendo: estaba perdonando. La justicia es decir sí a Cristo. Porque si me fijo en esta amistad y perdono, mi vida es más verdadera».