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Huellas N.10, Noviembre 2011

AMÉRICA LATINA / Brasil

Cuestión de antes y de después

Davide Perillo

Segunda etapa de nuestro viaje por el continente. Desde las madres costureras de Petrópolis a los chicos de Novos Alagados (pasando por Río, Sao Paulo y Aracaju), esta vez le toca el turno al país más extenso. Un país donde la amistad de algunos está cambiando la vida de muchos. Y también el rostro del movimiento, introduciendo «un nuevo modo de ser felices»

Sucede allí, cuando ves el dedo negro y gordo de Silvia recorrer las frases escritas en una hoja, mientras la voz sigue con dificultad las palabras. «É preciso prestar atenção, porque muito facilmente não partimos da nossa experiencia verdadeira...». Miras, escuchas, y de improviso te conmueves. Son los Ejercicios de la Fraternidad. Los has escuchado en Rimini hace meses. Los has leído y releído. Pero no esperabas encontrártelos aquí, sentado a una mesa en una sala desnuda, acompañado de doce madres y del griterío alegre de los niños detrás de la ventana. La guardería está ahí al lado, junto al campanario de San Charbel. Fuera, dominan los tejados de Petrópolis y el verde de la ciudad, y no te parece estar en Brasil. Sin embargo, la playa de Copacabana está tan sólo a noventa minutos de coche. Los hiciste ayer por la noche, dejando atrás rostros que ya son amigos –Bracco, Marcos, Cleuza, Julián de la Morena, Otoney, y los demás responsables de CL, reunidos en Río de Janeiro para una asamblea con la comunidad de allí–, para venir a ver lo que está creando a su alrededor este círculo de amistad. Para ver cómo se ensancha y cómo está cambiando el rostro del movimiento en toda América Latina. Pero no esperabas verte ya conmovido desde la primera etapa.
Y sin embargo es así, gracias a esas madres que llevan a sus hijos a la guardería a las siete de la mañana, y que luego se reúnen para hacer Escuela de comunidad. Conoces a Silvia, con su alegría, a Tatiane, a Claudia, a Raquel, con sus rostros alegres aunque lleven a sus espaldas vidas agrias (problemas con la bebida, peleas en sus familias, pobreza). Conoces a Carminha, la directora de la escuela, que las ha invitado, y a Inés, que cada miércoles viene exclusivamente para encontrarse con ellas. Y empiezas a comprender esa frase que dijo Julián de la Morena el día anterior en el “Centro”, una comida mensual que reúne a los responsables de Brasil y que impresiona enseguida por el clima en el que discurre (nada de discursos organizativos; más que una reunión de “jefes”, es una fraternidad): «Cristo nos está conduciendo a un territorio nuevo y desconocido».

«Por fuera reía, por dentro lloraba». Una frase que volverás a escuchar a menudo durante estos días. O de la que te acordarás, por ejemplo, escuchando la historia de Carminha. Una fe aprendida de pequeña, el matrimonio, la enfermedad del marido. Un compromiso con la parroquia que crecía, «porque veía crecer la necesidad». Hasta llegar a hacerse cargo de la guardería, hace veinticinco años, y encontrar una orilla más sólida algún tiempo después, cuando llega como obispo a la diócesis Filippo Santoro, antaño responsable de CL en Brasil. En ese momento, entra en su vida la Escuela de comunidad y la cambia. Y ella se la propone a las madres, hasta llegar a cambiar también sus vidas. La vida de Tatiane, por ejemplo. «Yo bebía mucho, pero ahora lo he dejado. Y cuando me levanto por la mañana me doy cuenta de que todo es nuevo: no soy yo la que escribe mi libro, sino Dios». La historia de Aldecir, que es evangélica, pero que está aquí «porque a los cincuenta años todavía es posible aprender». O la de Claudia, que antes de conocer a las otras madres estaba deprimida («por fuera reía, pero por dentro lloraba: quería amar y no lo conseguía») y que ahora dice sonriendo que está «triste, pero con una tristeza distinta». La historia de Raquel, que rompe a llorar mientras cuenta que ha crecido en una familia en la que el padre pegaba a la madre y a los hijos, «y yo le pedía a Dios que me llevase, porque ya no quería vivir».
Son las mismas madres que, al terminar la Escuela, se ponen a trabajar en el piso de arriba, en una cooperativa de costura. Es otro fruto de esta amistad que ha vivido de cerca en enero el drama de las inundaciones en Petrópolis, con novecientas víctimas y un valle entero arrasado por un pequeño río que visto ahora, mientras Inés te acompaña a la escuela en donde trabaja, parece poco más que el Naviglio milanés.

Carnaval dedicado a la limpieza. El párroco de Petrópolis es el padre Rogerio, de 34 años. En un solo día se encontró debatiéndose entre el drama y la certeza. «Veía el fango, los muertos, toda aquella gente que me pedía ayuda. Y en medio de aquella desesperación me descubrí con una certeza mayor de que Cristo es todo. He visto que la fe no era un discurso, porque me permitía estar allí sin miedo». La ayuda llegó enseguida. Llegaron amigos del movimiento desde Río, Sao Paulo y Niterói para echar una mano. Pero lo que más le impresionó es que dos meses después, mientras el país ya casi se había olvidado de la tragedia, un grupo de setenta universitarios, en vez de ir a disfrutar del Carnaval, fueron a pasar una semana a Vale do Cuiabá para limpiar la iglesia y las casas. «Una cosa increíble. Yo soy del movimiento desde hace cuatro años, y siempre tenía el problema de cómo proponerlo a mis parroquianos. Después de aquellos días, un montón de chicos de aquí vino a hacerme preguntas. Hemos empezado una Escuela de comunidad». Tenemos tiempo de saludar a monseñor Santoro, que esta tarde celebra el aniversario de su entrada en la diócesis, y luego nos dirigimos en coche hacia Río con Inés, que explica por qué también para ella, Memor Domini, la Escuela se ha convertido en algo decisivo en los últimos tiempos: «He comprendido que la vida está hecha para amar y servir. El problema ya no es lo que yo hago, sino cómo Cristo responde a lo que sucede».
Al día siguiente, volamos hacia el noreste. A Aracaju, ciudad pequeña para la media de aquí: medio millón de habitantes. Allí hay una comunidad que nació el día en que Camilo, que había reunido un grupo de amigos con el que se encontraba para razonar sobre la actualidad de la fe («se llamaba “Ecclesia Mater”: mucha tradición, misas en latín, muchas ideas pero poca vida»), encuentra en una librería el ¿Se puede vivir así?, de don Giussani. Se queda deslumbrado por el método: «Una amistad, no una doctrina. Pero una amistad que lleva todo dentro». Entonces conoce a Otoney, responsable de Salvador de Bahía (que está a 350 km), y a otras personas. Habla de todo ello con Lucas, amigo suyo, que queda también muy impresionado: «En ellos no había dualismo. Encontraban a Cristo en todo, y no de manera instrumental. Ahí estaba todo lo que buscaba». Poco después, de ese grupo de amigos surge el movimiento. Un espectáculo de vida «sencilla y clara», como nos cuenta Alda, una de las personas a las que han conocido Lucas y Camilo (ambos trabajan en la universidad): «Lucas me dijo tan sólo: “¿Quieres conocer algo verdadero o no?”. Fui, y todo se volvió límpido». O Gualter y Silvia, que llegaron de Sao Paolo un poco temerosos por dejar a sus amigos «y, en cambio, hemos encontrado un tesoro». O bien Laurinda, la madre de Lucas: «A través de vosotros he conocido un Cristo vivo. No hecho de documentos, sino un Dios que ama». De igual modo, es un espectáculo de frescura la Escuela de comunidad en la universidad, en la que una quincena de jóvenes está descubriendo también el gusto de ponerse en juego delante del profesor, que propone su experiencia a ateos y creyentes.

Revolución de ladrillo. El padre Genario, en cambio, les ha conocido de la manera más imprevista, a través del ordenador: «Estaba estudiando en Roma, y me llegó este mail de mi sobrina María Gabriela: “¿Qué sabes de esta gente? Les he conocido y estoy interesada”. Yo no sabía nada de CL, pero me dije: por lo menos está dentro de la Iglesia. Entonces le respondí: ¡adelante! Pero me quedé lleno de curiosidad». Hasta el punto de que, cuando vuelve a casa, busca a Camilo y a los suyos. Les conoce y se queda con ellos. «Veía a jóvenes normales pero, al mismo tiempo, un modo de pensar diferente. Y me decía: pero, ¿cómo es posible que gente así, en un ambiente tan hostil a Dios, siga a Cristo tan de cerca?». Resultado: él, que habría podido decir a aquellos chicos «yo ya lo sé todo, ya os lo explico yo que soy sacerdote desde hace algún tiempo…», se encuentra admitiendo que «vivir la realidad de forma tan intensa da un sentido mi vocación».
«Podrías pensar que depende de las circunstancias», dice Camilo mientras te acompaña el aeropuerto: «Hemos nacido hace poco, en una ciudad pequeña, muchos son jóvenes. Pero esto no es lo importante: Cristo nos llama uno a uno, a través de nuestra amistad».
Otro vuelo, otra etapa. Salvador de Bahía, una ciudad dividida en dos mundos que jamás se encuentran, como sucede en tantos lugares de Brasil. Al sur los ricos, que por la noche abarrotaron los restaurantes del paseo marítimo. Al norte la Ribeira, un millón de almas perdidas en una lengua de tierra que entra en el océano y que con el tiempo se ha superpoblado de chabolas. Una parte de aquella zona se llama Novos Alagados. Ya nos hemos referido a ella en distintas ocasiones, al hablar de los proyectos que AVSI desarrolla allí y que Lareyne resume delante de un mapa, en un local prefabricado ordenado y lleno de instrumentos de trabajo: los doce años de actividad, el Banco Mundial, los mil quinientos palafitos transformados en casas en un sector del barrio, las obras de urbanización, las escuelas. La vida de miles de personas que ha cambiado, y la preocupación «por lo que sucederá ahora que Brasil ya no es un país en vías de desarrollo, lo que implica que se acabará la financiación». Después abre la puerta de un recinto de chapa. Y se abre un mundo. La favela y los trabajos que se están llevando a cabo para acabar con ella. Las chabolas de cuatro por cuatro metros con seis personas dentro y los obreros que están construyendo la carretera junto al mar, para separarlo de las casas y evitar que lleguen otras personas y empiecen a construir palafitos.
Cuando todo esté terminado, será otra cosa. Tal vez algo parecido a lo que se respira unos pocos kilómetros más allá, cuando atraviesas una verja y entras en un universo completamente distinto. Orden. Limpieza. Es la guardería “Don Giussani”, también ella levantada gracias a la ayuda de AVSI. «No trabajamos por un objetivo cualquiera», dice Lareyne: «Buscamos la belleza. Porque da dignidad al lugar y a las personas. Una guardería que lleva el nombre de Giussani no puede ser una obra cualquiera». Y de hecho no lo es.

El padre de Jeferson. Es suficiente con darse una vuelta por las aulas y el comedor, o cruzarse con las miradas de las maestras y con la alegría de los niños para comprender el lema de la escuela:«Para mudar o coração do homem», para que el corazón cambie. Sólo merece la pena trabajar por un motivo así. Y ves que sucede en la gente sencilla de aquí, que vive en el barrio nuevo y viene a trabajar a la guardería. Como Zelda, la cocinera: «Con respecto al palafito, esto es un sueño. Me imaginaba haciéndome la cama en una casa de verdad, pero la realidad es mucho más bonita».
La directora se llama Doris. Te cuenta el peso que tiene un lugar así para todo el barrio: las reuniones con las familias, los cursos, la búsqueda de las maestras entre la gente del lugar. La vida. «Hace algunos días había un hombre sentado en el pasillo. Lloraba. Pregunté por ahí y me dijeron que era el padre de Jeferson, un niño de la guardería. Él decía que su padre estaba de viaje, nunca le había visto. Pero el padre acababa de salir de la cárcel. Tenías que haber visto a aquel hombre abrazar a su hijo. Era como si tuviese que recuperar el tiempo perdido en aquel abrazo. Después me dice: hoy me lo llevo conmigo. Le dije: bueno, es justo que paséis juntos algunos días. Pero él me dijo: “No, mañana lo traigo. He visto lo importante que es”. Yo no le creí, pero al día siguiente estaba aquí».

La capoeira y el paraíso. Hay una escuela parecida a esta, a un cuarto de hora de distancia. Esta vez, dedicada a “João Paulo II”. «Cuando la abrieron, la gente venía a traernos a los niños y no quería marcharse», cuenta Joseilma, la directora: «Nos decían: esto es el paraíso, fuera es el infierno». También ella quería entrar en el paraíso. «Hice todo lo posible para entrar a trabajar aquí. Cuando me contrataron, gracias a Dios, comprendí que la felicidad no era sólo este trabajo. Que podía ser mucho más». Te habla de sí misma, de sus matrimonios fracasados, de sus hijos educados a costa de mucho esfuerzo. «Sólo quería educarles y ser feliz. Después descubrí el movimiento». Y la fraternidad de San José. Mientras hablamos, la mitad de los niños está en el recreo. Los demás están en clase de capoeira, mitad lucha y mitad danza, «que aquí es más que una tradición: es el alma de Bahía», y hay que transmitirla a los hijos desde pequeños.
Pero la raíz de este lugar está medio barrio más allá. Es la parroquia de Cristo Resucitado, una iglesia nueva construida con los fondos de Angelo Abbondio, un empresario milanés, y su familia. Para atenderla, dos sacerdotes italianos: Ignazio Lastrico, del PIME, y Emilio Bellani, llegado de Italia el año pasado. Estos días sólo está él, porque Ignazio se halla fuera para participar en un encuentro. Pero basta media mañana de paseo por el barrio con don Emilio para comprender lo que te había dicho Ignazio antes de marcharse: «Yo llegué aquí con la idea de que la gente esperaba al misionero como al salvador de la patria. Sin embargo, tienes que buscarte las relaciones una a una». Y lo hace. Llama a las puertas, entra, saluda. Invita a los niños a la excursión de la parroquia. O se queda simplemente en el umbral, pues a veces las sectas protestantes o los traficantes de droga prefieren que pase de largo. ¿Y qué haces? «Paso de largo. Y, en cuanto puedo, vuelvo». De este modo, Ignazio se ha hecho muchos amigos aquí. Sobre todo familias y jóvenes.
Es un espectáculo ver a esos chavales subirse al autobús para ir a hacer la caritativa con los ancianos de un asilo, en el centro de la ciudad. Canciones y bingo, y dos mundos que no tendrían manera de encontrarse si Dios mismo no fuese caridad. Es increíble pensar que son ellos mismos los que hacen la Colecta del Banco de Alimentos para pobres más pobres que ellos. Dentro de poco, muchos de ellos estarán en el Centro juvenil, que vuelve a abrir sus puertas. «Una aventura nueva también para mí», explica la coordinadora Paola Cigarini, que trabaja aquí desde hace tiempo y que por primera vez se ocupa de la gestión de profesores y de la ayuda al estudio. En cambio, a muchos de los chicos los conoce bien. A muchos de ellos, un poco más mayores, les ha invitado uno a uno a la Escuela de comunidad. Allí es donde conoce a Pequeño y su historia: el tráfico de drogas, una familia destrozada, el encuentro. Una primera peregrinación a Aparecida, «en donde no sabía qué pedir. Entonces me descubrí pidiendo hacerme amigo por lo menos de uno de mis hermanastros. Al volver a casa, sucedió lo que había pedido». Al año siguiente, otra petición a la Virgen: «Haz que le lleguen a mi madre los papeles para la pensión». A los pocos días, la carta llega... «Entonces me di cuenta de que Cristo me ama». Una certeza que no se desvanece algunas semanas más tarde, cuando su madre sufre un ictus y muere: «Desaparecieron todos los parientes. Escaparon. Pero estos amigos no. Estaban ahí siempre. Comprendí que sin Cristo no puedo vivir». Vuelves a casa con su rostro metido dentro, y comprendes la respuesta que te ha dado Paola al preguntarle por qué está con ellos: «Porque me sirve a mí».
En realidad, la pregunta imperiosa que tienes desde que has llegado a Brasil es otra: ¿De dónde surge este renacimiento de vida tan intenso? ¿Cuál es el origen, la fuente de la que nace? Es la amistad que ha brotado entre los responsables. Los Zerbini, Bracco, Julián de la Morena. Viajan mucho por todo Brasil. Se encuentran con todos. Y el padre Aldo Trento, que está en Paraguay, pero que se ha convertido en un hermano para ellos. Pero, ¿qué ha pasado para que se dilate así, para que genere de este modo? De nuevo, la respuesta en torno a una mesa. Casa de las Memores Domini, reunión de la diaconía de El Salvador. Una veintena de personas. Y una ráfaga de intervenciones que hablan de un cambio.

Donde no existe lo “ya visto”. Por ejemplo, Silvana: veinte años de movimiento y de amistad con Otoney, y sin embargo últimamente se encuentra a disgusto. «La expresión “mirar a Cristo allí donde sucede” me parecía abstracta cuando la escuchaba. Ante cada cosa me decía: me la da Él, la acepto. Pero por dentro no me bastaba. Empecé a estar insatisfecha. Por ejemplo, en la relación con mi hija adoptiva. A veces es una lucha. Me decía a mí misma: si es Cristo el que me la da, debería cambiar todo. Sin embargo, había un abismo entre ese hecho y yo. Lo he descubierto a través del trabajo de la Escuela de comunidad y he empezado a preguntarme: “¿Quién es de verdad? ¿La quiero?” Un vértigo. No resuelve los problemas, pero la miro de otra forma». Como cuenta Patrizia, que habla de la Escuela de comunidad como de una línea divisoria: «Veo que me conviene para mi vida». O Luis, protestante, que ha conocido a Otoney «y ahora me parece que estoy aquí desde siempre: lo único importante de la vida es estar cerca de Cristo, y el movimiento me permite esto». Cuando beatificaron a Irma Dulce, una monja de aquí, también él acudió a la ceremonia.
«Es gente que está haciendo un trabajo», te cuenta Otoney al despedirse. Un trabajo sobre su persona. En realidad, esto es lo que has visto por todas partes. Lo piensas en el camino de vuelta a Sao Paolo, el corazón de esta agitación general. Es como había dicho Bracco algunos días antes: «Mi impacto con Cristo no es algo ajeno a mí: es el florecimiento de mi humanidad. Esa es la primera señal de que Cristo está presente». Y quién sabe cómo florece en los lugares que has rozado tan solo, como la escuela del Morro do Cabritos, la favela de Río, o en los que no has podido visitar: en Belo Horizonte, en Manaos, en Brasilia. O entre las realidades que está haciendo renacer la CdO, después de años de bloqueo...
Pero la pregunta que te haces cuando entras en el salón de las asambleas de los Sem Faculdade, porque hoy es sábado y es día de asambleas, es «quién sabe lo que sucederá ahora». Una asamblea tras otra, dos mil jóvenes cada vez, con Marcos y Cleuza sentados en el estrado, acogiéndoles incansablemente, discutiendo con ellos, proponiendo. Ya les has visto otras veces, también has escrito sobre ellos. Pero verles ahora es distinto. Es distinto escuchar a Cleuza palabras que ya te habían impresionado, pero que ahora son todavía más profundas: «Hay un antes y un después del encuentro con el movimiento. Antes daba la vida por la Asociación, pero mi vida no tenía valor. Hoy hago lo mismo, pero mi vida vale. Y lo he descubierto aquí. Cristo ha introducido un nuevo modo de ser felices. Lo que sucede ya no es causa de preocupación, sino una provocación. Estoy triste, pero con una tristeza tranquila». ¿Por qué, Cleuza? «Porque todo es positivo».
(la primera entrega, sobre Argentina, salió en Huellas 9/2011).