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Huellas N.9, Octubre 2011

PÁGINA UNO

Vivir intensamente la realidad

Apuntes de las intervenciones de Davide Prosperi y Julián Carrón en la Jornada de Apertura de curso de los adultos y los universitarios de CL. Mediolanum Forum, Assago (Milán), 1 de octubre de 2011

JULIÁN CARRÓN
Todo inicio encierra siempre una espera. Cuando más conscientes somos de la naturaleza de nuestra espera, tanto más conscientes somos de que, en última instancia, no podemos responder a ella por nosotros mismos. Por eso, la espera de un hombre adulto se vuelve petición, petición al Único que puede responder verdaderamente a la altura de nuestra espera. Viendo vibrar en nosotros esta espera, pidamos al comienzo de este gesto al Espíritu, el Único capaz de responder a ella.

Desciende Santo Espíritu

DAVIDE PROSPERI
Preguntémonos qué significado tiene encontrarnos aquí (nosotros, presentes en Milán, y todos los demás que están conectados desde toda Italia y el extranjero) para volver a empezar juntos este año. La respuesta es que hoy, más que nunca, lo necesitamos. Necesitamos recordarnos las razones por las que merece la pena volver a empezar, porque nos hallamos inmersos en una gran confusión social, política, pero sobre todo en una gran crisis económica y laboral, que pone seriamente en peligro la esperanza de un pueblo. Estamos aquí para decirnos por qué merece la pena empezar de nuevo.
Durante su reciente viaje a Alemania, el Papa ha planteado sin medias tintas en el Parlamento alemán la cuestión radical de qué significa hoy estar a la altura de la urgencia de bien de un pueblo: «Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento federal, Berlín, 22 de septiembre de 2011). Pero, ¿cómo se hace esto? ¿Cómo encontrar la entrada en la inmensidad, en el conjunto? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse a lo irracional?
El pasado 26 de enero, en la presentación de El sentido religioso, Julián Carrón lanzaba a todo el movimiento el gran desafío de este año: el sentido religioso como verificación de la fe. ¿Qué quiere decir que la fe vivida como juicio sobre la realidad es capaz de suscitar una humanidad plena, una razón que resiste ante los asaltos de nuestro tiempo, dominado, como ha dicho el Papa, por una concepción positivista?
Esta hipótesis se puso enseguida a prueba en las elecciones administrativas de la pasada primavera. Antes aún nos vimos provocados por el manifiesto que llevaba por título Las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre. Hubo quien lo interpretó inicialmente como si faltase algo, como si tuviésemos miedo de tomar partido hasta el fondo, como si nos contentáramos con las razones de una posición última. Pero ha sido un bien que haya sucedido esto, porque nos ha obligado a preguntarnos de forma no superficial si las razones aducidas eran verdaderamente decisivas para desafiar al mundo. Hemos tenido que entrar en materia (y lo hemos hecho sin ahorrarnos nada), hemos querido verificar si se sostenían las razones de lo que nosotros defendemos, que no es un partido, sino una experiencia, justamente «lo más querido para nosotros». Hemos tenido que comprobar si los criterios para mirar las cosas que nacen de nuestra experiencia eran suficientes para plantear delante de todos una posición original, sobre todo para poder vivir nosotros mismos con plenitud esa circunstancia. O bien si, por el contrario, hacía falta añadir algo, un criterio distinto, otra estrategia. Pero si hubiésemos añadido otro criterio (un criterio, digamos, «político» o, en cualquier caso, «más político»), llegados a un punto habríamos tenido que elegir entre uno y otro porque, antes o después, debe prevalecer un criterio determinado.
Entonces, la cuestión que se plantea es: ¿es suficiente la experiencia cristiana para determinar una posición y un juicio integral sobre la realidad, o no lo es? Pues bien, hemos elegido asumir este riesgo. Y el resultado lo hemos visto en el Meeting, en donde la irreductibilidad de nuestra posición sobre la política, al igual que sobre todo lo demás, ha sido evidente para todos. Después del Meeting, incluso los periódicos laicos, aún sin comprender hasta el fondo de dónde procede esta posición, han tenido que admitir, como lo ha hecho Michele Smargiassi en la Repubblica del 26 de agosto: «Tal vez sea necesario dejar de lado definitivamente la pregunta reiterativa de cada año “¿Con quién está CL?”. CL, desde siempre, está con CL» («“Noi, il popolo di Dio”», la Repubblica, 26 de agosto de 2011, p. 37). Esta irreductibilidad no es algo estratégico, sino que nace de un juicio sobre lo que somos, y esto es lo que nos hace ser libres, libres y por tanto llenos de autoridad. Paolo Franchi, editorialista del Corriere della Sera, escribía el 29 de agosto en ilsussidiario.net: «El Meeting tiene una larga y ya consolidada tradición de apertura, la certeza de sí mismos (...). En una época que parece marcada por una guerra de todos contra todos tan feroz como improductiva, hemos podido ver en el Meeting una búsqueda de las cosas que se pueden y se deben hacer juntos, sin que nadie ponga en peligro su propia alma, es más, tratando de que cada uno pueda aportar y hacer valer de su propia historia y cultura la parte mejor, menos caduca, más viva» («Io, relativista, vi spiego perché ho sbagliato a non andare a Rimini», ilsussidiario.net, 29 de agosto de 2011). Y esto no lo decimos nosotros.
El Meeting de este año ha marcado un nuevo paso. En la situación de incertidumbre total en la que todos, verdaderamente todos, no hacen más que lamentarse (no se escucha ni un solo juicio de esperanza nuevo), muchos esperaban encontrar en el Meeting la misma confusión, la misma incertidumbre del mundo, tal vez mirando con el rabillo del ojo a qué poder nos aferraríamos. Porque ésta es la única respuesta que se puede esperar al margen de una concepción como la que estamos describiendo. En cambio, los que se esperaban esto han quedado descolocados, porque han visto un juicio distinto, una experiencia de certeza que no está determinada por las circunstancias, ya sean positivas o negativas, sino que es fruto de una posición original con respecto a la realidad. Se ha podido ver en muchas ocasiones: una idea nueva de ecumenismo, en la que ha nacido una amistad misteriosa con gente de todos los credos, como fruto del reconocimiento de que la experiencia vivida (no olvidemos que en octubre de 2010 tuvo lugar por primera vez el Meeting del Cairo) es un factor educativo para todos. Un ejemplo es el rector de la universidad egipcia de Al-Azhar, que ha preguntado a Savorana si puede mandar a Italia a algunos estudiantes suyos para conocer la experiencia de la que nace el Meeting. Los filósofos Costantino Esposito y Fabrice Hadjadj han mostrado que la experiencia cristiana responde al drama del pensamiento moderno. Pensemos también en el encuentro sobre «Italia unida, historia de un pueblo en camino», con Giuliano Amato, Marta Cartabia y Maria Bocci. Consideremos la reacción de Sergio Marchionne, que ha estado en el Meeting dos veces este año y que ha declarado en televisión: «Me interesa la calidad de la gente que está aquí. Es gente verdadera, que actúa. Es la sencillez del hacer. En un país en el que se habla tanto, aquí hay gente que actúa. Es un lugar estupendo al que venir» (Entrevista en TgMeeting, 24 de agosto de 2011). Todos hemos visto a estos jóvenes en los aparcamientos bajo el sol, en las cocinas, en las exposiciones, en la exposición sobre los ciento cincuenta años de subsidiariedad: jóvenes que tienen expectativas para el futuro, que ven el mundo en el que viven, y que tienen sin embargo un gran deseo de construir, porque hay una experiencia viva que es más positiva que todo lo negativo que escuchan a su alrededor. Y nosotros tenemos que mirar ahí. En el fondo, es también el deseo que ha expresado el presidente Napolitano cuando, en la inauguración del Meeting, ha dicho: «Llevad a este tiempo de incertidumbre vuestro anhelo de certeza». Nuestra tarea no es que todos piensen como nosotros, sino que se vuelva contagioso ese anhelo de certeza.
Como respuesta a estos hechos, Carrón nos ha dicho recientemente: «¿Cuándo se vuelven presencia estas cosas hasta el punto de que nos despiertan curiosidad? Cuando dejan emerger la presencia de una realidad inexplicable: el Misterio. Nosotros llegamos a ser interesantes cuando emerge en la realidad algo que excede, que es lo que atrae verdaderamente». El Misterio como realidad presente, aunque no es mensurable, es más, precisamente porque desborda nuestra medida, cumple, nos cumple, lleva a cumplimiento la relación de la razón con la realidad.
Permitidme que os cuente un hecho que me ha sucedido este verano, y que aporta claridad sobre lo que estamos diciendo. Durante una excursión por la montaña, nos encontramos con un punto bastante peligroso, pues se había producido un desprendimiento y se había abierto un agujero de poco más de un metro que daba al vacío. En el camino había un adulto con dos chavales. El adulto pasó el punto peligroso y también el primer chaval, mientras que el segundo se quedó bloqueado. Al principio pensé que se trataba de un problema psicológico, de una inseguridad que el primero, tal vez más intrépido, no tenía. Pero luego descubrí que el primero era hijo del adulto que había pasado, mientras que el otro era un amigo. Entonces se me hizo evidente la cuestión. Para el segundo, la realidad era sólo ese agujero que daba al vacío, era sólo «el problema» que tenía que superar y no sabía si tendría fuerzas para hacerlo. Por eso se había quedado bloqueado. Mientras que, para el primero, la realidad era el agujero y el padre, el padre que estaba allí con él y que había pasado, que ya había pasado, las dos cosas a la vez. Existe un afecto, una Presencia que domina la realidad: si la razón no reconoce esta Presencia dentro de la realidad, la realidad queda reducida y la razón se bloquea.
Por ello, una razón libre, capaz de estar ante la realidad, es una razón afectiva. ¿Dónde encuentra esta certeza que hemos visto todos en Rimini, y que han podido reconocer incluso los que están lejos de nuestra experiencia? Evidentemente, no se trata de una seguridad sobre uno mismo, como una autosuficiencia en la que creemos que podemos vivir. Se trata justamente de lo contrario: la certeza es un vínculo afectivo con la verdad, y esto, sólo esto, puede hacernos libres de cualquier poder.
Entonces, si lo que necesitamos para vivir (a la vez que el aire que respiramos) es una razón capaz de reconocer la realidad en toda su profundidad, te preguntamos: ¿Dónde nace y cómo se realiza una razón así?

JULIÁN CARRÓN
1. «Fijarse en lo que está presente como una presencia»
Una razón capaz de reconocer la realidad en toda su profundidad nace y se realiza en el acontecimiento cristiano. A causa del acontecimiento cristiano, la razón cumple su naturaleza de apertura ante el desvelarse mismo de Dios. Se entiende entonces por qué dice don Giussani que «el problema de la inteligencia se encierra» en el episodio de Juan y Andrés (L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid 2007, p. 200). Por este motivo, el pasado 26 de enero (con ocasión de la presentación de El sentido religioso) empezamos recordando que «el corazón de nuestra propuesta es […] el anuncio de un acontecimiento que sorprende a los hombres del mismo modo en que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles en Belén sorprendió a los pobres pastores. Un acontecimiento que acaece, antes de toda otra consideración, y que afecta tanto al hombre religioso como al no religioso» (L. Giussani, «El ‘poder’ del laico, es decir, del cristiano», en 30Días, n. 3, 1987, pp. 50-63). ¿En qué se ve que dicho acontecimiento ha entrado en nuestra vida? En que «este acontecimiento –dice don Giussani– resucita o potencia el sentido elemental de dependencia y el núcleo de evidencias originarias a las que damos el nombre de “sentido religioso”» (Ibidem).
Por este motivo, el acontecimiento cristiano hace del hombre un hombre, es decir, alguien más capaz de vivir según sus evidencias originales, más capaz de ser tocado por la realidad, de vivir la realidad según su verdad, porque es capaz de usar la razón según su verdadera naturaleza de apertura a la totalidad de la realidad. Sólo una «razón abierta al lenguaje del ser» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento federal, Berlín, 22 de septiembre de 2011), como acaba de decir el Papa en Alemania, puede alcanzar la realidad, sin permanecer prisionera de las interpretaciones que tan solo añaden una incertidumbre a otra, como vemos hoy a todos los niveles.
Por eso nosotros, que participamos de este acontecimiento en la comunidad cristiana, deberíamos sorprender en nuestra experiencia que somos más «vulnerables» ante el ser de las cosas, más capaces de ser tocados, de asombrarnos, porque es precisamente en la relación con la realidad, ante la mujer o los hijos, ante los colegas o las circunstancias, ante el sol o las estrellas, donde nosotros verificamos la fe. Si es verdad que todo hombre se ve impactado por la realidad, en nosotros debería suceder con mayor facilidad, al haber sido nuestra persona despertada por el encuentro cristiano, de modo que la realidad nos debería hablar más, nos debería sorprender más.
Pero todos sabemos que, con frecuencia, esto no es así. Don Giussani viene de nuevo en nuestra ayuda para identificar la cuestión. Dirigiéndose a los sacerdotes del Studium Christi, decía en 1995: «La raíz de la cuestión es el factor constitutivo de aquello que existe, y la palabra más importante para indicar el factor principal de lo que existe es la palabra presencia. Pero nosotros no estamos acostumbrados a mirar una hoja presente, una flor presente, una persona presente como “presencia”, no estamos acostumbrados a fijarnos en lo que está presente como una presencia. En esto somos superficiales» (Milán, 1 de febrero de 1995). Y nos lo dice a nosotros, a nosotros que ya nos hemos encontrado con Cristo y que hemos visto nuestro “yo” despertar por este encuentro. Por eso, todos nosotros podemos verificar enseguida y juzgar hasta qué punto tiene razón Giussani: basta con que cada uno observe lo que ha sucedido hoy, si se ha sorprendido al menos un instante por la presencia de las cosas presentes.
No darse cuenta de las cosas presentes como una presencia no quiere decir negarlas. Entendámonos, podemos aceptarlas y reconocerlas –insiste de nuevo don Giussani–, y sin embargo darlas por descontado. Tiene muchísima razón: «no estamos acostumbrados a fijarnos en lo que está presente como una presencia». Desde la realidad, el marido o la mujer, hasta nosotros mismos.
¿Qué debió haber visto en nosotros don Giussani, hace años, observando nuestra reacción a su carta a la Fraternidad (del 23 de junio de 2003), dedicada al tema del Ser, para llegar a decir: «He descubierto en estos días que el Ser no vibra en ninguno»? Benedicto XVI ha identificado la consecuencia de esta posición: «La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por descontado a Dios» (Benedicto XVI, Encuentro con los representantes del Consejo de la Iglesia evangélica en Alemania, Erfurt, 23 de septiembre de 2011).
Dentro de su sencillez, esta carta de un joven universitario de Roma expresa muy bien la cuestión:
«En noviembre del año pasado sufrí un accidente que me obligó a permanecer en la cama durante más de tres meses. Me costó muchísimo. No me podía mover, estaba imposibilitado para cualquier actividad, cualquiera, no podía ni siquiera estudiar a causa de los analgésicos que tomaba, que me impedían cualquier actividad que requiriese un mínimo de concentración. Tres meses en cama, quieto, inmóvil. Recuerdo sin embargo que un par de meses después de haber empezado a caminar, mirando las fotos mías en la cama con mis amigos alrededor, fui a mi madre y le dije casi instintivamente: “¡Mira qué foto más chula! Al final ha sido un periodo bonito”. Mirando atrás puedo decir que, a pesar de lo que me costaba estar quieto en la cama, en toda aquella impaciencia por querer ponerme en pie enseguida había algo que no me hacía infeliz; es más, puedo decir que en cierto modo estaba contento dentro de ese sufrimiento.
Por dos motivos. El primero es que siempre he sido sostenido en el dolor, de una forma libre y gratuita: desde los rostros de los amigos, que se dedicaban a mí incansablemente hasta mis padres, que me decían siempre que ofreciera el sufrimiento y el dolor. Percibía una total dedicación a mí: total y minuciosa. El segundo motivo es que las cosas, incluso las más pequeñas, ya no eran algo que diera por descontado: me sorprendía por un plato de pasta un poco más elaborado, por la compañía que veía a mi alrededor, por el hecho de que mis hermanas, antes de acostarse, ponían junto a mi cama la cuña por si la necesitaba por la noche, sin que yo se lo pidiera. Hasta llegar, una mañana, mientras me trasladaba una ambulancia al hospital para una revisión, a asombrarme de ver de nuevo el cielo. Yo ya sabía que existía el cielo, pero finalmente me había dado cuenta de que existía, de que estaba ahí. [Cuando uno se da cuenta de ello una vez en la vida, comprende cuántas veces el cielo no ha sido algo presente para él] No hacía nada, no podía hacer nada, y sin embargo, con todo el dolor, con toda la impaciencia, no era infeliz. Consideraba todo por el valor que tenía, ya no daba nada por descontado. Y reconocer el valor de las cosas me hacía estar contento.
Ahora, cuatro meses después de haber vuelto a caminar, me doy cuenta de que esa tensión hacia las cosas ha disminuido completamente: el plato de pasta más elaborado se ha convertido en un plato de pasta normal, las cosas están de nuevo bajo la sombra de mi medida y de mi complacencia… ¿Cuál es el camino que puede devolverme esa condición, que puede permitirme vivir siempre esa experiencia?».
Todos podemos reconocernos en esta situación: si no vemos continuamente el ser vibrar en nosotros, todo se vuelve de nuevo plano, y urge cada vez más en cada uno de nosotros la pregunta: ¿cuál es el camino que puede devolverme aquella condición que hace posible no dar por descontado todo, sino sorprenderme por todo?
Para responder a esta pregunta es necesario comprender por qué nos sucede esto. ¿Por qué, después de una experiencia como la que hemos descrito, volvemos a dar todo por descontado y a no sorprendernos por nada? Don Giussani identifica las razones en Ciò che abbiamo di più caro, el libro del Equipe de los universitarios publicado este año:
1) Esto sucede –dice Giussani– por culpa de una razón débil, es decir, de un uso reducido de la razón que, al no ser capaz de percibir la presencia de las cosas presentes, nos lleva a dar todo por descontado. La fragilidad de la razón es el motivo por el que la realidad no hace mella en nosotros, no nos toca, y todo se convierte en algo gris. Este uso de la razón lleva a una consecuencia inevitable.
2) Una división entre el reconocimiento y la afectividad, entre el reconocimiento y el apego a ese reconocimiento: el “yo” permanece dividido entre el reconocimiento (que queda como algo abstracto) y la afectividad (que fluctúa). Al no ser la razón capaz de alcanzar la realidad, el afecto no se pega, se queda fluctuante y nada hace mella en nosotros.
Don Giussani nos ofrece también un ejemplo de esto: «Al comienzo de la edad moderna, Petrarca admitía perfectamente toda la doctrina cristiana, la percibía incluso mejor que nosotros, pero su sensibilidad o afectividad fluctuaban de forma autónoma» (Ciò che abbiamo di più caro. 1988-1989, BUR, Milán 2011, p. 156). Es decir, la mera afirmación de la doctrina cristiana como discurso no es capaz de arrastrar el afecto, generando esa unidad de razón y afectividad sin la cual no se puede conocer, y el yo queda al final dividido. Podemos afirmar la doctrina cristiana (al igual que declarar que el cielo existe) como un a priori abstracto: pero no hay vibración alguna, no hay apego, no hay algo fuera de nosotros que nos salva de nosotros mismos y de nuestra medida. Esta es la «anorexia de lo humano» que se encuentra en el origen de la confusión, de la inseguridad, de la incertidumbre en la que vivimos en estos tiempos, en los que nos vemos fluctuar, como una piedra arrastrada por las opiniones, por los estados de ánimo, que no es capaz de apegarse a ninguna cosa real presente, ni de interesarse verdaderamente por nada. Esta anorexia no se resuelve aumentando los discursos, sino educando la razón para que se abra al «lenguaje del ser».
Hay un episodio de la vida de don Giussani que me ha impresionado siempre, y que ilustra muy bien qué quiere decir esta apertura al ser. Escribe a su amigo Angelo Majo y le dice lo que ve en aquel al que considera amigo: «Hace algunas noches, pensando, he descubierto que tú eres mi único amigo». ¿Por qué lo considera amigo? Porque «esa vibración inefable y total de mi ser ante las "cosas" y las "personas" no la sorprendo más que en tu modo de reaccionar» (Cartas de fe y de amistad, Encuentro, Madrid 2010, p. 113). Entre las muchas cosas que Giussani podía considerar para identificar a sus amigos, ¿cuáles indica? Otra vez nos descoloca: no una inteligencia particular, no una capacidad de dominar su pensamiento, ni una coherencia ética digna de admiración, sino la «vibración inefable y total» ante el ser, que él percibe en la forma de reaccionar de su amigo. Entonces se entiende por qué la raíz de la cuestión es que tenemos dificultad, que no estamos acostumbrados a percibir, a mirar como presencia las cosas presentes. No es que neguemos la presencia de las cosas. Simplemente las damos por descontado. Y esto hace que no exista ni siquiera un instante de asombro. No es que hayamos hecho algo equivocado, sino que no hemos sorprendido en nosotros la vibración del ser. Todos sabemos lo insoportable que llega a ser la vida cuando se convierte en algo carente de asombro.
Podemos percibir, entonces, la urgencia de acostumbrarnos a fijarnos en lo que está presente como presencia, de modo que podamos ver vibrar nuestro "yo", cualquiera que sea la circunstancia. Y como las cosas están presentes en cualquier caso, lo que falta no son las cosas, sino un "yo" capaz de darse cuenta de lo que existe. Esto nos permite comprender hasta qué punto incide en nosotros el clima racionalista en el que vivimos, mucho más de lo que llegamos a darnos cuenta. Lo vemos por el trabajo que nos cuesta reconocer la realidad según toda su naturaleza. Hoy en día domina una concepción positivista, según sus nuevas traducciones. Pero, como recordaba el Papa en Alemania, «la visión positivista del mundo en su conjunto (…) no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento federal, Berlín, 22 de septiembre de 2011).
Por eso don Giussani, en el segundo capítulo de El sentido religioso, identifica con claridad nuestra tarea: «En verdad, el problema interesante para el hombre no es la lógica –juego fascinante–, ni la demostración –curiosidad incitante–; el problema verdaderamente interesante para el hombre es adherirse a la realidad, darse cuenta de la realidad. Se trata de una exigencia inderogable, de algo que nos obliga porque está en nuestra misma naturaleza, y no de una cuestión de coherencia. Que una madre ame a su hijo no constituye la conclusión de un proceso lógico: es una evidencia, una certeza, una propuesta de la realidad cuya existencia es obligatorio admitir» (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 32). Sólo la evidencia de la realidad puede tener ese carácter inderogable que nos obliga a reconocer como una presencia lo que está presente.
Ningún texto nos ayuda a verificar si la fe facilita el reconocimiento de la realidad como el capítulo décimo de El sentido religioso, con el que retomamos nuestro itinerario de la Escuela de comunidad, porque ese capítulo es la descripción de lo que sucede en un hombre ante la imponencia de la realidad. Consciente de que nos hallamos inmersos en una época de ideologías (racionalismo, positivismo), que nos llevan a usar la razón de forma reducida, y por tanto a mirar la realidad según tal reducción, don Giussani establece desde el comienzo un principio de método para una lucha contra la ideología: partir de la experiencia, porque la realidad –como nos ha enseñado siempre– se hace transparente en la experiencia. Este principio metodológico, que establece en el primer capítulo de El sentido religioso, es decisivo para afrontar el capítulo crucial de todo el libro, que es definido por don Giussani con estas palabras: «El capítulo décimo de El sentido religioso es la clave de nuestra forma de pensar» (cfr. «Un hombre nuevo», Huellas-Litterae Communionis n. 3, marzo 1999, p. IX).
Desde los primeros párrafos del capítulo, don Giussani nos invita a mirar la estructura de nuestra reacción original ante la realidad, de modo que no venza en nosotros desde el primer impacto la reducción ideológica, para describir a continuación qué quiere decir seguir esa provocación de la realidad hasta su origen, sin bloquearla a medio camino. Don Giussani describe en este capítulo cuál es el itinerario verdadero de la razón y del afecto ante la realidad, itinerario que debe recorrer todo aquel que quiera salir de la situación en la que nos encontramos de dar todo por descontado.
Por eso comienza con un interrogante: si estas preguntas últimas que constituyen el sentido religioso son el tejido de la conciencia humana, de la razón humana, ¿cómo se produce su despertar? «Responder a esta pregunta nos va a obligar a detectar la estructura de la reacción que tiene el hombre ante la realidad» (El sentido religioso, op. cit., p. 145). Don Giussani nos ofrece el método: «Si es observándose a sí mismo en acción como el hombre se da cuenta de los factores que lo constituyen, para responder a esa pregunta será necesario observar la dinámica humana en el impacto con la realidad, pues ese impacto es el que pondrá en marcha el mecanismo que revela esos factores» (Ibidem).
Y añade una nota fundamental: «Un individuo que haya tenido en su vida un impacto débil con la realidad [¡cuántas veces deseamos ahorrárnoslo a nosotros mismos y, sobre todo, a nuestros hijos!], porque, por ejemplo, haya tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de su propia conciencia [lo que desaparece es el "yo", lo que falta es el "yo"], percibirá menos la energía y la vibración de su razón» (Ibidem). En efecto, es en la relación con la realidad donde vemos crecer el sentido de nuestra conciencia, la energía y la vibración de la razón. Entonces, si queremos ahorrarnos el impacto con la realidad sustituyéndolo con discursos y comentarios, dejaremos inevitablemente de vibrar ante la realidad.
Cada uno de nosotros debería comparar su experiencia con cada frase de este capítulo, mirar cuál es su reacción ante las cosas, para no abordar todo el capítulo sustituyendo el impacto del ser por sus comentarios al texto, hablando del asombro sin asombrarse (entre paréntesis, ¡esto es aburridísimo, además de inútil!). El primer punto que aborda don Giussani en el capítulo es justamente éste: el asombro por la presencia.

2. El asombro por la «presencia»
¿Cuál es la primera genialidad de don Giussani para ayudarnos a reconocer como presencia lo que está presente? Romper la obviedad con la que miramos la realidad, el hecho de darla por descontado. Como hemos visto, habitualmente miramos la realidad como algo obvio. Para arrancarnos esta obviedad, don Giussani nos invita a realizar un esfuerzo de imaginación: «Suponed que nacéis, que salís del seno de vuestra madre, con la edad que tenéis en este momento, con el desarrollo y con la conciencia que tenéis ahora. ¿Cuál sería el primer sentimiento que tendríais, el primero en absoluto, es decir, el primer factor de vuestra reacción ante la realidad?» (Ibidem). Cada uno debe tratar de identificarse con la experiencia que nos sugiere don Giussani, intentando seguirle. La forma más sencilla es buscar en la propia experiencia un hecho que lo testimonie. Como lo que me contaba mi amigo Alexandre, un médico de Brasil.
Este verano fue a dar un paseo por el monte San Carlo, cerca de La Thuile, con un grupo de amigos universitarios de lengua portuguesa (brasileños, portugueses y mozambiqueños). Mientras caminaba iba pensando en lo que diría cuando llegaran. Pensaba para sí: «Les haré mirar el paisaje, cantaremos algún canto, etc.». Pero nada más llegar, delante del Mont Blanc, que muchos veían por primera vez, todos se quedaron en silencio. Mientras estaban allí, callados, empezó a llegar un segundo grupo que se había quedado atrás. Las personas caminaban hablando en voz alta. Nuestro médico empezó a pensar qué les diría cuando llegaran: «Les diré que estén en silencio». Pero mientras pensaba estas cosas, llegaron ante el Mont Blanc que, debido a su imponencia, les hizo quedarse en silencio al momento. Este pequeño hecho expresa que la imagen que usa don Giussani de abrir los ojos con la conciencia que tenemos ahora no es en absoluto algo forzado.
«Si yo abriera de par en par los ojos por primera vez en este instante, al salir del seno de mi madre, me vería dominado por el asombro y el estupor que provocarían en mí las cosas debido a su simple “presencia”. Me invadiría por entero el asombro por esa presencia que expresamos en el vocabulario corriente con la palabra “cosa”» (El sentido religioso, op. cit., p. 146). Es la misma invitación que nos dirige el Papa: «¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse a lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? (…) Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento federal, Berlín, 22 de septiembre de 2011).
Para nuestros amigos que iban de excursión, al igual que para nosotros, estas cosas no resultan obvias, y se ve por el asombro que producen. Basta con leer los adjetivos con los que describe don Giussani este impacto: dominado, invadido por un sobresalto de estupefacción, por este asombro, que ninguna situación de este mundo, ninguna crisis, puede evitar: nada puede impedir el impacto, nada puede impedir que nos llenemos de esa plenitud, que vibre todo nuestro ser y que esto nos haga empezar de nuevo.
«El ser, no como entidad abstracta, sino como algo presente, como una presencia que no hago yo, que me encuentro ahí, una presencia que se me impone» (El sentido religioso, op. cit., p. 146). Y entonces consigo fijarme en lo que está presente como presencia. Y esto lleva a la vida de cada uno el despertar de su propia humanidad. Sabemos perfectamente qué grado de intensidad adquiere nuestro “yo” cuando esto sucede, qué vibración experimentamos.
«El asombro, la maravilla que produce esta realidad que se me impone, esta presencia con la que me topo, está en el origen del despertar de la conciencia humana» (Ibidem). Descubro en mí una intensidad desconocida, por «esta experiencia original de lo “otro”. El niño la vive sin darse cuenta, porque todavía no es consciente del todo; pero el adulto que no la vive o que no la percibe, como hombre consciente es menos que un niño, está como atrofiado» (Ibidem). Esta es la carencia del “yo”, que está como atrofiado, como una piedra que no se asombra por la belleza de las montañas, que no vibra ante el ser de las cosas. ¡Qué sería de nuestra vida si perdiésemos esta capacidad de asombrarnos! Entonces entendemos el don que supone el acontecimiento cristiano, que nos hace más capaces de asombrarnos por todo. Tiene razón Heschel: «Cuando estamos privados de la capacidad de maravillarnos, resultamos sordos a lo sublime» (A.J. Heschel, Dio alla ricerca dell’uomo, Borla, Turín 1969, pp. 273-274). Es decir, nos perdemos lo mejor. Y ninguna distracción creada artificialmente, como las que inventa la sociedad de hoy, nos lo podrá restituir.
«Por eso el primerísimo sentimiento que tiene el hombre es el de estar frente a una realidad que no es suya, que existe independientemente de él y de la cual depende». ¡Existe, existe, existe! «Traducido esto en términos empíricos, se trata de la percepción original de un dato, de algo dado» (El sentido religioso, op. cit., p. 146); según su significado de participio pasado, «dado» implica algo que «dé». Todo me es dado, regalado. ¿Somos capaces de imaginar lo que sería la vida si viviésemos todo como «dado», como don, si reconociésemos así cualquier cosa presente y esto nos hiciese vibrar? Todas las circunstancias serían distintas.
Me escribe una amiga:
«Hola, Julián. Te escribo desde la habitación del hospital en el que está ingresada mi madre, que acaba de ser operada. ¡Qué milagro este día, que ha comenzado marcado por el deseo de no dar nada por descontado! Me parece estar viviendo en directo lo que se describe en el capítulo décimo de El sentido religioso. Ver cómo bajaban a mi madre al quirófano, dormida por la anestesia, me ha hecho mirarla con una gran ternura: no sólo porque es mi madre, sino porque esta mañana su presencia me hacía tomar conciencia de que la evidencia más grande y profunda que percibo es que no me hago a mí misma, no me estoy haciendo a mí misma, no me doy el ser, no me doy la realidad que soy, soy algo “dado”. No podía dar por descontado que esta mañana me fuese regalada mi madre, y que yo pudiese mirarme como un don».
Pero, ¿cuál es el obstáculo decisivo para mirar de este modo? El principal obstáculo es que, como hemos visto, damos por descontado este dato, no percibimos la realidad como dato. Partimos pasando por encima del ser, del don, de la existencia de las cosas. ¿Cuál es el signo más evidente de que pasamos por encima del ser de las cosas? La falta de asombro. Por desgracia, esta es la posición más común, más enraizada en nosotros ante la realidad. «No estamos acostumbrados –este es el alcance de lo que dice Giussani– a fijarnos en lo que está presente como una presencia». ¡Por eso es tan raro ver vibrar el ser en alguien! Y cuando lo vemos vibrar en nosotros nos sorprende, pues es raro que suceda.
Llegados a este punto, podemos comprender mejor lo decisivo que es para cada uno de nosotros aprender la actitud que nos sugiere don Giussani, de modo que pueda llegar a ser habitual: «La misma palabra “dado” refleja una actividad delante de la cual yo soy sujeto pasivo; ahora bien, se trata de una pasividad que constituye mi actividad original, que es precisamente recibir, constatar, reconocer» (El sentido religioso, op. cit., p. 147). La primera actividad, amigos, es esta pasividad sin la cual no me doy cuenta del dato, de la realidad como algo dado, como un don que se me hace. Si no queremos perdernos la realidad hasta en sus mínimos detalles, debe llegar a hacerse familiar en nosotros esta indicación de don Giussani: la primera actividad es esta pasividad. Pero debemos estar atentos al tipo de pasividad de la que estamos hablando para no extraer la conclusión, como suele pasar, de que no hace falta hacer nada. La pasividad de la que se habla consiste en «recibir, constatar, reconocer» la realidad como algo dado. Es decir, lo contrario de darla por descontado. ¿Cómo podemos reconocer que estamos haciendo la misma experiencia de la que habla Giussani, que no nos estamos limitando a repetir un eslogan? Por el asombro, por el despertar en nosotros de nuestra humanidad.
El carácter de la presencia es tan inderogable que facilita el darnos cuenta de ella, porque «“¡la evidencia es una presencia inexorable!”. ¡El darse cuenta de una presencia inexorable!» (Ibidem). Mirad qué expresión más sintética: darse cuenta de una presencia inexorable. Esto es fijarse en lo que está presente como una presencia: darse cuenta de una presencia inexorable. Este darse cuenta nunca podrá reducirse a una «comprobación fría»: es un «asombro lleno de atractivo», es un «estupor que despierta la pregunta última en nuestro interior» (Ibidem), la pregunta religiosa.
De hecho, la religiosidad nace de este atractivo. El primer sentimiento del hombre es el atractivo; el miedo –que se indica tantas veces como origen de la religiosidad– aparece en un segundo momento. «La religiosidad es, ante todo, la afirmación y el desarrollo del atractivo [del ser. Esto es lo que nos hace falta, el desarrollo del atractivo del ser]. Hay un asombro primero ante la evidencia que caracteriza muy bien la actitud del verdadero investigador: la maravilla de algo presente me atrae, y como consecuencia dispara en mí la búsqueda» (Ibidem).
¡Qué sencillez se necesita para dejarse atraer por esa presencia que, por la vibración que provoca en mí, se vuelve tan interesante que dispara la búsqueda! Si esta búsqueda no se detiene, no se bloquea, debemos admitir otra cosa para explicar esa presencia, ese dato. Pero con frecuencia bloqueamos esta búsqueda y, por eso, a menudo se oye decir: ¿por qué mirar a la realidad implica reconocer al Misterio, al “Tú”, a Dios? Como si remitir a otro factor más allá y dentro de lo que se ve, no fuera implicado en lo que se ve, en la experiencia de lo que se ve, en el dato, sino que fuese algo que añadimos nosotros. Ciertamente, es el sujeto quien percibe que lo dado remite a otra cosa; pero es el objeto mismo, es la cosa en sí, la experiencia que tenemos de las cosas que nos remite más allá.
Por eso, un verdadero buscador que, al partir de lo que existe, no bloquee este remitir a otra cosa inscrito en la experiencia de las cosas y no bloquee su curiosidad, su deseo de comprender hasta el fondo, de explicar el dato de forma exhaustiva, no puede dejar de reconocer algo distinto como parte de la presencia que existe. Como describe el diálogo de Dios con Job: «¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?», es decir, ¿has sido tú el que ha generado esta realidad que te llena de asombro? «Cuéntamelo, si tanto sabes. ¿Quién señaló sus dimensiones (¡seguro que lo sabes!) o le aplicó la cinta de medir?» (Jb 38,4-5).
Todo lo que existe grita su dependencia de Otro. Por eso no hay nada más adecuado, más pertinente a la naturaleza del hombre que ser poseído, debido a su dependencia original. Pues la naturaleza del hombre es ser creado, y su razón se cumple al reconocer esa implicación última que se halla dentro del ser de las cosas. Si uno niega este remitir a otra cosa, si niega lo que está más allá, niega la cosa, la experiencia de la cosa, la destruye. Ante la gratuidad abismal de la realidad se produce una especie de parálisis extraña de la razón, que se bloquea. Pero si uno niega esto, niega la cosa. Es como si dentro de las cosas hubiese una invitación, no añadida por el sujeto, sino reconocida por él, porque está contenida en el fenómeno mismo de la presencia. Por eso, la intuición original y primera es el asombro ante el dato. Os pido que no lo deis por descontado, reduciendo de nuevo la experiencia a pensamiento: el pensamiento sobre el asombro no es el asombro, como el pensamiento de estar enamorado no es estar enamorado. Por eso don Giussani, en el cuarto epígrafe del capítulo décimo –relativo al “yo” dependiente–, nos permite discernir si hemos hecho verdaderamente experiencia de lo que se dice o si hemos seguido simplemente la lógica de un discurso sin apenas un instante de asombro.

3. El “yo” dependiente
«Cuando se ha despertado ya su ser por la presencia de las cosas, por la atracción que ejercen y el estupor que provocan, y se ha llenado de gratitud y alegría porque esa presencia puede ser benéfica y providencial, el hombre toma conciencia de sí en cuanto “yo” y recupera su asombro original con una profundidad que establece el alcance y la estatura de su identidad» (El sentido religioso, op. cit., pp. 151-152).
La prueba de que he acusado el impacto del ser es, en primer lugar, que mi “yo” se ha despertado. Lo constatamos a menudo: reconocemos que le ha sucedido algo a alguien porque esa persona ha despertado. («Pero, ¿qué te ha pasado?», le preguntamos enseguida). En segundo lugar, estoy agradecido y contento (como el amigo del accidente). Yo sé que se ha producido ese impacto porque percibo en mí mismo una gratitud, una alegría por esta presencia (puedo encontrarme en el hospital, como la amiga de la carta, pero estoy agradecido y contento porque existe esta presencia). Tercero, esto me hace ser consciente de mí mismo hasta el punto de que, cuarto, la profundidad del asombro establece la verdadera dimensión de mi identidad. ¡Mirad cuál es el criterio de medida de nuestra identidad! Lo que establece el alcance de nuestra identidad no son los títulos universitarios, el dinero que ganamos o el papel que jugamos, sino la profundidad del asombro que nos lleva a ser conscientes de nuestra persona.
Continúa Giussani: «En este momento yo, si estoy atento, es decir si soy una persona madura, no puedo negar que la evidencia mayor y más profunda que percibo es que yo no me hago a mí mismo, que no me estoy haciendo ahora a mí mismo. Yo no me doy el ser, no me doy la realidad que soy, soy algo “dado”. Es el instante adulto en que descubro que yo dependo de otra cosa distinta» (El sentido religioso, op. cit., p. 152).
Cada uno deberá preguntarse si para él el hecho de que «yo no me hago a mí mismo» es «la evidencia mayor». Para nosotros son evidentes la botella o el vaso; pero que «yo no me hago a mí mismo» no es tan evidente, y se ve por la pregunta que recurrentemente surge entre nosotros: ¿por qué ante la realidad o ante mi persona debo decir “Tú”? ¿No falta algún paso?
Para responder a esta pregunta debemos tratar de seguir a Giussani en su recorrido hasta la profundidad de la realidad, si queremos comprender su origen. «Cuando más profundizo en mí mismo, si quiero llegar hasta el fondo de mi ser, ¿de dónde broto? No de mí, sino de otra cosa. Es la percepción de mí mismo como un chorro que nace de una fuente. Hay otra cosa que es más que yo, y que me hace. Si el chorro de una fuente pudiera pensar, percibiría en el fondo de su fresco brotar un origen que no sabe qué es, que es otra cosa distinta de él» (Ibidem). «Cuanto más profundizo en mí mismo» es una invitación a un uso verdadero, no frágil, de la razón, el único uso capaz de vencer la separación entre reconocimiento y afectividad. La dificultad que tenemos para hacerlo, para seguir en esto a don Giussani, es signo de nuestra falta de familiaridad con un uso completo, no positivista, de la razón. El trabajo que nos cuesta llegar hasta el fondo nos lleva a pensar que se trata de una operación mental, una complicación, una especie de creación, y que, a fin de cuentas, el “Tú” es fruto de nuestro esfuerzo. ¡Qué esclerosis del “yo” y de la razón! ¡Cómo falta el “yo”! ¡Y qué falta de familiaridad con un uso adecuado de la razón! Lo podemos ver cuando estamos aprendiendo matemáticas: para no equivocarnos debemos hacer todos los pasos, uno detrás de otro. ¡Todo nos parece tan artificioso! ¿Por qué? Por una falta de familiaridad con un uso adecuado de la razón. Pero cuando hemos aprendido las matemáticas, todo se vuelve ágil, veloz y fascinante. O cuando uno empieza a tocar el piano, le parece que tiene las manos escayoladas. Pero, ¡qué delicia cuando la agilidad de nuestros dedos nos permite gozar de Mozart!
Pero no tenemos paciencia para hacer este trabajo al que nos invita constantemente don Giussani. Es más, nos parece complicado y artificioso. Y cambiamos la razón por el sentimiento, porque nos parece más fácil, más inmediato: si lo siento, existe; si no lo siento, no existe. ¡He aquí nuestra inteligencia “lógica”! Llegados a este punto, cada uno de nosotros debe decidir si quiere seguir a Giussani –profundizando en sí mismo– para aprender este uso de la razón que reconoce como presencia las cosas presentes, o si prefiere hacer otra cosa, renunciando a seguirle. Y puesto que no estamos acostumbrados a hacer este recorrido, preferimos hacer otra cosa (leer, repetir frases), en vez de comprometernos a aprender a usar la razón como él. ¡Cuántas veces sucumbimos a la tentación de escapar! Y por eso luego permanecemos confundidos, con incertidumbre, arrastrados como una piedra por las opiniones.
Sólo aquel que siga a Giussani en el recorrido que nos indica podrá ver suceder en sí mismo esa vibración que nos invade cuando entramos verdaderamente en relación con el Ser; igual que vemos vibrar nuestro propio “yo” delante de la persona amada. Uno puede decir «Tú» con la misma vibración que el ser de la persona amada provoca en él. ¡Y qué rebelión sentiría si alguien –al que le falta esta familiaridad– quisiera reducir esa vibración a una operación mental, a una complicación! Es como ver a la persona amada reducida a la mirada fría de otro. Pero si no seguimos a Giussani hasta este punto, todo volverá a ser anodino, a pesar de nuestras reflexiones sesudas, porque no nos familiarizaremos con un uso de la razón que nos permita adherirnos verdaderamente a la realidad, evitando que sigamos fluctuando a merced de nuestros estados de ánimo.
Todo tiene la naturaleza del signo, del chorro. El chorro implica la fuente. Conocer significa aceptar recorrer el camino que lleva del chorro a la fuente. He aquí el uso verdadero, no frágil, de la razón.
Si alguien dijese «yo» con plena conciencia de lo que está sucediendo ahora, al ver cómo se le dona el ser en este momento –y el incremento del ser que experimentamos cuando un tu personal se da a nosotros es sólo un pálido reflejo de lo que sucede en la relación con Dios–, ¡con qué vibración debería decir: «Yo soy “tú-que-me-haces”»! (Ibidem). Como nos testimonia don Giussani, no puedo pensar en esa fuente que «es más yo que yo mismo» sin temblor, sin sentirme atraído. Pero para nosotros, decir «Tú» es igual a cero. ¿Comprendéis lo que nos perdemos? Lo sabemos, no es que no lo sepamos, pero no basta saberlo para que suceda. Solamente una educación hace distinta la vida. Esta vibración no es un sentimentalismo, es un «juicio que arrastra toda mi sensibilidad» (cf. «Un hombre nuevo», op. cit., p. IX), es la conciencia conmovida de un adulto ante el “Tú” que le da el ser. Por eso el Papa dice que «la Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11)» (Benedicto XVI, Discurso a los católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad, Friburgo, 25 de septiembre de 2011).
En efecto, para que mi razón pueda ser afectiva es necesario que sea de verdad razón, y no una razón frágil, es decir, hace falta que profundice hasta el punto de alcanzar el “Tú” real del que brota. Si la razón no alcanza la realidad, el afecto permanece alejado y fluctúa; por culpa de la división entre la razón y la realidad, se genera una división entre reconocimiento y afectividad. La razón no es lucidez analítica, sino vínculo con la realidad. Por eso don Giussani dice que la verdadera razón se descubre en Juan y Andrés, porque ellos se vieron «aferrados». De hecho, si la razón no alcanza la realidad y nos vincula a ella, seguimos fluctuando, carecemos de certeza. Como ha documentado ampliamente el Meeting este año. Y como ha observado con agudeza el profesor Eugenio Mazzarella, comentando la intervención de Costantino Esposito en Rimini: «Nosotros venimos al mundo, se nos da nuestro ser, por Alguien […], que es y que permanece como nuestra originaria “provisión” de certeza. […] Mantener viva esta certeza, reavivarla en la vida de cada día y de cada momento es recobrarse –recobrarse a uno mismo– en este vínculo original con Alguien que nos constituye, verdadera fuente de la certeza» («Caro Ferraris, perché qualcuno ci ha voluto nel mondo?», ilsussidiario.net, 19 de septiembre de 2011). Esto significa recobrarse de la confusión en la que muchas veces caemos.
Entonces se entiende la diferencia que hay entre repetir: «Yo-soy-tú-que-me-haces» como un eslogan, por muy verdadero que sea, y decir: «Yo» con la conciencia de que Otro me está haciendo ahora. Si no podéis decir «Tú» con la misma emoción, con la misma vibración que experimentasteis ante la persona amada la primera vez que os enamorasteis, no sabéis ni siquiera de lejos qué quiere decir Giussani. ¡Todo menos una complicación mental! ¡Todo menos una elucubración! La diferencia se percibe por lo que sucede en nosotros. En el primer caso –repitiendo: «Yo-soy-tú-que-me-haces» como un eslogan– no sucede nada; en cambio, si digo: «Tú» con la conciencia de que Otro me está haciendo ahora, no puedo evitar una conmoción sin límite; no puedo evitar ver surgir en mí un afecto a ese “Tú” y al mismo tiempo sorprender una gratitud infinita porque existe. ¡Cuánto camino nos queda todavía por hacer para vivir la realidad con esta intensidad, como nos testimonia de nuevo don Giussani!
«Cuando pongo mi mirada sobre mí y advierto que yo no estoy haciéndome a mí mismo, entonces yo, yo, con la vibración consciente y plena de afecto que acucia en esta palabra, no puedo dirigirme hacia la Cosa que me hace, hacia la fuente de la que provengo en cada instante, mas que usando la palabra “tú”. “Tú que me haces” es, por tanto, lo que la tradición religiosa llama Dios; es aquello que es más que yo, que es más yo que yo mismo, aquello por lo que yo soy» (El sentido religioso, op. cit., p. 152). ¡Todo menos palabras! Dios es padre para mí porque me está concibiendo «ahora». Fuera de este «ahora» no hay nada. «Nadie es tan padre» (Ibidem). Por eso cantamos siempre llenos de conmoción: «Sólo cuando advierto que tú estás, / como un eco vuelvo a escuchar mi voz / y renazco como el tiempo del recuerdo» (A. Mascagni, «Il mio volto», Cancionero, Comunión y Liberación, p. 357).
«La conciencia de uno mismo, cuando ahonda, percibe en el fondo de sí a Otro. Esto es la oración: la conciencia de uno mismo en su profundidad hasta el punto de encontrarse con Otro. Por eso la oración es el único gesto humano en el que la estatura del hombre se expresa totalmente» (El sentido religioso, op. cit., p. 153). ¡Qué diferente del pietismo y del formalismo al que reducimos habitualmente la oración! Es comprensible por qué nos cansamos y escapamos de ella. Mientras que el que no huye y toma conciencia de sí mismo hasta el fondo, es decir, usa la razón de forma no frágil, sino verdadera, completa, empieza a ser consciente de que se mantiene en pie porque se apoya en Otro, porque es hecho por Otro. Y su vida empieza a tener un punto de apoyo firme, no sentimental ni fluctuante, que no depende de los estados de ánimo, sino lleno de certeza, por ese vínculo de la razón con la realidad hasta su origen.
¡Ayudémonos a identificarnos con esto para no reducir lo que hemos dicho a algo que damos por descontado nada más escucharlo! «Como mi voz, que es eco de una vibración mía: si freno la vibración, la voz deja de existir. Como el manantial, que deriva todo él de la fuente. Como la flor, que depende totalmente de la fuerza de la raíz» (Ibidem). La voz, el manantial, la flor… son imágenes que nos ofrece ahora don Giussani para ayudarnos a caer en la cuenta, para superar la obviedad, el dar por descontado las cosas. Por eso decir: «Yo soy», según la totalidad de mi estatura de hombre, no quiere decir sino: «Yo soy hecho». Y de esto, añade don Giussani, «depende el equilibrio último de la vida» (Ibidem).
¿En qué se ve este equilibrio? En que uno «respira abiertamente, se siente bien y está alegre cuando reconoce que Otro le posee». Por tanto, «la conciencia verdadera de uno mismo está muy bien representada por el niño cuando está entre los brazos de su padre y de su madre» (Ibidem). Y vemos que esto se convierte en experiencia en nosotros porque, al igual que el niño, podemos entrar –qué importante es esto hoy, en el contexto de la crisis que vivimos a todos los niveles– en cualquier situación de la existencia, en cualquier circunstancia, en cualquier oscuridad, con una tranquilidad profunda y la posibilidad de vivir con alegría. «No hay un sistema curativo que pueda lograr esto» (Ibidem). Justamente porque no somos capaces de adquirir esta conciencia verdadera de nosotros mismos, debemos dirigirnos a otros sistemas curativos que, sin embargo, no son capaces de llegar a este nivel de la cuestión, y por ello solo tratan de resolver las cosas mutilando al hombre: con frecuencia, para eliminar el malestar de ciertas heridas, censuran al hombre en su humanidad. ¡Bonita solución!
A nadie se le escapa el alcance de lo que estamos diciendo ante el desafío que representa la circunstancia que estamos llamados a vivir. Sólo una certeza arraigada de este modo nos permitirá construir.

Conclusión
¿Cuál es la fórmula del itinerario que lleva al significado último de la realidad? Vivir la realidad, nos dice simplemente Giussani. Se comprende entonces la importancia de la realidad para la vida.
La única condición para ser siempre verdaderamente religiosos, es decir, hombres (no para ser más piadosos, ¡sino hombres!), es vivir siempre la realidad intensamente. Por eso, uno que vive intensamente la realidad, aunque sea campesino o ama de casa, puede saber más de la realidad que un profesor, porque la fórmula del itinerario que conduce hacia el significado de la realidad es vivir la realidad sin cerrazón, sin renegar ni olvidar nada.
Pero, atención, ¿qué quiere decir vivir la realidad? Don Giussani nos reserva una última perla: «No es humano, o sea, no es razonable, considerar la experiencia limitándose a su superficie, a la cresta de la ola, sin descender a lo profundo de su movimiento». Este es el «positivismo que domina la mentalidad del hombre moderno», que «excluye la solicitud para buscar el significado que nos viene de nuestra relación original con las cosas. […] El positivismo excluye la invitación a descubrir el significado que nos dirige precisamente el impacto original e inmediato con las cosas» (El sentido religioso, op. cit., p. 156). Como ha dicho el Papa en Alemania, con una imagen luminosa: «La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento federal, Berlín, 22 de septiembre de 2011).
¿En qué se ve que somos positivistas? En que nos ahogamos dentro de nuestro edificio de cemento armado. Don Giussani nos ofrece todos los datos para que cada uno pueda verificar qué experiencia está haciendo. Podemos dar la interpretación que queramos, pero si nos ahogamos en las circunstancias, quiere decir que somos positivistas (¡esta es la cuestión!). Para respirar basta con «volver a abrir las ventanas», para «ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra», nos dice el Papa; sin bloquear, añade don Giussani, «la invitación a descubrir el significado que nos dirige precisamente el impacto original e inmediato con las cosas» (El sentido religioso, op. cit., p. 156).
Por eso, «cuanto más viva uno con este nivel de conciencia que hemos descrito su relación con las cosas, más intensamente vivirá su impacto con la realidad y más pronto comenzará a conocer algo del misterio» (Ibidem).
Esto requiere de cada uno de nosotros un compromiso que nadie puede ahorrarnos. Por eso termina don Giussani haciéndonos conscientes de que «lo que bloquea el desarrollo de la dimensión religiosa auténtica […] es una falta de seriedad con lo real, cuyo ejemplo más claro es el prejuicio», es decir, la ideología, esa reducción que vivimos muchas veces por la situación cultural en que nos hallamos. «El mundo es como una palabra, un “logos”, que requiere, que remite a otra cosa diferente, que está más allá de sí mismo, más arriba». Por eso la analogía es la palabra que «sintetiza la estructura dinámica del impacto que se produce en el hombre ante la realidad» (Ibidem).
¡Qué aventura tan fascinante, amigos! Si la recorremos hasta el fondo, podremos testimoniar ante todos una razón capaz de reconocer la realidad en toda su profundidad, el único punto que permite construir, en un momento en el que todo parece conspirar contra la reanudación de la vida social. Ésta es nuestra contribución.