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Huellas N.9, Octubre 2011

VIDA DE CL / Sudamérica

Latido argentino

Alessandra Stoppa

Las luchas cotidianas, la política, y una experiencia «que permite vivir de verdad». A orillas del Paraná comenzamos una serie de reportajes dedicados a las comunidades de América Latina, para ver de cerca qué significa «que Cristo ha entrado en la historia»

Hay un tango que dice: «Contra el destino, nadie la talla». La gran fachada del Banco de la Ciudad de Buenos Aires está cubierta por un rostro intenso y anciano, que está allí para recordar lo contrario. Una gigantografía en blanco y negro, el retrato de Ernesto Sábato, expuesto con motivo del centenario de su nacimiento y a pocos meses de su muerte sobre los dieciséis carriles de la Avenida 9 de Julio, la calle más ancha del mundo, que corta la ciudad desde el barrio de San Telmo al de Retiro. Sábato ha sido un monumento para Argentina. Uno de los más grandes intelectuales del país, guió la comisión nacional para los desaparecidos de la dictadura militar. Se decía de él que era ateo y escéptico. Pero él no creía en el destino del tango. En la fatalidad. Escribía: «A la vida le basta el resquicio de una grieta para renacer». Y es lo que veremos en estos días. En el encuentro con las comunidades de CL en Argentina, descubriremos muchas veces lo que él esperaba: «Siento nostalgia, casi ansiedad de un infinito, pero humano, a nuestra medida».
Un intersticio en la vida por el que pasa todo. «La inundación de un milagro cualquiera», como llama Sábato a esa grieta en otro lugar. Nancy no la llama, pero hace vibrar la mesa de mármol de un café cerca de la Plaza de Mayo. Un golpe sobre la mesa: «¡Aquí estás!». Es lo que le dijo a Dios cuando escuchó el diagnóstico de su hijo Patricio: autismo.
«Hacía falta valor para venir a verme en esa época». Y no es difícil de imaginar. Nancy es visceral, te cuenta con fuerza los años en que vivió en un rechazo total de Dios, la pasión por el teatro, luego ese canto, una tarde en una iglesia de Buenos Aires: «Había cuatro personas cantando». Ella se vio invadida por la belleza y brotó en su interior un pensamiento imposible: «Quiero ser como ellos». Así hasta el nacimiento de Patricio y la llegada de un dolor que «abrió un espacio dentro de nosotros que no teníamos». Está tan agradecida que casi te parece ver ese «alma» herida y ensanchada.
Su marido Jorge y ella empezaron a dejarse acompañar por los amigos y a acompañarles a su vez, «ya no se puede distinguir entre ambas cosas». Al escucharles hablar, percibes en lo que viven algo invencible. «Nuestro hijo es el misterio presente todo el tiempo», dice Jorge. «Aprendes que la respuesta de la vida no es el trabajo, nada, ni siquiera tu hijo, abrazarlo de noche»; como tampoco la cascada de consecuencias que se han derivado de ahí, como la asociación nacional que han fundado para familias con niños autistas. «La única respuesta es Cristo, que te llama continuamente, y la realidad que se te da, que te hace ser más verdadero». Porque «el problema es mío, no de mi hijo», continuaba Nancy. Durante unas vacaciones con la comunidad, y después de un día terrible con Patricio, miraba un poco de lejos a las demás familias durante la misa al aire libre: «Bajé la mirada, él estaba por fin en paz, y entonces empecé a llorar. Pero me acordé de los enfermos del padre Aldo, que ofrecen todo. Entonces dije a Dios y a las montañas: si ellos pueden, también puedo yo. Esto me cambió al instante». Se sintió con el «alma llena».
Para muchas personas de la comunidad, esta plenitud es una experiencia de los últimos tiempos. En la actualidad, el movimiento argentino es una realidad compuesta por un millar de personas, esparcidas por veinticinco ciudades. Desde los adultos hasta los chavales, todos hablan del cambio que se está produciendo: una amistad entre ellos sin edades, sin esquemas, y con los amigos de Brasil, de Paraguay y de Chile. Vínculos que se han convertido en camino, o que han vuelto a encenderlo, que han «crecido junto al trabajo de la Escuela de comunidad», como dice Alessandro, Jefe de estudios de la escuela Nuestra Señora de Luján: «Los amigos y el recorrido que estamos haciendo están suponiendo una revolución para mí, porque la fe es darme cuenta de lo que sucede, mientras que yo aplicaba una teoría a lo que sucedía». Incluso la belleza del movimiento se había convertido en un freno que le alejaba de la realidad. Pero una noche se dio cuenta.
Los padres de la clase VII, la de su hija Guadalupe, organizan una fiesta para los diplomados. Una fiesta pésima. «Comparada con las “nuestras”, no merecía la pena quedarse ni veinte minutos». Se quedó cinco horas. «Mis críticas se vinieron abajo cuando empecé a mirar. Yo estaba allí con mi pobre humanidad, con el deseo grande y lleno de límites de acompañar el crecimiento de Guadalupe. Y pude ver a treinta chavales con sus padres, abuelos, hermanos, con la misma esperanza de felicidad. En aquella realidad de padres y madres reconocí Su Presencia: Él no estaba presente en mi prejuicio».
Los novecientos niños de Nuestra Señora de Luján están hoy en casa, y hay silencio en el claustro de esta escuela fundada sobre la propuesta educativa del movimiento, en medio del barrio Parque Patricios, al sureste de Buenos Aires, una zona bastante fea. «Cuando llegué, lo único bonito del barrio eran las caras de esta gente de la escuela», dice Vanessa, que antes de dar clase de Religión se quedaba en la entrada con las otras madres. Entre ellas estaba también Mabel, que ha escrito una carta a sus nuevos amigos para decir que desde este año, cada 3 de julio festejará su nacimiento. Tiene cincuenta años. Pero cuando escuchó a don Mario Peretti hablar en los Ejercicios espirituales argentinos, «nací de nuevo: es lo que esperaba en la oscuridad».
Desde Buenos Aires a Santa Fe realizamos el viaje de noche, en uno de los muchos autobuses que unen las ciudades crecidas con el tren a lo largo del Paraná, que forma parte del ADN de esta nación, nacida como un “espacio vacío”, un espacio vacío lleno de inmigrantes. El sesenta por ciento de los argentinos ha bajado de un barco o tiene sus raíces en Europa. El otro factor constitutivo es una historia plagada de revoluciones sociales. «Aquí la política es como la humedad: está por todas partes», nos dice por la mañana Jorge Castro, analista internacional, en su estudio situado en el centro de Buenos Aires: «El único arma de incidencia de la Iglesia es la conquista de los corazones. No es una lógica irracional, sino de una razón más profunda». Y piensas de nuevo en ello cuando, desde su apartamento sobre el Río Salado, Aníbal Fornari, filósofo y responsable del movimiento en Argentina, te habla de su revolución de hoy.

«Lo que buscas existe». En los años de la dictadura se había adherido al sector cultural de la revolución, un grupo de intelectuales católico-peronistas, críticos del foquismo, la guerra de guerrillas, y fascinados por la figura de Juan Pablo II. En 1984 se reincorpora a la universidad estatal, de la que había sido expulsado en el 78. En este mismo año se topa con el movimiento. Don Giussani participa en un encuentro en Montevideo, Uruguay, y de ahí nacerá la comunidad argentina, la segunda –después de Brasil y junto a Paraguay– de América Latina. Los primeros en vivir la fascinación de la propuesta de Giussani son un grupo de amigos y hombres de cultura, entre los que estaba Methol Ferré, que ya el año antes, «a su vuelta del Meeting de Rimini, me dijo: “Existe lo que estás buscando”», recuerda Aníbal: «Por eso fui a Montevideo. Hasta aquel momento, todo estaba truncado en mi vida: mis hijos no seguían mi propuesta moralista y ritual, y con mis estudiantes la relación se quedaba en una simpatía intelectual».
Precisamente el carácter intelectual ha marcado la historia del movimiento aquí. Con todo el riesgo de vivirlo como «un sujeto cultural que habría tenido su “momento”», explica Aníbal: «Decíamos: llegan estos chicos, les educamos… Pero poníamos en el carisma una esperanza utópica. Es cierto, con todo el ornamento perfecto: dejamos todo en manos de Dios». Pero de fondo, en realidad, siempre había una incredulidad con respecto a la incidencia de lo que vivían en la historia: «Entre nosotros hablábamos de política partiendo de una debilidad a superar, como si Cristo no tuviese poder para entrar en la historia. En resumen, pensábamos: somos cuatro gatos… Y yo me veía sin una forma persuasiva, ni para mí ni para ellos».
El cambio que se ha producido en los últimos años viene de dejar un espacio a la amistad. Esa amistad que se ha dilatado gracias al encuentro con Julián de la Morena, responsable del movimiento de toda América Latina, y con los amigos brasileños y paraguayos. «En las últimas vacaciones de Bariloche», dice Aníbal, «se ha reunido una vida nueva, atraída por una Presencia». Un terremoto, también por el descubrimiento de la posibilidad de una incidencia histórica. Este año, dos momentos han puesto de manifiesto para él lo que está sucediendo. La ironía grande y tierna de Julián Carrón en una Escuela de comunidad: «Pero, ¿por qué Jesús no hizo un partido político?». Y luego el editorial de Huellas de junio sobre las elecciones políticas: «Fue un acontecimiento, como sucede cuando las palabras ya no son palabras. He entendido qué tenía que ver conmigo ese cura del Pime del que hablaba don Giussani». En la lejana Amazonia, lo veía alejarse con sus botas y adentrarse en los pantanos para encontrar a un solo hombre, un indio. «Yo me quedaba siempre fascinado, y decía: sí, esto es el cristianismo. Pero era como un hecho grandioso y lejano. Ahora ya no espero ningún “momento”, pido que suceda Jesús para mí y para quien me conceda encontrar. Sólo un hombre para el que Cristo es todo puede generar un cambio».

El nudo en el alma. No se explica de otro modo la vida de Fede, de Pepe o de Santiago. Algunos de los “jóvenes trabajadores” argentinos para los que la vida ha cobrado intensidad a través de una amistad. Fede no puede olvidar el día: 16 de octubre de 2009. Trabaja en American Express, tiene veintisiete años, y lleva trece en el movimiento. «Siempre he participado en todos los gestos y las invitaciones. Seguía por seguir. Y estaba triste». Hasta que ve su mismo dolor en los ojos de Pepe. Empiezan a compartirlo con Alessandro, un amigo más grande que les invita una noche a tomar una cerveza. Van sin ganas. Allí conocen a Julián de la Morena, al que no habían visto en su vida: «Hablé de mí sin interés», dice Fede: «Pero aquel hombre seguía mirándome. Me había tomado más en serio que yo mismo. Empezó a hacerme preguntas. Hablábamos de mi vida con una intensidad tan grande que yo habría preferido morir antes de no estar allí aquella noche: Cristo se había introducido. A través de alguien que no había venido a decirme algo, sino a hacer su camino». Se apasiona por un hombre libre.
También ha sido así para Pepe, que trabaja en Neuquén, al norte de la Patagonia. En la amistad con ellos y con los amigos de Brasil y de Paraguay no se ha deshecho el «nudo que tiene en el alma», pero tiene clara una cosa: «Mi corazón no vibra así por Julián, por Fede, por nadie… Es Cristo, quiero que sea cada vez más carnal». La misma razón por la que Santiago se ha inscrito en la Fraternidad hace dos meses. Él, que no quería nada “sistemático”. Treinta años, ocho mudanzas por todo el mundo: cuando Argentina se desmoronaba en 2002, se despidió de la agencia de comunicación en la que trabajaba porque «tenía dinero, vacaciones, chicas, una casa para el fin de semana, partidos de fútbol y una gran amargura en el corazón: nada de eso me bastaba».
Ha pasado por Mallorca, Londres, Lugano, Ginebra. Ha limpiado oficinas, regado pistas de tenis, montado muebles… «Para mí, crecido en una sociedad en donde la familia es todo, esos años a trece mil kilómetros han sido duros, pero nunca me ha faltado una señal de la Providencia: cuando estaba con el agua al cuello, siempre “llegaba” algo, la llamada imprevista de un amigo, un encuentro con Pablo, la posibilidad de confesarme, el bien verdadero de una chica. Ahora necesito una amistad que me recuerde que mi historia es “Él, que ha hecho todo conmigo”».
Es lo mismo que cuenta Graciela D’Antoni: «Aunque yo lo negaba, Él siempre me ha acompañado». Una señora elegante, decana de la laicísima Facultad de Ciencias exactas de la Universidad de La Plata, nos recibe en el ateneo que durante los años de la dictadura tuvo el mayor número de desaparecidos. Desde que tenía diecisiete años negaba ser cristiana. En la actualidad, hay estudiantes y profesores que van a su despacho a confiarle que lo son. O a bombardearle con preguntas.
Cuando conoció CL cambió tanto su vida, que decidió invitar a Cleuza Ramos a la Universidad para hablar sobre los Trabajadores Sin Tierra de Sao Paolo. En vista del contexto, le pidió que no hablara de Cristo. «Ella lo citó por lo menos cien veces». Pero ese encuentro marcó a todos: «En las elecciones siguientes, fui elegida decana». Ahora es un gran desafío para ella «decir quién soy», sobre todo cuando el Consejo de facultad debe tomar posición sobre temas como el aborto o los matrimonios homosexuales. Pero hay más: «No es que sin Cristo haría mi trabajo de otra manera, sino que no lo podría hacer. Es muy grande el compromiso, a veces me parece imposible, pero no tengo miedo. El cristianismo es la única manera que tengo de vivir».

La zamba de Francisco. El Río Salado separa Santa Fe de la comunidad de San Tomé. Está formada solo por cinco personas, pero son un espectáculo. «Si no me hubieseis invitado esta mañana, estaría todavía en la cama. Y el Misterio me habría pasado al lado», dice Gabi antes de marcharse, tratando de explicar la inexplicable belleza de una hora de conversación. Carolina y Esteban han conocido hace un año a Gerardo y a Valeria, sus vecinos, pero parece que son amigos de toda la vida. Se pasan la cantimplora con mate caliente, y describen lo que se ha desvelado al organizar la exposición De la tierra a las gentes en su ciudad: todo nació de una pregunta lanzada por Esteban («¿Por qué se celebra la Navidad el 25 de diciembre?»), y terminó con el alcalde cenando su casa («Nunca he vivido una experiencia de Iglesia como la que vivís vosotros»). Pero todo sigue adelante, se ve en los ojos llenos de lágrimas de Carolina: «No sabíamos cómo hacer, todo aquel trabajo para cinco personas, pero pensamos que si Cleuza y Marcos hubiesen hecho sólo lo que podían, no existiría todo lo que vemos hoy en Sao Paolo. Y así, al movernos, el Señor se ha manifestado. Y yo ahora me muevo cotidianamente porque estoy segura de que Él se manifiesta».
Por la noche, en Santa Fe, encuentro con una decena de estudiantes universitarios. De Córdoba, Rosario, Buenos Aires. Algunos van a universidades privadas, otros a centros públicos, como Ezequiel, que durante la ocupación del movimiento estudiantil en Ciencias políticas se ha dado cuenta de que no tiene amigos en la facultad. «Con mis compañeros compartía sólo el café. Pero si no tuviese amigos de verdad como vosotros, no me habría dado cuenta de que estoy solo. Sois un antídoto a mi ideología. He empezado a estar atento». A darse cuenta, por ejemplo, de Sebastián, que tenía su mismo deseo, hasta el punto de hacer un manifiesto juntos. «Yo, de CL, él, marxista y ateo».
Francisco estudia Filosofía, y no tiene vergüenza alguna en reconocer que «a los veinte años era ya escéptico». El folklore argentino siempre ha sido la pasión de sus padres. Un gran amor experimentado desde niño, pero que se ha perdido: «Porque no entendía el vínculo entre la música y yo, y dejé de escucharla». Hasta que Patricio, un amigo, se dio cuenta de aquella pasión sepultada, y «de ahí resurgió todo». Así es como ha nacido el grupo Remolinos.
Pero Francisco está conmovido porque por fin ha comprendido: «El fuego que había en aquellas canciones era siempre el mismo, una herida abierta, una urgencia humana verdadera que resonaba en mi persona». La Zamba de Vargas, la más antigua que se conoce, habla de un general que, en el momento decisivo de la batalla, pide a la banda que toque para sostener a los soldados: «En medio de la confusión, las notas llevaban valor al alma. Es lo mismo que me ha pasado a mí. La música ha vuelto a encontrar eco en mí. Y me ha despertado». Que luego esta cosa suya haya tenido un reflejo público, un concierto de Remolinos para los damnificados por las inundaciones de Petrópolis y el terremoto de Japón, «esto ha sido un regalo desmedido y una promesa: lo que yo soy es para el mundo».
Por esto podía Sábato responder así al destino del tango: «El latido de la vida exige un intersticio, apenas el espacio que necesita un latido para seguir viviendo, y a través de él puede colarse la plenitud de un encuentro». Un infinito a nuestra medida.