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Huellas N.9, Octubre 2011

PRIMER PLANO / El Papa en Alemania

El poder de un corazón dócil

Stefano Alberto

En el primer discurso de un Pontífice al Bundestag, Benedicto XVI ha ido al corazón de un problema que nos atañe a todos: ¿cómo se reconoce lo que es justo? De este modo ha puesto otra piedra miliar en el camino para «ampliar la razón»

El gran discurso de Benedicto XVI en el Bundestag representa otra piedra miliar en el camino para «ampliar la razón», y que justo había empezado en Alemania en septiembre de 2006 en la Universidad de Ratisbona. En el Parlamento alemán el Papa ha ido al corazón de un problema que no atañe sólo a los políticos y a los hombres de gobierno, sino a cada uno de nosotros en nuestro quehacer cotidiano: ¿cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo se realiza el derecho? ¿Qué significa la inteligencia del derecho? Si el poder se separa del derecho, de la exigencia de justicia, resulta inevitable la consecuencia que san Agustín describe en el De civitate Dei (se trata de una cita que se encuentra también en la Spe salvi): «Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?». Al igual que lo que sucedió con otras horribles dictaduras, precisamente en Alemania la terrible experiencia del nazismo hizo de esta triste posibilidad una trágica evidencia histórica.
Servir al derecho y luchar en contra del dominio de la injusticia sigue siendo la tarea fundamental del político. Sin embargo, en las democracias modernas dicha tarea no puede reducirse al criterio de las mayorías parlamentarias, a una mera corrección formal, aunque necesaria, de los procedimientos.
Benedicto XVI ya había abordado este tema, retomado también en la ONU (en abril de 2008), en la fallida conferencia en la universidad de La Sapienza de Roma (en enero de 2008). Citando a Jürgen Habermas, había indicado la necesidad de encontrar una forma razonable para solucionar los conflictos políticos mediante un «proceso de argumentación sensible a la verdad». Hoy no es para nada evidente, ha subrayado en el parlamento alemán, reconocer «qué corresponde ahora a la ley de la verdad, qué es verdaderamente justo y puede llegar a ser ley». Tal tarea nunca ha sido fácil, pero hoy resulta, por la complejidad y las contradicciones de nuestra sociedad, especialmente ardua.
Con el ejemplo del rey Salomón que pidió a Dios un corazón dócil para poder hacer justicia al pueblo y saber distinguir el bien del mal (cfr. 1R. 3,9), el Papa individúa la existencia de un factor objetivo, presente en cada persona y que la guía también en la búsqueda de los criterios para la formación del derecho. El cristianismo, desde su nacimiento, ha distinguido claramente entre religión y Estado (fundando así el principio de la laicidad), y no ha impuesto jamás a éste y a la sociedad un derecho religioso revelado. En cambio, ha reenviado el problema a la naturaleza y a la razón, en correlación entre ellas, como verdaderas fuentes del derecho, abriendo así un fecundo diálogo entre la filosofía (griega) y el pensamiento jurídico (romano) que permitió el nacimiento de la cultura jurídica occidental que aún hoy, a través del medievo cristiano, el iluminismo y las modernas Constituciones, influye en las democracias de todo el mundo.
La correspondencia entre naturaleza y razón, el «corazón dócil» del rey Salomón, reclamada también en el famoso pasaje de la Carta a los Romanos (Rm, 2,14s.) está ahora dramáticamente en crisis. La concepción positivista de la razón ha reducido el concepto de lo racional al mero conocimiento experimental propio de las ciencias y el de naturaleza, en consonancia, a «una suma de datos objetivos, unidos los unos a los otros en relación de causa y efecto» (Kelsen). De esta reducción se deriva la actual tesis central del positivismo jurídico (la famosa «falacia naturalista» de Hume) por la cual entre el ser y el deber ser se abriría un abismo insuperable. Una concepción de la naturaleza exclusivamente funcional no puede abrir ningún camino hacia el derecho y la justicia, la cual Kelsen reduce a «un ideal irracional». De otro lado, si sólo es racional en sentido estricto lo que se puede experimentar y falsear, en esta racionalidad no pueden volver a entrar otras dimensiones de la conciencia, justamente las que abren el fundamento de lo justo en las relaciones entre los hombres.
El racionalismo científico ha sancionado la crisis, aparentemente definitiva, de la noción clásica de derecho natural, ya reconocida, por lo demás, por el propio cardenal Ratzinger en su diálogo con Habermas de 2004 en Mónaco: «Se considera hoy una doctrina católica a menudo peculiar… así que uno casi se avergüenza tan sólo de mencionar el término».

Aire fresco. Benedicto XVI en su discurso no pretende ni volver a proponer ni contraponer esquemas ideológicos, más bien considera con su habitual lucidez y serenidad el límite de la razón positivista, que se presenta de manera exclusiva, bajo la imagen de un edificio de cemento armado sin aberturas, un «mundo auto-construido» en el que lo humano, con sus exigencias originales, se ahoga. Pero, ¿cómo se pueden abrir las ventanas para «ver de nuevo la inmensidad del mundo»? ¿Cómo puede la razón reencontrar su grandeza sin deslizarse hacia la irracionalidad? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su verdadera profundidad, en sus exigencias y con sus indicaciones?
El camino que ha elegido el Papa para responder ha sorprendido a todos por su genialidad y frescura. La valoración del movimiento ecologista, muy significativo en Alemania a partir de los años setenta, que trajo «aire fresco» al debate cultural y político, ha puesto bajo la atención de todos «que la materia no es tan solo un material que se usa para nuestro hacer, sino que la tierra misma lleva en sí su propia dignidad y nosotros tenemos que seguir sus indicaciones». Vuelve aquí de un modo inesperado un tema querido por el Papa, el de la racionalidad de la materia y del mundo (pensemos en sus varias intervenciones sobre la evolución y la ciencia), un lenguaje que puede ser descubierto y acogido por la razón, que remite al logos, a la Razón creadora, a la Razón-amor.
Volver a aprender a ver las señales y escuchar el lenguaje de la naturaleza abre al redescubrimiento de la “ecología del hombre”, que posee una naturaleza que debe respetar y no manipular. «El hombre no es solamente una libertad que se crea por sí misma». La verdadera libertad es respetar y reconocer la propia naturaleza, que es dada, no el producto de la propia voluntad autónoma.
Dejarse golpear, asombrarse por este “ser dado” vuelve a abrir el camino a la reflexión de «si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una Razón creadora, un Creator Spiritus».

El dique más potente. Es en la convicción acerca de la existencia de un Dios creador donde encuentran fundamento los derechos inalienables del hombre, su inviolable dignidad, la igualdad de todos los hombres ante la ley.
Estos conocimientos de la razón pueden ignorarse, pero al precio de cortar las raíces de nuestra convivencia, de nuestra cultura —que nace del encuentro entre Jerusalén, la fe en Dios de Israel, Atenas, la razón filosófica de los griegos, y Roma con su pensamiento jurídico– y sobre todo de renegar las evidencias del «corazón dócil» o, como nos enseña don Giussani, de la experiencia elemental propia de cada hombre.
Benedicto XVI nos ha sorprendido de nuevo indicándonos el punto desde donde se puede volver a empezar la aventura de lo humano, desde las relaciones interpersonales hasta la convivencia civil, con todos sus conflictos y problemas. Siempre se puede volver a empezar desde el corazón, criterio objetivo que todo hombre posee por naturaleza, y que expresa con sus evidencias y exigencias originales, la apertura de la razón a la totalidad de la realidad. En el corazón vibra irreducible la exigencia elemental de justicia que, como ha escrito Julián Carrón en la introducción al volumen Experiencia elemental y derecho, «todos llevamos dentro y que constituye el dique más poderoso contra todas las pretensiones del poder».