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Huellas N.7, Julio/Agosto 2011

HACIA LA JMJ 2011 / Entrevista

La gran necesidad del hombre

Carmen Giussani

¿De qué belleza habló el Papa en Barcelona? Los chicos que acudirán a Madrid podrán acercarse a la catedral, cuya Capilla del Santísimo acaba de ser revestida de mosaicos a cargo del atelier del Centro Aletti. Su director, el p. Marko Rupnik, nos introduce en esta obra, que hablará de manera especial al corazón de los jóvenes

El color del Amor ha vuelto a Madrid. El color del Amor es el atelier del Centro Aletti que ha trabajado diez, once horas diarias, durante casi dos semanas en la capilla del Santísimo Sacramento de la catedral Santa María La Real de la Almudena, para hacer de ella un lugar digno de Su presencia, habitado por la Presencia. Y es el color del Amor porque lo que ves, mientras los observas trabajando, es la comunión con ojos, voces, alegría, amistad, lenguas y culturas distintas… simplemente personas verdaderas. Entre andamios, espátulas y esmaltes, brilla una luz extraordinaria y se mezclan con sabiduría los colores del arco iris. El padre Rupnik escucha, pregunta, y sugiere a cada uno el detalle exacto que necesita, captando con su mirada la unidad de la obra que va tomando forma. Nos encontramos con él en una pausa de trabajo, para prepararnos para el próximo encuentro con el Papa en la JMJ Madrid 2011.

En su homilía en la consagración de la Sagrada Familia de Barcelona, Benedicto XVI dijo: «La belleza es la gran necesidad del hombre». ¿Qué belleza necesita el hombre hoy?
Al hablar de belleza, quiero referirme a dos grandes autores que han realizado una síntesis formidable: Soloviev, que dice que «la belleza es la carne de la verdad y del bien», y Florenski, que lo explicita aún mejor: «la verdad revelada es el amor, el amor realizado es la belleza». Creo que Benedicto XVI se refería a esta belleza, porque esta belleza es la que el mundo necesita. En mi opinión, la belleza, al ser la plena realización del amor en la historia, pone al descubierto muchas falsedades y romanticismos. El hombre europeo ha ido tergiversando paulatinamente muchas cosas, y vive en una gran confusión. Ciertamente está muy confuso con respecto a lo que es el amor. Y, lamentablemente, tampoco nosotros los cristianos estamos exentos de esta confusión. Poco a poco, el amor se ha ido entendiendo de manera cada vez más abstracta y, en este sentido, pagana. Como si para amar bastara con darse una especie de imperativo ético, que luego se traduce en algo vago, romántico, agradable, y en este sentido, “bello”. Esto es un tremendo engaño. Porque la plena realización de la verdad como amor, en la historia, es Jesucristo. En Él se pone de manifiesto que no es posible amar como decía antes. Hasta tal punto es así, que los discípulos tuvieron esa misma dificultad con Él. También Pedro se elabora una visión del Mesías, de un modo de salvarse y de amar, que es pagana. Por ello Cristo le dice: «Aléjate de mí, pues no piensas como Dios», porque Pedro se pone al mismo nivel del tentador en el desierto, es decir, en la pretensión de realizar algo que es divino –el amor a Jesús y a los hombres– fuera del designio de Dios. Puesto que el amor tiene su única fuente en Dios, y no hay otra, no puede ser realizado más que como Dios quiere. Y la única, verdadera, posibilidad de realizar el amor se abre para nosotros cuando Dios decide libremente –por amor– vivir como un hombre. Podemos amar en virtud de un intercambio: Él se hizo hombre para que nosotros pudiéramos, con Él, aprender a vivir y a amar como Él, de modo divino. Creo que la belleza ha tenido la misma suerte. La belleza, en mi opinión, se perdió cuando cayó en manos de la filosofía moderna, y, después, en los distintos idealismos y romanticismos, con lo cual acabó en la cosmética.

¿A qué te refieres?
La gran tragedia –uso adrede esta palabra– del espíritu europeo es que hemos excluido del ámbito del conocimiento el mundo de la Creación, y, por tanto, el mundo material y corpóreo. Así, cualquier cosa ha pasado a ser “conocimiento”, todo se ha convertido en “verdad”, entendida en un determinado sentido; y estas dos cosas, el cuerpo y el mundo material, se han ido rechazando cada vez más como no pertinentes al conocimiento. Hasta tal punto, que en la práctica hemos confiado todo el mundo del cuerpo y la materia a la ética y a la moral. Con lo cual, hemos conseguido suscitar, a lo largo de los siglos, una tremenda alergia hacia la fe y la Iglesia, porque el mundo ha acabado por considerarla como la autoridad que ha encerrado la realidad del cuerpo y el mundo material en la ética y en la moral, dictando las reglas de comportamiento. Para hablar de belleza hoy, en mi opinión, es absolutamente necesario volver a una visión orgánica, auténticamente teológica, del símbolo. Y como también esto se ha perdido, resulta muy difícil hoy hablar de belleza.
En este sentido, la liturgia es otro aspecto que se ha empobrecido totalmente, de manera dramática, encerrada en ritos y ceremonias. El hombre no puede vivir sin el amor. Con un amor pagano, nadie se salva, por tanto el hombre sabe bien que es insuficiente; pero el amor verdadero, el de Cristo y en Cristo, por todo lo que hemos dicho antes, está vetado por múltiples prejuicios. La Belleza, en cambio, es realmente el amor vivido de manera pascual. Pero aquí debo referirme a un último, a un gran “ausente”. No se puede realizar el amor en este mundo de la historia, en el mundo humano, ni siquiera el amor de Cristo, sin el Espíritu Santo. Porque la encarnación del Verbo es obra de la sinergia del Espíritu Santo y del hombre, es decir, de la mujer de Nazaret. Por lo tanto, nada funciona sin epiclesis*; sin invocar al Espíritu Santo no hay ninguna transfiguración, no hay nada. Mientras que nosotros, de alguna manera, hemos sustituido al Espíritu Santo por una dimensión de la racionalidad, por una especie de racionalidad. Lo cual no funciona. Porque el Espíritu Santo garantiza la ontología del amor, y cuando ésta falta, el amor se reduce a la fuerza en un sentido ético y voluntarista; pero claro está que la ética y la moral no bastan para transfigurar el mundo, para amar. Mucho menos funciona la liturgia, que es la expresión suprema de la Belleza, esto es, del Amor.

Julián Carrón cita en este sentido un pasaje de la Deus caritas est: «La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito».
La afirmación de Benedicto XVI es tan evidente, tan elemental, propia de Catecismo, y sin embargo suena casi escandalosa hoy, porque nosotros los europeos somos expertos en hacer ideología de todo, hasta el punto que hemos reducido también a Cristo a una cristología.
Hay un poeta esloveno, Dragotin Kette, que escribe una cosa muy bonita. Dice que ha advertido la presencia de Dios –es decir, la ha visto– en los ojos de una hermosa muchacha, y le ha llenado de un respeto inmenso, infinito. Sintió una intimidad tal con esta presencia que a veces le parecía que entre las dos habitaciones de su corazón, entre aquella en donde dormía Dios y en la que dormía él, hubiera una pared tan sutil que a veces sentía cómo Dios respiraba mientras duerme, y él, el poeta, se quedaba quieto y no se movía durante un largo rato porque temía despertarle y entonces dejar de sentir su respiración. Luego –dice–, acudí a las aulas de catequesis y me dijeron que eso no iba bien, que no servía. Y que tenía que aprender a dar respuestas claras y a servirme de conceptos obvios: «Y yo aprendí muchas cosas, pero este respiro de Dios no lo volví a sentir jamás».

¿Qué debemos buscar hoy, en una situación en la que esta afirmación de la encíclica resulta casi escandalosa?
El cristiano debe buscar la unidad de su vida y la unidad del pensamiento, la unidad entre lo que vive y lo que piensa. Pero no al modo de los grandes pensadores occidentales que han dado lugar a los grandes regímenes sociológicos y políticos. Porque las ideologías, o cualquier clase de violencia, son una simple aplicación de nuestra forma de pensar, que se caracteriza por un pensamiento encorsetado, inducido, como hacían los antiguos regímenes de la Europa del este. Nosotros no tenemos un pensamiento libre, sino un pensamiento sumiso, sometido a determinadas formas de pensar.
En cambio, un cristiano debe buscar dónde existe esta unidad, esta organicidad. Yo pienso que no sólo el cristiano, sino cualquier hombre, tiene un olfato casi infalible. ¿Para qué? Para reconocer dónde habita verdaderamente el amor. Sabe entender perfectamente dónde tan sólo se habla del amor, dónde el amor es un deber, y dónde en cambio el amor es libre, y las cosas se hacen de manera gratuita y sin intereses. Creo que ésta es la cuestión esencial hoy. Porque, mira, nosotros hacemos un montón de obras buenas, somos una Iglesia que está hasta cansada a causa de todo lo que hace. Pero, al hacer examen de conciencia, tenemos que preguntarnos: «Pero, la gente, ante estas obras buenas, ¿se queda indiferente, las utiliza, las usa, nos admira, incluso nos aplaude y nos da las gracias, o algo se mueve en su corazón y empiezan a alabar al Padre Nuestro que está en los cielos?». Si esto no sucede, nuestras obras no son verdaderamente buenas, son obras de ese amor pagano del que hablaba antes. De lo contrario, algo debería moverse en quienes las ven. No puede ser de otro modo. Recluyendo el mundo material y corpóreo en el ámbito ético y moral, nosotros suscitamos admiración por nuestros éxitos, no por Dios. Porque delante de una obra ética, moral, se dice «Qué bien lo hacéis», pero no se dice «Qué hermoso. ¡Aquí está Dios!». Sólo la ontología suscita el asombro que hace decir «¡Qué hermoso!». Tener éxito no es atractivo. Puede llevarnos a compararnos con los demás, a admirarlos o contestarlos, pero no es atractivo. Para que algo atraiga es necesaria la Belleza.

Los chicos que acudirán a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud, visitarán la capilla del Santísimo Sacramento, y en el mosaico frente a la entrada leerán: «Venid a adorarlo».
No sé si vendrán a la Capilla. De todas formas, pienso que lo más importante sería que, entrando, por un momento se quedaran sobrecogidos. Sólo así, todo lo que llevan dentro empezará a despertarse después. A lo mejor, seis meses después, o diez años después, pero en cualquier caso podrán decir: «Una vez vi algo hermosísimo, que me tocó mucho». Esto sería lo más grande que podría suceder. Porque significaría que aquí han advertido una “presencia”, que hay una habitación donde mora una Presencia, que existe un lugar habitado. Y puesto que habrá un contraste muy fuerte en la capilla, porque toda ella es muy luminosa pero hemos puesto en la pared que está al fondo, detrás de la «torre eucarística» donde está el Sagrario, siete u ocho metros cuadrados de negro… Yo espero que al mirarla entiendan que dondequiera que estén, sea cual sea la circunstancia que atraviesen, sus tinieblas no podrán nunca vencer el amor de Cristo.
Porque hoy los jóvenes –hay que saberlo –están ya heridos y, a veces, degradados. El año pasado, uno de ellos, de veinte años, me dijo: «Padre, yo soy uno de esos que ya fue concebido ante la pornografía de Internet». Es terrible. Yo quisiera que estos jóvenes, que a lo mejor a los trece años ya lo han probado todo, que piensan que ya lo saben todo, y a lo mejor se emborrachan todos los fines de semana, vieran el esplendor de la luz que acorrala a la oscuridad de la noche; quisiera hacerles ver que sus tristes escenarios son como el fondo favorable para su relación con Dios, con el Padre bueno.
¿Por qué ha fracasado la familia? ¿Por qué parece que esté desapareciendo? Porque todo –trabajo, afectos, sociedad– ha sido reducido a un problema ético, en lugar de espiritual, sacramental. Porque a una madre que se levanta por la noche siete veces para atender a su hijo, nadie, a no ser algún santo confesor o viejo párroco de montaña, ha logrado mostrarle que así ella está cumpliendo el sacramento del matrimonio, que su vida es un espacio sacramental. Eso es algo extraordinario, ¿no te parece?

En este encuentro mundial los jóvenes conocerán a muchas personas y verán muchas caras nuevas. ¿En qué te fijas tú cuando miras una cara?
Tengo que decir que yo estoy realmente impresionado por muchos rostros. Siento que he recibido una gracia cuando recibo el don de una cara, de una mirada que trato de acoger como algo sagrado. Y algunas veces veo mucha luz en los ojos. A menudo me fijo en los ojos. Y, en el mosaico, los hago negros, casi negros. Normalmente, si podemos, pero no siempre lo logramos, tratamos de romper el esmalte de un solo golpe. Si tenemos que hacer una pupila de diez centímetros de diámetro, no lo conseguimos; nadie es capaz de partir una pieza de esmalte de dieciocho milímetros en dos partes, en dos lascas. En ese caso, componemos los ojos con dos piezas, pero normalmente los hacemos de un solo corte, porque está escrito que tu mirada debe ser simple, pura. Por eso me parece importante hacer el ojo de una sola pieza, no compuesta. Si el ojo es compuesto, ya está falseado, es artificioso, puede esconder algo, seducir. Y si es de una sola pieza es sencillo. Además, lo hago oscuro, porque los ojos oscuros nos recuerdan a lo que he dicho antes, a propósito del negro de la noche. Porque si miras unos ojos negros, muy oscuros, hace falta realmente poco para que captes una luz hermosísima en esos ojos. Con frecuencia he encontrado en los ojos oscuros destellos realmente imprevistos. Como en las catedrales góticas, en donde si cambias un poco de perspectiva se abren escorzos impresionantes, llenos de luz. Así son estos ojos. Hoy es raro encontrarse con gente que sostenga la mirada, que se miren a los ojos, y es algo muy importante. Creo que por eso, incluso los ojos claros tienen este centro oscuro, la pupila, en el que se reflejan estos destellos de luz. En los ojos se comunica verdaderamente el Espíritu y el verdadero rostro de la persona.
Además, miro la cara. La cara es carnal, pero es maravilloso cuando conoces a ciertas personas cuyos rostros te hacen olvidar que son de carne y te llevan más allá, allí donde el cuerpo se transubstancia en el cuerpo glorioso, porque su expresión está ya integrada, completamente penetrada del Espíritu, que les ha dado ya la impronta del amor realizado. Entonces no se percibe ya la carne como tal. Te quedas prendado por el amor que habita en él. Es justo así. Creo que éste es el rostro de la Virgen: es su carne penetrada por la mirada de su Hijo, por eso entre ellos hay alguna semejanza. Para mí, pintar, dibujar la cara de la Virgen es siempre un fuerte encuentro con Cristo. Porque ella le dio su rostro carnal, entonces, ¡imagina cómo la miraba Él!
Deseo a los jóvenes –y rezo por ello– que puedan conocer a personas que les miren con Su mirada.

* El momento de la Liturgia Eucarística en que el celebrante extiende sus manos sobre el pan y el vino e invoca al Espíritu Santo, para que por su acción los transforme en el cuerpo y la sangre de Jesús.