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Huellas N.7, Julio/Agosto 2011

ACTUALIDAD / El imprevisto árabe

No hay vuelta atrás

Alessandra Stoppa

¿Hacia dónde se dirige Oriente Medio? La respuesta implica una «concepción del hombre» que tiene que ver con todos. Oasis ha reunido a expertos del mundo musulmán y a cristianos de Oriente y de Occidente para entender mejor el momento crucial de las insurrecciones, y el «deseo de infinito que se ha despertado»

Un comité científico inquieto es algo digno de verse. La ocasión se ha producido al sentar juntas a cincuenta personas, con sus experiencias, para hablar sobre un tema inédito. Pocas cosas seguras, ninguna obvia, muchísimas preguntas que suscitan otras más, no previstas. Por eso, las palabras del cardenal Angelo Scola después de dos días de trabajo suenan como una confirmación: «La realidad es el dedo de Dios». Es necesario mirar allí donde este indica. Como se pueda, sin prisas por definir, por encasillar. Pero sin sustraerse a lo que sucede: el movimiento que está descomponiendo el mundo árabe pedazo a pedazo. Esto es lo inédito. Lo imprevisto, como dice el título del encuentro anual del comité científico de la Fundación Oasis: Oriente Medio, ¿hacia dónde? Nueva laicidad e imprevisto norteafricano.
Expertos del mundo musulmán, cristianos de Occidente y de Oriente, estudiosos y prelados llegados desde América, Europa y, sobre todo, de distintos países del norte de África y de Oriente Medio. Más que un encuentro, dos días (20 y 21 de junio) de convivencia. Desde la mañana a la noche, en una isla de la laguna veneciana, San Servolo, se confrontan hechos e interpretaciones para comprender más de cerca las insurrecciones que han interpelado al mundo entero desde las plazas árabes.
Si hay algo que resulta claro al cabo de dos días de trabajo es que estas protestas constituyen un momento crucial, un punto de no retorno. No sólo por la incidencia que han tenido, por ejemplo, la caída de los regímenes egipcio y tunecino, sino ante todo porque «de simples revueltas se han convertido en revoluciones». Lo afirma Scola, presidente de Oasis, citando a Augusto Del Noce: «El momento de la revuelta pura se disocia de la idea de revolución en cuanto que para ésta resulta esencial la idea de verdad». Y las insurrecciones árabes, junto a reivindicaciones económicas, políticas y sociales, han puesto sobre la mesa una idea de hombre. Aunque sólo sea por cómo se han expresado: ningún sello ideológico, «ninguna afirmación identitaria, de pertenencia religiosa, étnica o política», explica el politólogo y orientalista francés Olivier Roy: «Sino más bien la afirmación de la dignidad de la persona. Por primera vez, hemos asistido al uso de la palabra karamat, que se traduce como “dignidad individual”. En lugar de la palabra “honor”, que supone una referencia colectiva».

Hasta Arabia Saudí. Este momento de ruptura, que Roy describe (la sociedad árabe tiene menos hijos, rechaza las personalidades carismáticas, no es “menos religiosa”, sino que la experiencia religiosa está diversificada), tiene una necesidad urgente: necesita una orientación. Pero para no perderse, para «seguir siendo revolución», para no quedarse como «un momento excepcional pero efímero», o consumarse en una «democracia fugaz» –como destacan muchas intervenciones–, el movimiento que se está produciendo debe profundizar en la concepción de hombre y de sociedad hacia la cual tiende. Esto impica forzosamente el paso a formas institucionalizadas. Aquí radica la dificultad del momento que, según los análisis y relatos de los invitados, ya está planteando el reto que supone ir hacia una sociedad plural. Sean quienes sean los actores de los futuros escenarios políticos, no podrán dejar de hacer cuentas con el pluralismo que se ha mostrado en las plazas, un factor que no se puede perder.
Esto puede verse en muchos aspectos: en la oposición creciente entre “laicistas” (ilmânîyyîn) e “islamistas” (islâmîyyîn) en Túnez, documentada por Malika Zeghal, profesora de Pensamiento islámico contemporáneo en Harvard; en la plataforma moderada con que se presenta el principal partido islamista tunecino al-Hahda; en las presiones «de intelectuales y de la sociedad civil para “secularizar” a la Hermandad musulmana en Egipto (hasta el retraso de las elecciones parlamentarias de septiembre a diciembre, ndr)», relatadas por Amr El-Shobaki, analista político egipcio y presidente del Arab Forum for Alternatives del Cairo. Incluso en la Arabia Saudí descrita por Madawi al-Rasheed, profesor de Antropología social en el King’s College de Londres: la mayoría de los súbditos es «cada vez menos tolerante» en un país que es «una compañía petrolífera gestionada por la dinastía real», en donde la religión oficial, el wahhabismo, coincide con un movimiento fundamentalista islámico, que utiliza sus prohibiciones (con gran éxito) para impedir cualquier protesta: «Por eso la oleada de turbulencias que ha contagiado también a Arabia Saudí ha sido absorbida. Por el momento».
Se trata de señales distintas que apuntan en la misma dirección: «Se está produciendo una progresiva autonomía de la esfera política con respecto a la esfera religiosa», sintetiza Roy. Y todo gira en torno a una categoría, la de una «nueva laicidad», o «laicidad positiva», que se halla en el centro del encuentro de Oasis.

Mestizaje real. La palabra “laicidad” implica ciertos recelos: secularismo, marginación de la religión de la esfera pública, individualismo... Pero aquí no se habla de una fórmula, sino de leer un hecho evidente: a raíz de los hechos en el norte de África, es necesario repensar el papel de la religión en el espacio público. La relación entre religión y Estado. Sin ignorar el riesgo que podría suponer también para la sociedad árabe la «insistencia en el sujeto y en los derechos del individuo», como reclama Scola: «Nosotros los occidentales, tenemos el deber de poner en guardia con respecto a la búsqueda exasperada de una identidad individual, al secularismo y a la disolución de los vínculos». Porque conocemos bien sus consecuencias nefastas.
Al término de las ponencias, el diálogo continúa en las comidas y en las cenas. Es la fuerza de un método preciso: proponer un lugar de encuentro. Real, y por eso no neutro. En donde la reflexión es tan esencial como el testimonio de la experiencia. En donde, en medio del debate, el concepto de “libertad religiosa” se hace uno con una petición clara: «Ayudadnos a vivir y a integrarnos allí donde Dios nos llama», como dicen algunos obispos llegados desde los países de las revueltas. Aquí no resulta abstracta la idea de mestizaje, categoría provocadora lanzada por monseñor Scola en 2007. «No es una palabra abstrusa», te lanza por sorpresa una de las jóvenes organizadoras: «El mestizaje es en sí una pregunta». Y esto no necesita muchos comentarios, porque la persona que lo afirma es italiana y católica, de padre turco y musulmán: «Es un encuentro continuo, que interroga, que ayuda a no dar nada por descontado». Es una lente, que te acerca a los ojos las oleadas migratorias que llegan a nuestras costas, las poblaciones subsaharianas que empujan tras el Magreb en condiciones desesperadas, los desequilibrios en el desarrollo (incluso en un mismo país) y la urgencia de una intervención que sea más amplia y radical que la acogida y la asistencia: un cambio estructural del sistema económico. Mejor aún, una «nueva razón económica», por la que aboga Benedicto XVI en la Deus caritas est, y poco comprendida: «La necesidad de introducir la dimensión de la solidaridad, de la gratuidad, como constitutivas de la economía», explica Scola. Y por los datos se percibe con claridad que se trata de una urgencia práctica, no de una exhortación ética.

Respuesta digna. Usando de nuevo las palabras del Papa, para finalizar el acto Scola relanza el trabajo necesario para comprender y que se halla en sus fases iniciales («necesitaremos décadas»). Cita un fragmento del discurso del Santo Padre a las Iglesias del nordeste: «Vivís en un contexto en el que el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, a lo largo de siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de persecuciones y pruebas muy duras. [...] Sin embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que sólo toca la vida superficialmente, en aspectos más bien sociales y culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la existencia». Dice que se siente «muy juzgado» por estas palabras: «El Papa está diciendo que el problema es qué experiencia tengo yo de Cristo resucitado».
Como había explicado poco antes Javier Prades, decano de la Facultad de Teología San Dámaso, partiendo del malestar surgido también en las plazas europeas (los indignados de Madrid). Había hablado de «una tarea pre-política» que nos afecta a todos. Frente a «un malestar profundo, que existe, y que no se puede resolver únicamente con medidas políticas y sociales», el trabajo pre-político consiste en interpretar este malestar de forma correcta. ¿De qué se trata? La hipótesis de Prades es clara: «Es siempre un síntoma inequívoco de ese conjunto de exigencias y de evidencias que definen la experiencia elemental de cada hombre». Su sentido religioso. Necesidad de bien, de libertad, de dignidad. La tensión que se puede reconocer en la ruptura que sacude al mundo musulmán.
La responsabilidad de cada uno, la nuestra como cristianos, se hace evidente. No «reflexionar, aunque sea de forma aguda, sobre lo que otros viven». Sino hacer un camino cultural y educativo, aceptarlo en primer lugar con respecto a uno mismo. «Verificar si la fe educa la experiencia elemental», dice Prades. De la maduración de esa experiencia procede la comprensión de uno mismo y la inteligencia del otro, «puede nacer un juicio crítico y una capacidad de diálogo». La posibilidad de ofrecer una respuesta digna de este «deseo infinito que se ha despertado».


EL “NUEVO” TÚNEZ

«Una semilla que ha crecido fuera de los confines de la iglesia. Porque dios es más amplio que su obra»

Desde la caída del régimen al éxodo libio, el arzobispo de Túnez explica por qué «debemos abrirnos» a la historia, y qué «tienen que ver con el Misterio de Cristo»

La historia no le ha concedido tiempo. Ni siquiera para poner las bases del nuevo Estado después de la expulsión del dictador. Túnez no se había repuesto aún de su cambio radical cuando llegaban a sus fronteras casi trescientos mil refugiados libios. En esa frontera se pone a prueba el cambio producido tras la revolución de enero.
«A día de hoy todavía hay en los campos de refugiados entre cuatro mil y cinco mil refugiados africanos. Además de miles de libios: se habla de cincuenta mil personas, alojadas en tiendas o en las infraestructuras proporcionadas por la ciudad de Tataouine. Y el ministerio de Educación ha ordenado a las escuelas del sur que integren a los niños libios en las escuelas de los Gobernantes». Monseñor Maroun Lahham, arzobispo de Túnez, no se fija tanto en los análisis y las previsiones de lo que será del país que ha servido de detonante a la primavera árabe, sino en lo que indica con claridad el presente: «Tenemos el deber de abrirnos a esta historia».
Es la historia que ha llenado las plazas tunecinas, culminando con la expulsión de Ben Alí, los temores sobre la transición, los consensos crecientes en el partido islamista al-Nahda, las manifestaciones impensables por el asesinato del sacerdote polaco Marek Rybinski. Que ha llevado a las revueltas en la vecina Libia. Es la historia de un pueblo. «Si no comprendemos qué tiene que ver esta historia con Cristo muerto y resucitado, entonces estamos sentados en una gran nube y vivimos una ilusión pasajera. Pero si existe una relación entre el misterio de Cristo y esta historia, debemos abrirnos a ella».

¿Qué significa para usted reconocer este vínculo?
Cristo ha venido a traer la libertad. Esto es un hecho. Y no ha venido sólo para los católicos... Cuando se escucha el grito y la exigencia de la población tunecina, de los jóvenes árabes, no se puede dejar de pensar en el discurso que hizo Jesús en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos...» (Lc 4,19). En todo esto hay una gran lección de humildad para nosotros: el grito del pobre da una nueva esperanza a todo el pueblo y nos invita a estar atentos a los signos de Dios, que revelan Su presencia.

Habla usted de «lección de humildad». En su intervención en el Comité científico de Oasis, ha dicho que estos hechos «nos reclaman a revisar aspectos de la presencia de la Iglesia en el servicio y en el testimonio».
Ese deseo, esa semilla de libertad que ha guiado la insurrección, ha crecido fuera de las fronteras visibles de la Iglesia. Y esto sucede porque Dios es mucho más amplio que la obra de la Iglesia. Dios tiene una historia santa para cada pueblo, tiene una historia de salvación para cada país y esta historia, que Dios escribe en cada pueblo para cada pueblo, en cada nación para cada nación, no coincide necesariamente con la historia de la Iglesia en ese país y en ese pueblo. Es más, en Túnez la Iglesia es extranjera, es un “cuerpo extraño”.

¿Qué cambio se les pide a los cristianos? ¿Qué quiere decir «abrirse a esta historia»?
La Iglesia tiene como vocación acompañar humana y espiritualmente al pueblo en el que vive. Debemos leer lo que sucede: ante esta búsqueda de libertad, no podemos encerrarnos en las sacristías y esperar a ver qué sucede. Si hago esto, estoy traicionando mi misión. Pienso siempre en los Hechos de los Apóstoles (cap. 27 y 28, ndr). En el barco que le lleva a Roma, san Pablo se halla en medio de mucha gente; hay peligro de naufragio y él comparte la historia de aquella gente, que no era cristiana. Habla con ellos, reza con ellos, comparten el pan, y ese pan él lo toma y lo bendice: es la presencia de Cristo en un pueblo que no Le conoce. Aquí en Túnez todos estamos en la misma nave, en las mismas aguas, y compartimos la misma historia santa que Dios escribe para este pueblo. Tenemos la tarea de acompañarlo en la búsqueda de la democracia y de la libertad.

¿Cómo estáis ayudando a los refugiados en la frontera libia?
El éxodo libio ha tenido unas dimensiones tremendas, y nos hace preguntarnos por la reacción de rechazo de Europa –tal vez también en crisis, pero rica en cualquier caso– ante veinte mil tunecinos. Visto desde nuestra orilla, resulta incomprensible. Ahora mismo hay dos sacerdotes y tres monjas en la frontera, que durante meses han preparado comida para diez mil personas al día, ayudados por simples voluntarios. Antes de que interviniesen las ONG, Caritas, la Cruz Roja, la Media Luna Roja, y todas las ayudas internacionales. Y cuando desde los pueblos cercanos llegaban ya puntualmente agua y comida. Es la misma ayuda que hemos recibido nosotros del pueblo tunecino durante la revolución. Han sucedido cosas impensables. Un párroco de la diócesis de Túnez vio llegar a sus vecinos: como sabían que no tenía mujer, se hicieron cargo de él. Me contó: «Nunca pensé que se habrían identificado conmigo de ese modo». En Biserta, al norte, el guarda de un convento se ha trasladado con su mujer al interior del convento, para proteger a las hermanas.

¿Ha cambiado realmente la vida en Túnez después de la revolución?
Ha cambiado completamente. Alguien que haya visitado Túnez hace seis meses no la reconocería ahora. No ha cambiado la fachada de los edificios: ha cambiado el rostro de las personas. La gente habla, la prensa es libre, nacen distintos partidos, hay debates televisivos. Yo soy palestino, y vivo en Túnez desde hace seis años: he visto un cambio radical.

¿Es irreversible?
Sí, ya no será posible vivir como antes del 14 de enero. Porque el dictador se ha marchado, y esto es un paso irreversible: es inconcebible pensar en volver a las condiciones de antes. Nadie está dispuesto a dejarse mandar otra vez.

¿Por qué la insurrección de Túnez ha sido tan distinta de las de los países que le han seguido?
Era el país más preparado para tal cambio. Ante todo, por la homogeneidad de la población: son todos árabes, todos tunecinos, todos musulmanes. Además, por el nivel de preparación cultural y por la calidad de vida, la más alta de todo el mundo norteafricano. Este último aspecto es también el más sorprendente, porque la revolución ha tenido un carácter moral y político, más que económico: en Túnez no faltaba sobre todo el pan, sino la libertad.

Con relación a las elecciones, que se producirán a continuación de la votación de la nueva Constitución, los sondeos de los últimos meses han reflejado el crecimiento del partido islámico (del 10 al 26 por ciento). ¿Supone la islamización una amenaza real para Túnez?
Sí. En realidad, los jóvenes (sobre todo los tunecinos) no parecen muy entusiastas del ideal islamista. En las revoluciones nunca se han producido reivindicaciones religiosas, pero es cierto que el islam es una realidad incontrovertible del mundo árabe. Es absurdo pensar que no vaya a jugar un papel dentro del pluralismo político. Sin embargo, el cristiano es optimista por naturaleza, por vocación y, sobre todo, por gracia. Justamente porque Dios guía la historia, y la guía hacia algo mejor.

Pero el miedo se da también en las comunidades cristianas que, en líneas generales, no han apoyado las revueltas.
Hay un rasgo común en las insurrecciones: jóvenes, hombres y mujeres que ya no soportan a un dictador. Desde Mauritania hasta Iraq, hay veintitrés “dinastías” que se suceden de padres a hijos: no importa si se llaman reyes, presidentes, emires, sultanes... todos ellos son dictadores. La juventud árabe ya no soporta esto. Es verdad que cada país tiene sus características, pero hay que considerar qué hay en el origen. En este sentido, creo que también nosotros, cristianos –para los que varía mucho la situación de un país a otro–, debemos asumir el riesgo ante las incógnitas de la época postrevolucionaria. ¿Qué hizo Jesús? Corrió el riesgo y pagó el precio. ¿Acaso podemos contentarnos nosotros con estar tranquilos?
A.S.


EL NUEVO ARZOBISPO DE MILÁN

«El designio de dios siempre es el más conveniente»

El Papa ha elegido para la guía de la diócesis de Milán al Patriarca de Venecia, que en su primer saludo a los fieles ambrosianos habla de «la certeza del paso al que he sido llamado»

Fabrizio Rossi

«La obediencia es el punto de apoyo seguro para la serena certeza de este paso al que he sido llamado». El cardenal Angelo Scola recibió así su nombramiento como arzobispo de Milán, anunciado el 28 de junio, pocos días después del congreso de Oasis. «A pesar de mis límites, gracias a la educación que he recibido desde niño, he aprendido que Dios es siempre más grande y que Su designio sobre nosotros, cuando se acoge con ánimo abierto, es siempre el más conveniente». Después de la fiesta de la Natividad de María (8 de septiembre), con el comienzo del año pastoral, el cardenal Dionigi Tettamanzi hará entrega del palio al actual Patriarca de Venecia.
Nacido en Malgrate (Lecco) el 7 de noviembre de 1941, el cardenal describe así a sus padres, Carlo Scola y Regina Colombo: «Mi madre era una mujer de Iglesia. Mi padre, un camionero socialista híper maximalista. Todos los días leía los periódicos L’Unità y Avanti». En su juventud, Angelo Scola es miembro de la Acción Católica y de la FUCI. Estudia en el Liceo Clásico de Lecco. En 1958 conoce a Luigi Giussani durante un triduo pascual para los estudiantes de Lecco. «Era la primera vez que oía hablar del cristianismo de una forma diferente», recordaría después. «Emergía el nexo entre Jesucristo y mi vida diaria». Se licencia en Filosofía en la Universidad Católica de Milán. En 1967 comienza sus estudios en el seminario de Saronno, que continuará en Venegono y en la Universidad de Friburgo. Es ordenado sacerdote el 18 de julio de 1970.
En este periodo conoce al profesor Joseph Ratzinger, mientras se encarga de la edición italiana de la revista de teología Communio. En los años ochenta es consultor de la Congregación para la doctrina de la fe, de la que es prefecto el cardenal Ratzinger, y da clase de Antropología teológica en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para los estudios sobre el matrimonio y la familia. En 1991 es nombrado obispo de Grosseto, y elige como lema episcopal: «Sufficit gratia Tua» («Basta Tu gracia»). En 1995 es elegido rector de la Pontificia Universidad Lateranense y, dos meses después, es llamado a guiar el Pontificio Instituto Juan Pablo II. El 5 de enero de 2001 es promovido a la sede patriarcal de Venecia y creado cardenal en el Consistorio del 21 de octubre de 2003, con el Título de los Santos Doce Apóstoles. Crea en Venecia el Studium Generale Marcianum, órgano pedagógico-académico del Patriarcado, y el Centro internacional Oasis para el diálogo entre cristianos y musulmanes.
En un mensaje en nombre de todo el movimiento, Julián Carrón ha escrito al cardenal Scola: «Sufficit gratia Tua: estamos seguros de que querrá compartir con todos aquellos a los que encuentre como pastor de Milán la fe y la pasión por Cristo que siempre hemos visto en Usted. Como todos los bautizados ambrosianos, deseamos ser confirmados en la fe para comunicar a nuestros hermanos los hombres la fascinación del encuentro con Cristo, siempre dispuestos a dar razón de la esperanza que hay en nosotros en todos los ámbitos de vida, de estudio y de trabajo». Con este deseo: «Que la Virgen de Caravaggio sostenga Su anhelo de que Cristo sea conocido, y asegure fecundidad a Su ministerio, de modo que todos podamos hacer experiencia hoy –siguiendo al nuevo arzobispo– de la gran tradición ambrosiana: “Ubi fides, ibi libertas”».