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Huellas N.5, Mayo 2011

BENEDICTO XVI

Dispuestos a dar razón de nuestra esperanza

© Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana

Discurso en la Asamblea para el Congreso de AquileiaBasílica de Aquilea, 7 de mayo de 2011

En este contexto vuestro la fe cristiana debe afrontar hoy nuevos retos: la búsqueda a menudo exasperada del bienestar económico, en una fase de graves crisis económica y financiera, el materialismo práctico, el subjetivismo dominante. En la complejidad de estas situaciones sois llamados a promover el sentido cristiano de la vida, mediante el anuncio explícito del Evangelio, llevado con delicado orgullo y con profunda alegría en los diversos ámbitos de la existencia cotidiana. Desde la fe vivida con valentía brota, también hoy como en el pasado, una fecunda cultura hecha de amor a la vida, desde la concepción hasta su término natural, de promoción de la dignidad de la persona, de exaltación de la importancia de la familia, fundada sobre el matrimonio fiel y abierto a la vida, de compromiso por la justicia y la solidaridad. Los cambios culturales en curso requieren de vosotros ser cristianos convencidos, «siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza ante cualquiera que os la pida» (1Pe 3,15), capaces de afrontar los nuevos desafíos culturales, en contraste constructivo y consciente con todos los sujetos que viven en esta sociedad.
La posición geográfica del Nordeste, ya no sólo encrucijada entre el Este y el Oeste de Europa, sino también entre el Norte y el Sur (el Adriático lleva al Mediterráneo al corazón de Europa), el fenómeno masivo del turismo y de la inmigración, la movilidad territorial, el proceso de homologación provocado por la acción invasiva de los medios de comunicación, han acentuado el pluralismo cultural y religioso.

En este contexto, que en cualquier caso es el que la Providencia nos da, es necesario que los cristianos, sostenidos por una “esperanza fiable”, propongan la belleza del acontecimiento de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, a cada hombre y a cada mujer, en una relación franca y sincera con los no practicantes, con los no creyentes y con los creyentes de otras religiones. Sois llamados a vivir con esa actitud llena de fe que se describe en la Carta a Diogneto: no reneguéis nada del Evangelio en el que creéis, sino estad en medio de los demás hombres con simpatía, comunicando en vuestro propio estilo de vida ese humanismo que hunde sus raíces en el Cristianismo, dirigidos a construir junto a todos los hombres de buena voluntad una “ciudad” más humana, más justa y solidaria.
Como acredita la larga tradición del catolicismo en estas regiones, seguid dando testimonio con energía del amor de Dios también con la promoción del “bien común”: el bien de todos y de cada uno. Vuestras comunidades eclesiales tienen en general una relación positiva con la sociedad civil y con las diversas instituciones. Seguid ofreciendo vuestra contribución para humanizar los espacios de la convivencia civil. Por último, os recomiendo también a vosotros, como a las demás Iglesias que están en Italia, el compromiso de suscitar una nueva generación de hombres y mujeres capaces de asumir responsabilidades directas en los diversos ámbitos de la sociedad, de modo particular en el político. Este tiene necesidad más que nunca de ver personas, sobre todo jóvenes, capaces de edificar una “vida buena” a favor y al servicio de todos. De este compromiso, de hecho, no pueden sustraerse los cristianos, que son ciertamente peregrinos hacia el Cielo, pero que viven ya aquí un anticipo de eternidad.

Discurso al mundo de la cultura y la economía Basílica de la Salud (Venecia), 8 de mayo de 2011

Venecia es llamada la “Ciudad de agua”. También para vosotros que vivís en Venecia esta condición tiene un doble signo, negativo y positivo: comporta muchos malestares y, al mismo tiempo, un atractivo extraordinario. El hecho de que Venecia sea “ciudad de agua”, hace pensar en un célebre sociólogo contemporáneo, que ha definido “líquida” nuestra sociedad, y así la cultura europea: una cultura “líquida”, para expresar su “fluidez”, su poca estabilidad o, quizás, su ausencia de estabilidad, la volubilidad, la inconsistencia que a veces parece caracterizarla. Y aquí quisiera presentar mi primera propuesta de Venecia, pero no como ciudad “líquida”, sino como ciudad “de la vida y de la belleza”. Ciertamente es una elección, pero en la historia es necesario elegir: el hombre es libre para interpretar, para dar un sentido a la realidad, y precisamente en esta libertad consiste su gran dignidad. En el ámbito de una ciudad, sea la que sea, también las elecciones de carácter administrativo, cultural y económico dependen de esta orientación fundamental, que podemos llamar “político” en la acepción más noble y más elevada del término. Se trata de elegir entre una ciudad “líquida”, patria de una cultura que se parece cada vez más a la de lo relativo y de lo efímero, y una ciudad que renueva constantemente su belleza tomando de las fuentes benéficas del arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos. (…)

La “salud” es una realidad que todo lo abarca, integral: que va del “estar bien” que nos permite vivir serenamente una jornada de estudio y de trabajo, o de vacación, hasta la salus animae, la salud del alma, de la que depende nuestro destino eterno. Dios se ocupa de todo esto, sin excluir nada. Se ocupa de nuestra salud en sentido pleno. Lo demuestra Jesús en el Evangelio: Él curó a enfermos de todo tipo, pero también liberó a los endemoniados, perdonó los pecados, resucitó a los muertos. Jesús reveló que Dios ama la vida y quiere liberarla de toda negación, hasta la más radical que es el mal espiritual, el pecado, raíz venenosa que contamina todo. Por esto, al mismo Jesús se lo pude llamar “Salud” del hombre: Salus nostra Dominus Jesus. Jesús salva al hombre poniéndolo nuevamente en relación saludable con el Padre en la gracia del Espíritu Santo; lo sumerge en esta corriente pura y vivificante que libera al hombre de sus “parálisis” físicas, psíquicas y espirituales; lo cura de la dureza del corazón, de la cerrazón egocéntrica y le hace gustar la posibilidad de encontrarse verdaderamente a sí mismo, perdiéndose por amor de Dios y del prójimo. (…) Veamos, por último, la tercera palabra, Serenísima, el nombre de la República de Venecia [cuando era una ciudad-estado, ndt.]. Un título verdaderamente estupendo, se diría utópico, con respecto a la realidad terrena, y sin embargo, capaz de suscitar no sólo memorias de glorias pasadas, sino también ideales para y mañana, para esta gran región.

“Serenísima”, en sentido total, es solamente la Ciudad celestial, la nueva Jerusalén, que aparece al final de la Biblia, en el Apocalipsis, como una visión maravillosa (cfr. Ap 21, 1-22, 5). Y sin embargo el cristianismo concibe esta Ciudad santa, completamente transfigurada por la gloria de Dios, como una meta que mueve los corazones de los hombres e impulsa sus pasos, que anima el empeño fatigoso y paciente por mejorar la ciudad terrenal. Es necesario recordar siempre en este sentido las palabras del Concilio Vaticano II: «De nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo» (Gaudium et spes, 39). (…)
Desde esta perspectiva el nombre “Serenísima” nos habla de una civilización de la paz, fundada en el respeto mutuo, en el conocimiento recíproco y en las relaciones de amistad. Venecia tiene una larga historia y un rico patrimonio humano, espiritual y artístico para ser capaz también hoy de ofrecer una preciosa contribución para ayudar a los hombres a creer en un futuro mejor y a empeñarse en construirlo. Pero para esto no debe tener miedo de otro elemento emblemático, contenido en el escudo de San Marcos: el Evangelio. El Evangelio es la fuerza más grande de transformación del mundo, pero no es una utopía ni una ideología. Las primeras generaciones cristianas lo llamaban más bien el “camino”, es decir, la manera de vivir que Cristo practicó en primer lugar y que nos invita a seguir. A la ciudad “serenísima” se llega por este camino, que es el camino de la caridad en la verdad, sabiendo –como también nos recuerda el Concilio– que no hay que «caminar por el camino de la caridad únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria» y que, siguiendo el ejemplo de Cristo, «es necesario también llevar la cruz, que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia» (Gaudium et spes, 38). (…)

Frases destacadas:

Estad en medio de los demás ombres con simpatía, omunicando en vuestro propio estilo de vida ese humanismo que hunde sus raíces en el Cristianismo, dirigidos a construir junto a todos los hombres de buena voluntad una “ciudad” más humana

El Evangelio es la fuerza más grande de transformación del mundo, pero no es una utopía ni una ideología. A la ciudad “serenísima” se llega por el camino de la caridad en la verdad