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Huellas N.4, Abril 2011

LECTURAS / Curso básico de cristianismo

El último grito

Luca Doninelli

Segunda etapa del viaje literario que acompaña El sentido religioso. La obra de CORMAC McCARTHY nos dice que «el hombre no stá muerto». Y no lo hace a partir de un análisis del mundo, sino por la «densidad» de su experiencia, por cómo trata las cosas, desde los cables de la luz a la sonrisa de Dios.

«Luego la lluvia cesó y la noche se hizo límpida. La luna, apenas nacida, bailaba en los cables de la luz como una nota musical plateada, encendida en la oscuridad infinita».
Sólo un escritor extraordinario puede concebir una frase como esta. No tanto por la metáfora de la nota musical –estos son “herramientas del oficio”– y ni siquiera por la «oscuridad infinita» –opiniones personales del escritor– sino por esa anotación lanzada como por casualidad: «la luna apenas nacida bailaba sobre los cables de la luz».
Acaba de dejar de llover y los cables de la luz están empapados. El protagonista de la novela mira desde la ventanilla de un camión. La luna no se ve, porque se encuentra al otro lado del camión. Se ve solo su reflejo en los cables eléctricos. Antes no se veía, ahora se ve: la luna ha salido. Es sólo un pequeña muestra, pero significativa, de la grandeza del escritor Cormac McCarthy.
El noventa por ciento del trabajo del narrador consiste en la fatiga de roturar el duro terreno de la experiencia para transformarla en palabra. Cualquiera que sea su estilo (porque el camino que la realidad recorre para hacerse palabra obedece a una dinámica propia, a la cual damos el nombre de “invención”) el problema es siempre el mismo: la densidad de la experiencia que la palabra logra capturar. La literatura es una cuestión de densidad.
En esto, pocos escritores en el mundo son comparables a McCarthy. Su capacidad para ver aquello que los demás no ven, para prever aquello que los demás ni imaginan, es la primera sorpresa para cualquier lector. En cada línea nos tropezamos con cosas que nos han sucedido miles de veces y a las cuales no habíamos prestado atención, o para las cuales no habíamos encontrado las palabras.
En la crítica literaria, a propósito de esto, se habla de “carácter visionario”, que es algo más que la pura fantasía. Es el carácter visionario de Leopardi (con quien McCarthy tiene varios puntos en común) cuando dice «Ya el cielo se oscurece/ el aire se hace azul, tornan las sombras/ a caer de colinas y tejados,/ al resplandor de la reciente luna». ¡Cuánta atención al color del cielo, al ir y venir de las sombras!
El carácter excepcional de un escritor empieza aquí –no tanto en su visión del mundo o en lo que piensa, sino en el modo de tratar las cosas (en la moralidad en la manera de conocer, diría El sentido religioso)– porque es ahí donde su drama toma cuerpo.
Aparte de algunas obras por lo demás importantísimas –recordamos la obra maestra Meridiano de sangre (el más violento de los libros de McCarthy, ambientado en plena epopeya del Oeste) y el de ciencia ficción La carretera, que muchos lectores conocen bien– la mayoría de las obras de McCarthy se desarrollan en una época muy concreta, entre la Segunda Guerra mundial y los primeros años cincuenta, cuando el ejército americano confisca los ranchos, poniendo fin a la epopeya del Far West.

Avidez de misterio. Los cow-boys, guardianes del ganado, deben buscarse otro trabajo (se habla de esto incluso en la última película de los hermanos Coen, Valor de Ley) y acaban principalmente haciendo de extras en las películas western, también porque ya no son capaces de reinsertarse en la sociedad norteamericana.
Mientras los últimos vaqueros reflexionan sobre su oscuro mañana, el paisaje del Oeste se puebla de trenes, autopistas, automóviles, camionetas. Y en ese preciso momento histórico McCarthy lee una página decisiva de la historia americana, el paso de la época del Gran Sueño Americano (que había unificado el país) a algo completamente diferente, una especie de disgregación –entre Estados, comunidades, estilos de vida extraños los unos para los otros– que se mantiene unida por el vínculo precario del ejército y, seguidamente, del cine y de la televisión.
En su célebre Trilogía de la frontera (Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades en la llanura), el escritor sigue la vida de varios chicos que se rebelan contra el cambio y buscan lugares y maneras para conservar su antiguo estilo de vida: tienen catorce, dieciséis años, pero su vida está ya ligada para siempre a los caballos y a la vida salvaje. Un sentimiento trágico del Destino acompaña sus vidas solitarias y poéticas, generando amor, violencia y muerte.
«Se han ido ya. Huidos, proscritos en la muerte o el exilio, perdidos, arruinados. Sobre la tierra, sol y viento regresan todavía para quemar o mecer los árboles, los pastos. Ningún avatar, ningún vástago, ningún vestigio queda de estas personas. En boca de la extraña raza que allí mora sus nombres son ahora mito, leyenda, polvo» (El guardián del vergel).
En una entrevista, McCarthy ha declarado que no le gustan los escritores como Proust y Henry James, que no se ocupan de la vida y de la muerte.
Sino que la naturaleza en McCarthy se puebla de signos, y estos signos asumen a menudo la forma de alarmas, de avisos.
«Viraban para cruzar la carretera principal y salían disparados hacia la negrura, lamiendo con sus faros los primeros grupos de árboles que se erguían en el flanco de la hondonada» (El guardián del vergel).
«Fumaba sin parar, cerrando el parabrisas con la manivela para encender un nuevo cigarrillo de la colilla del anterior y estudiando en el resplandor de su conjunción el relieve naranja de su semblante sombreado en el cristal» (ídem).
Los detalles queman la página y los ojos del lector porque son signos precisos, que no se pueden tomar a la ligera.
El paisaje del Oeste adquiere tintes bíblicos, los desiertos de Texas y los de Jericó se superponen, y en todas las aventuras de los protagonistas, también en las más crudas, se desarrolla –a menudo explícitamente– una trama sapiencial, casi como si todas las historias humanas no fueran más que reediciones siempre variadas, siempre sorprendentes, de la única historia que incluye a todas: la que empieza con Abrahán, Isaac, Jacob y termina con el Juicio Final.
Los chicos que pueblan los libros de McCarthy son gente que no se resigna a ver en el mundo sólo la apariencia. Pero el horror, la muerte, el diablo, aguardan a estos hombres. La nueva América desterrará toda forma de misterio.
Escuchad como habla el chulo al que matará John Grady Cole (el protagonista de la Trilogía, enamorado de una joven prostituta): «En la agonía el pretendiente podría ver  que ha sido su avidez de misterio lo que le ha destrozado (...) Eso es lo que te trajo aquí y lo que siempre os traerá aquí. Los de tu ralea no soportan que el mundo sea vulgar. Que no contenga otra cosa que lo que tenemos delante (...) tu mundo se bambolea sobre un no expresado laberinto de preguntas. Y nosotros te devoraremos, amigo. A ti y a vuestro pálido imperio».

Tan normal... En sus obras más recientes, McCarthy ha dado un paso más en su reflexión. En otra obra maestra, No es país para viejos, este gran escritor precisa su propia visión del hombre y de la historia. Aquí los protagonistas son tres: un delincuente de poca monta, un sheriff y un asesino espantoso, que viene de fuera, cuyo nombre –Chigurh– ya de por sí nada tiene de humano,  y que razona según una código que el sheriff desconoce.
Hasta ahora, la relación entre criminales y justicia se había fundado en una base antropológica común: mismos valores (transgredidos por estos, salvaguardados por aquellos), mismo modo de razonar. Mientras una idea de comunidad rija la convivencia, América puede seguir viviendo. Por otra parte, Alexis de Tocqueville escribió La democracia en América precisamente tras estudiar a la comunidad del pueblo de Nueva Inglaterra.
La división de la comunidad es como la división del átomo: el “hombre americano” se desintegra, y en su lugar llega un extranjero, un ser sin raíces ni memoria, que ya no sabe distinguir amigos y enemigos. De este modo el Mal, cuando aparece, no tiene rostro: el sheriff no tiene los instrumentos para capturar a un asesino como Chigurh, que mata con la pistola de clavos y no deja vivo a nadie que pueda reconocerlo, por lo cual no existe ningún retrato robot suyo. Al final, hay alguien que lo reconoce, es verdad, pero aquí el horror salta a la vista: su figura –ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, rostro regular, todo regular– es tan normal, tan común, que no se puede describir.

Una especie de promesa. El libro termina con la renuncia del sheriff y con una reflexión conmovedora sobre aquello que le falta al hombre de hoy para poder afrontar de modo creíble el reto del bien, de la justicia y la verdad. En definitiva, el primer y radical desafío que es el mismo corazón humano:
«Saliendo por la puerta de atrás de esa casa, había un abrevadero de piedra entre la maleza de un lado de la casa. Una cañería se había desprendido del tejado y el abrevadero siempre estaba lleno, y recuerdo que me detuve allí una vez y me acuclillé a mirar y me puse a pensar en ello. No sé cuánto tiempo llevaba allí. Tal vez cien años. Doscientos. Se veían las marcas de la uñeta en la piedra. Estaba labrado en roca maciza y medía como un metro ochenta de largo por casi medio de ancho y otro tanto de hondo. Esculpido directamente en la roca. Y me puse a pensar en el hombre que lo había hecho. Esa región no había tenido un período duradero de paz, que yo supiera. He leído un poco de su historia y no estoy seguro de que lo haya tenido nunca. Pero ese hombre se había sentado con un martillo y una uñeta y había labrado un abrevadero de piedra para que durara diez mil años. ¿Por qué? ¿En qué tenía fe ese hombre? No en que nada pudiera cambiar. Que es lo que se podría pensar, imagino. Él tenía que saberlo. He pensado mucho en ello. Lo pensé después de irme de aquella casa hecha pedazos. Me atrevería a decir que el abrevadero sigue allí. Haría falta algo para moverlo, eso os lo puedo asegurar. De modo que pienso en él allí sentado con su martillo y su uñeta, quizá una o dos horas después de cenar, no sé. Y debo decir que lo único que se me ocurre pensar es que su corazón albergaba una especie de promesa. Y no es que tenga ninguna intención de labrar un abrevadero. Pero sí me gustaría ser capaz de formular esa clase de promesa. Creo que es lo que más me gustaría». 
El hombre de hoy no advierte esta promesa, le falta esta capacidad de mirar el tiempo, los avatares de la vida, la suerte y la desdicha, la guerra y la fatiga, teniendo en la mirada algo más, ese algo que hace de la vida algo bello en cualquier caso.
A pesar de todo, el hombre no está muerto. De manera realista, McCarthy nos dice que la lucha entre el bien y el mal se inclina, en este momento, a favor del mal. Esto no quiere decir que el hombre haya sido aniquilado del todo. Cultura, poder, riqueza, fracaso educativo, no han dicho la última palabra. La obra de Cormac McCarthy posee la fuerza de este grito extremo. Como en La carretera, donde aquél que podría ser el último hombre en el mundo se marcha con su hijo, sin ninguna esperanza de salvación después de que el mundo ha sido completamente destruido. Sin embargo, los dos caminan por un paisaje lunar, viviendo al día. ¿Qué es lo que les mueve? ¿La esperanza de lograrlo? ¿O “esa clase de promesa”?
Es una pregunta a la cual todos debemos responder personalmente. Es una cuestión de la libertad. El heroísmo es esto, y por esto no existe un día que sea distinto a otro.  El hijo está ante el padre agonizante: «”¿Qué es lo más valiente que has hecho?” Escupió en la carretera una flema sanguinolenta: “Levantarme esta mañana”, dijo» (La carretera). Pero si, en vez de ser la última mañana de la vida de aquel hombre, fuera una mañana normal, una de tantas, el discurso podría repetirse punto por punto. ¿Cuál es la fuerza que permite a un hombre levantarse por la mañana consciente de su humanidad? Este es el problema, esto es el ser o no ser. Cada mañana, cada uno de nosotros tiene que optar por ello. 

Escribe McCarthy:
«La gente se lamenta de las cosas malas que le pasa y que no merece, pero raramente menciona las cosas buenas. Lo que ha hecho para merecerlas. Yo no recuerdo haber dado al Señor demasiados motivos para que me favoreciera. Pero lo hizo» (No es país para viejos).

Frase Destcada:

«Ese hombre se había sentado con un martillo y una uñeta y había labrado un abrevadero de piedra para que durara diez mil años. ¿Por qué? ¿En qué tenía fe ese hombre? No en que nada pudiera cambiar. Que es lo que se podría pensar, imagino. Él tenía que saberlo. He pensado mucho en ello (...) Y debo decir que lo único que se me ocurre pensar es que su corazón albergaba una especie de promesa. Y no es que tenga ninguna intención de labrar un abrevadero. Pero síme gustaría ser capaz de formular esa clase de promesa. Creo que es lo que más me gustaría»
(No es país para viejos)

Un «Sociable solitario»
-El tercero de seis hermanos, Cormac McCarthy nació en Providence (USA) el 20 de julio de 1933, en una familia irlandesa («Una de esas familias en las que no se puede poner en duda nada sobre el cristianismo»). Crece en Tennessee, donde estudia en la universidad, que abandona dos veces. Se enrola en las Fuerzas Aéreas Americanas, donde permanece cuatro años; después trabaja en un garaje en Chicago. Tras un largo viaje a Europa, regresa a América. En la actualidad vive en El Paso, Texas, con su (tercera) esposa y su hijo John. «Siento una gran simpatía por la visión espiritual de la existencia. En el sentido de ser una persona mejor. Es mucho más importante ser buenos que inteligentes. Es todo lo que puedo ofrecer», dice en una de sus (pocas) entrevistas. Comparado por la crítica con Dostoievski y Faulkner, se define como un «sociable solitario». Entre sus obras, No es país para viejos (2005) ha sido llevada a la gran pantalla por los hermanos Coen; La carretera (2007) ganó el premio Pulitzer y también se ha hecho de ella una película.