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Huellas N.4, Abril 2011

TESTIGOS / Shahbaz Bhatti

Así nace un mártir

Davide Perillo

El pasado 2 de marzo era asesinado a manos de extremistas islámicos el Ministro paquistaní para las minorías. Lo que supimos de él después de ese día es estremecedor: «Quiero vivir y morir por Jesús». Fue su testamento. Pero, ¿de dónde viene un hombre así? Hemos hablado con las personas que le conocían desde niño, cuando él ya sabía con quién estar. Desde la intuición que tuvo un Viernes Santo a ese anuncio en la universidad… He aquí su historia

Dos minutos. Según lo decimos, parece nada. Pero si se cuenta un segundo detrás de otro: uno, dos… Hasta ciento veinte. Sólo entonces se entiende el infierno que fueron esos dos minutos de disparos de ametralladora. Así es como murió Shahbaz Bhatti. Un jeep blanco cierra el paso a su Corolla negro en una calle residencial del barrio I-8/3 de Islamabad. Tres hombres armados obligan al conductor a bajar del coche. Luego, dos minutos interminables de disparos, sin que nada se interpusiera, sin piedad. «Al final, no había ni una sola parte de su cuerpo que no estuviera acribillada por las balas», cuenta un testigo. Bhatti llegó muerto al hospital de Shifa, y mientras, la policía acordonaba la zona alrededor del coche con los cristales desintegrados. Algún curioso metía el dedo en los agujeros que los proyectiles habían excavado en la pared de una casa al otro lado de la acera. Llovía. Su sangre estaba allí, esparcida por el asiento beige del coche y sobre su maletín de cuero, en donde el Ministro para las minorías, único católico en el gobierno de Pakistán, guardaba cartas y memorias de las batallas que le costaron la vida. La tutela de los cristianos discriminados. La ley sobre la blasfemia. La defensa de Asia Bibi, la mujer que fue condenada a muerte a causa de esta ley.
Es todo lo que sabíamos de él antes de aquel 2 de marzo. Esperábamos conocerle mejor en el próximo Meeting de Rimini, al que le habían invitado. Pero, tras su asesinato, aflora mucho más su “testamento espiritual”, esas líneas publicadas en un libro, Cristiani in Pakistan (Marcianum press), que estremecen al leerlas ahora: «No quiero popularidad, no quiero posiciones de poder. Sólo quiero un lugar a los pies de Jesús. Quiero vivir por Cristo, y por Él quiero morir»; sus batallas lejos de los flashes; su certeza desarmante de que antes o después moriría, de que las amenazas de los integristas se cumplirían. Y esa palabra, “mártir”, que parece chocar con lo que es un político, y que nos obliga a preguntarnos muchas cosas. ¿Quién era en verdad Shahbaz Bhatti? ¿De dónde venía? ¿Cómo pudo florecer un testimonio como el suyo en una tierra tan atormentada?
Hace falta remontarse lejos, hasta su casa. No su casa en Islamabad donde había rezado con su madre, como cada mañana, antes de cruzarse con sus verdugos, sino la de Khushpur, Punjab, a 40 km de Faisalabad, a trece de Gojra (famosa por la matanza de cristianos de hace año y medio). Era éste su pueblo. Un pueblo de casas bajas, paredes de ladrillo con escaso cemento, recortado sobre una red de caminos de tierra. La iglesia, construida en los años treinta, de ladrillo rojo, con el tejado inclinado y una palmera delante la fachada, en lugar de un campanario. Alrededor, un canal. Y campos: trigo, arroz, caña de azúcar… Son los terrenos que compraron al gobierno los capuchinos belgas a comienzos del siglo XX para distribuirlos entre los campesinos que habían conocido. Era un bosque, y se ha convertido en Khushpur, que en urdu quiere decir “la aldea de la felicidad”. Un poco como homenaje al padre Félix, el fundador, y mucho porque el aire que se respira allí es muy distinto al de los pueblos de alrededor que aparecen en el mapa oficial con una sigla: Chak 48 JB, Chak 212…

La isla. Khushpur es el único pueblo católico de Pakistán. Ocho mil habitantes, casi todos bautizados. La gran mayoría ha finalizado su etapa escolar. Y de muchas familias han salido vocaciones: dos obispos, treinta y cinco sacerdotes, un centenar de monjas. Algunas están en el convento de las dominicas o trabajan en el dispensario para pobres. Pero hay también dos escuelas católicas, un patronato dedicado a santa Catalina de Siena y un centro de educación para adultos. Una especie de isla en medio de un océano habitado por ciento ochenta millones de musulmanes. Los cristianos en Pakistán son apenas el tres por ciento de la población. El padre Paul Isaac, de 46 años, trasladado a Parma desde hace siete, recuerda: «había gente como mi abuelo que nos llevaba a misa a las cinco de la mañana, antes de irnos al colegio». Un pueblo donde se juega al fútbol por las calles, y también al hockey o al cricket. El padre Piero Gheddo, misionero del PIME, que lo visitó a mediados de los ochenta, recuerda: «la diferencia con las cercanas aldeas musulmanas era chocante por distintos motivos: la limpieza de las calles, la libertad de las mujeres que sonreían, se paraban a hablar por la calle, la vivacidad de chicos y chicas…». Otro mundo. «Una vez había invitado a unos obreros italianos que trabajaban en la obra de una presa», cuenta para Huellas el padre Aldino Amato, dominico, que fue párroco de Khushpur de 1962 a 1972: «Llegaron al pueblo, y se cruzaron con la procesión del Corpus. Sacerdotes, monjas, cortejo, cantos. No se lo podían creer: “Estamos en casa”. Y lo estaban».
En este ambiente creció Bhatti, bautizado por el mismo padre Amato («su nombre cristiano era Clemente»), y en él respiró la fe desde muy pronto. Se crió en una familia que se había convertido cuatro generaciones antes. Su padre, Jacob, era un oficial que había dejado el ejército para enseñar en la escuela del pueblo. Se había casado con Marta. Habían tenido seis hijos. Jacqueline, la mayor, y luego cinco chicos hasta llegar a Shabhaz, el más pequeño. «Se reía mucho, siempre bromeaba», nos cuenta Paul, el hermano médico que vive en Padua, y que ha asumido su puesto en el gobierno pakistaní. «Aunque era el más pequeño, conseguía siempre ponernos de acuerdo. Todos querían estar con él».
Y él sabía con quién estar. Ya desde pequeño. «Recuerdo un Viernes Santo, cuando tenía trece años», cuenta en su libro: «Escuché una homilía sobre el sacrificio de Jesús por nuestra redención. Me quedé pensativo, y quise corresponder a ese amor dando amor». Empezó a estudiar la Biblia. Fundó un grupo juvenil en la parroquia y tomó una decisión bastante llamativa en una familia adinerada como la suya, con medios suficientes para dar estudios a todos: después de asistir a la escuela St. Thomas, decidió ir a la escuela estatal. «Quería ver otro mundo», explica Paul.
No era un mundo justo. Se dio cuenta de ello enseguida. «Siendo estudiante, fue una vez a visitar a un amigo suyo a un colegio mayor», nos cuenta el mismo Paul. «Su amigo era cristiano, y los demás no querían que comiera con ellos. Cuando él se dio cuenta, saltó enseguida: no, hay que acabar con esta discriminación. Se hizo la señal de la cruz y dijo: de ahora en adelante lucharé para eliminarla».
Escuchas los testimonios que hablan de él, los sigues, ordenas sus palabras, muy similares. Y lo que sale a la luz es el retrato de un hombre que ha mantenido aquella promesa, dedicando a ello toda su vida, decidiendo incluso no casarse. «Era un estudiante brillante», cuenta el padre Bonnie Mendes, también él de Khushpur, en la actualidad coordinador de Caritas en Asia: «No era extraordinario, pero hacía preguntas muy inteligentes: ¿por qué esto? ¿Por qué aquello? ¿Qué podemos hacer? Hablaba siempre de los oprimidos, de los últimos».
Los últimos. Ésos a los que se dedicaba también en casa, en sus periodos de vacaciones. «En Navidad recorría las calles del pueblo con un carro que él mismo había decorado», nos cuenta de nuevo Paul: «Pedía regalos para los que no podían tenerlos. Al día siguiente, otro recorrido, esta vez entre los pobres, para repartir todo lo que había recibido. Al principio nos lo tomábamos un poco a broma, no teníamos esta mentalidad. Pero después comprendimos». Comprendieron también dónde terminaba el dinero que les pedía de vez en cuando, a él y a los demás hermanos: «“Para los estudios”, decía. Pero en realidad lo repartía entre los pobres».

Platos y vasos. Habla el padre Isaac: «Recuerdo cuando era estudiante. Se juntaba con un grupo de jóvenes. Echaba una mano en la diócesis. Participaba en las celebraciones». Y estaba muy ligado a John Joseph, el obispo que, según la versión del gobierno, se habría “suicidado” como protesta en 1998. «En los funerales, Shahbaz y sus amigos decían que había que hacer algo, que un hombre no podía sufrir una injusticia semejante. Nunca habría pensado que él también acabaría muriendo así, como mártir».
Bhatti creció junto a monseñor Joseph, nacido en el mismo pueblo que él. «Organizaban encuentros culturales, momentos de diálogo con islamistas e hindúes», cuenta el padre Isaac: «Era un modo para explicar que ninguno de nosotros quiere hacer mal a los demás, que podemos crecer juntos. Pero todavía no lo hemos conseguido. Se necesita mucho tiempo…». También entonces, con frecuencia, terminaba mal la cosa. «Una vez organicé un encuentro de estudiantes cristianos», cuenta Shahbaz en su libro: «Me pegaron. Había un tablón de avisos en la universidad. Colgué mi anuncio: “Puedo morir por Jesús, pero no puedo dejar de reunir a mis hermanas y hermanos cristianos”». 
De este modo, poco a poco, a la vez que los congresos se producen las primeras batallas sociales. «En un momento determinado, el gobierno quiso introducir un carnet de identidad distinto para los no musulmanes», explica Paul: «Shahbaz empezó a organizar manifestaciones, a escribir cartas. La ley no llegó a puerto. Fue su primer éxito».
Son los mismos años en los que Bhatti, apoyado por monseñor Joseph, fundaba el Christian Liberation Front, por un lado un embrión de un partido, por otro, una asociación cultural. Entre los primeros asociados estaba John Phillip, periodista, por aquel entonces ayudante del obispo Joseph en la batalla por los derechos humanos, se encuentra en Italia desde 1996, cuando consigue escapar después de recibir amenazas de muerte. Ahora se dedica a pegar carteles para el ayuntamiento de Fidenza, y no deja de tejer relaciones entre sus paisanos exiliados. «Conocí a Shahbaz hace veinte años, en Faisalabad», nos explica: «El CLF lo fundamos él, mi sobrino, otras cinco personas, y yo, con el apoyo del obispo Joseph». Un día que fueron a comer a un restaurante sucedió algo: «Éramos siete. Nos sentamos a la mesa. Empezamos a comer. Por nuestra forma de hablar los camareros comprendieran que éramos cristianos. Entonces llegó el propietario y nos dijo que teníamos que pagar también los platos y los vasos. “Lleváoslos. Como musulmanes no podemos comer en ellos”. Empezamos a discutir. Nos peleamos. Pero no pudimos hacer nada. Tuvimos que pagar. ¿Qué dijo Shahbaz? No recuerdo sus palabras. Pero nunca olvidaré su rostro».
«Formar parte de una minoría como la nuestra en Pakistán es como llevar pegada una letra roja que te obliga a una vida menor», ha escrito recientemente el Washington Post. Nada más cierto. Para tratar de borrar esa letra, Bhatti funda otro grupo, All Pakistan Minorities Alliance. Llegan los encuentros públicos (es famoso el que se celebró en Islamabad en el 95) y la defensa de las iglesias después del 11 de septiembre, la actividad social y la intervención de emergencia en las zonas afectadas por inundaciones o terremotos (como el terremoto devastador de octubre de 2005, con setenta y cinco mil muertos). Y el giro decidido hacia la política. En 2002, el dirigente cristiano se asocia al Popular Party, el partido más liberal y “laico” de Islamabad, que buscaba nombres para ofrecer como candidatos en un parlamento en donde cinco escaños están reservados a las minorías. ¿Su programa? Muy sencillo: «Sólo deseo que mi país sea bendecido por Cristo».

Como una soga al cuello. Elegido como diputado, en 2008 es nombrado ministro. El gobierno quiere sanear la imagen de un régimen insensible a la oleada de violencia cristiana procedente de los extremistas. Él sabe lo que supone, pero acepta. Porque desde ahí podrá defender mejor a su pueblo, ya sea cristiano o no. «Cuando asumió el encargo, juró que combatiría hasta la última gota de su sangre», ha dicho para Asia News monseñor Rufin Anthony, obispo de Islamabad-Rawalpindi: «Y así ha sido. Ha pagado con su sangre». Pero antes de caer ha conseguido resultados importantes en un contexto cada vez más hostil: la cuota del 5% de puestos de trabajo públicos reservado a las minorías; los lugares de oración para los no musulmanes en las cárceles; una línea telefónica de atención 24 horas al día para denunciar las discriminaciones; la institución de la Jornada nacional de las minorías (el 11 de agosto)... Luchas y batallas sin descanso. «El año pasado, los integristas incendiaron una aldea cristiana cerca de aquí», cuenta Paul: «Él se plantó delante de un tren para pedir justicia. Hizo venir aquí al Presidente y algunos ministros, que dieron orden para que se investigaran los sucesos».
Sin embargo, la batalla más violenta es la que afecta a la ley 295c, la Ley de la Blasfemia. Aprobada en los años 70, revisada (a peor) en 1986 por el régimen del general Zia ul Haq, permite a los jueces condenar a muerte a cualquiera que insulte al Profeta o al Corán. Es suficiente con la denuncia. La mayoría las veces es una excusa para venganzas personales, o para resolver otros conflictos: tierras, mujeres, dinero. Cosa que tiene poco o nada que ver con la religión, pero que tiene efectos devastadores. «Es como una soga al cuello», señala el padre Amato: «Es suficiente con que dos personas te acusen, y corres el riesgo de ser condenado. Y muchas veces, aunque el juez no dé la razón a los acusadores, al final te acaban matando». Antes de Zia, sólo había habido dos condenados por blasfemia. Después, se ha llegado a novecientos sesenta y dos. De ellos, ciento diecinueve son cristianos. Y treinta y cuatro condenas a muerte han sido ya ejecutadas, como ha contado Time
Una de ellas está pendiente. Afecta a Asia Noreen, conocida como Asia Bibi. Cristiana, madre de cinco hijos, tuvo una discusión en 2009 con otras mujeres (musulmanas) de Ittanwali, su pueblo. En esa ocasión, cuestión de agua y de cubos. No de fe. Dos días después la policía la arrestó: dieciocho meses de cárcel y de violencia, y después, el 8 de noviembre de 2010, la condena a muerte, para ella y para los que la defendían. Como Salman Taseer, gobernador popular de Punjab, que había luchado pidiendo justicia para Asia Bibi. Fue asesinado el 4 de enero por su guardaespaldas: veintisiete balas y un grito: Allahu akbar, «Alá es grande».
Todos sabían que el siguiente en la lista era Shahbaz Bhatti. Había trabajado durante dos años para llegar a una comisión ministerial que revisara la ley. Él mismo, después de ser confirmado como ministro (tras la reducción del ejecutivo de Raza Giliani de cincuenta a veintidós ministerios), reemprendía su tarea con un programa pequeño pero explosivo para los integristas: «Afrontar los retos más serios, como la ley sobre la blasfemia. Y testimoniar la fe en Jesús».

Su trabajo. Las amenazas llegaron a montones, cada vez más duras. Pero no llegó ni escolta ni protección. El cardenal Jean-Louis Tauran, presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, recodaba así su último encuentro con Bhatti, el pasado 28 de noviembre: «Vino a saludarme al aeropuerto de Lahore y me dijo: “Sé que me van a matar. Ofrezco mi vida por Cristo y por el diálogo entre las distintas religiones”». Estaba en el blanco, y era consciente de ello. En Internet se puede encontrar todavía el vídeo de una entrevista que le hicieron hace dos meses en televisión. Al verlo se te hiela la sangre: «¿Miedo? Yo creo en Cristo, que ha dado Su vida por nosotros. Sé lo que es la cruz. Lo que significa. Y quiero seguirle en la cruz. Mejor morir que renunciar a mis principios».
Y terminó como estaba previsto, en aquella calle, bajo la lluvia de Islamabad. ¿Culpables? Los talibanes, seguramente. Pero no sólo. Las investigaciones avanzan despacio. El gobierno oscila entre la indiferencia y el miedo, como si no se pudiesen permitir más mártires ni más molestias. Acaba de ser nombrado como sucesor suyo en el cargo su hermano Paul Bhatti, cirujano y pediatra, que ha dejado Italia para ocupar su puesto. «¿El futuro? Depende de los populares», dice el padre Amato: «Y de la Providencia».
El presente, en cambio, está hecho de rabia y de miedo, de oraciones y vigilias. Como la de Islamabad, en la que un joven, de repente, lanzó una pregunta: «¿Cuánta gente conocía a Shahbaz fuera de Pakistán antes de que fuera asesinado?». Se produjo un tenso instante de silencio. «Ahora cualquiera que haya visto la televisión le ha visto dar testimonio de Jesús. Incluso después de muerto, Dios sigue sirviéndose de él para hacer Su trabajo».