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Huellas N.4, Abril 2011

PRIMER PLANO / Juan Pablo II

Enamorados de Cristo y del hombre

Massimo Camisasca

La amistad con don Giussani y la estima por él, las audiencias con los universitarios, y «esa misma manera de ver las cosas» que, quizás, podía molestar a alguien… Cómo nació y creció la relación entre el Papa y el movimiento

La elección de Karol Wojtyla como Papa representó un hecho que influyó profundamente en la vida de Comunión y Liberación.
A mediados de los años setenta, el movimiento gozaba del respeto y de la atención de ciertas personalidades importantes en la Iglesia. Pero muchos obispos italianos no lo conocían verdaderamente o lo miraban con sospecha. Durante los últimos años de su pontificado, Pablo VI, por indicación del cardenal Benelli, sustituto de la Secretaría de Estado, empezó a prestar atención al movimiento y en 1975 lo invitó a la celebración del Domingo de Ramos en la plaza de San Pedro. Con la elección de Juan Pablo II, CL se encontró repentinamente en el centro de atención del Papa y, por tanto, en el centro de la Iglesia.

Los encuentros con el Papa. Pocos meses después de aquel octubre de 1978, en enero del año siguiente, Giussani fue recibido en audiencia. Le siguieron una serie de encuentros entre el Papa y los ciellini de Roma y de otras ciudades, que culminaron en las grandes audiencias concedidas a los universitarios de CL (CLU) en marzo de 1979 y a todo el movimiento en septiembre de 1984. Entre tanto, en 1982 el Papa visitó el Meeting de Rimini. Una cercanía tan grande que llamó la atención, y casi escandalizó, a muchas personas y a ciertos prelados. Algunos trataron de limitar ese “abrazo” entre el Papa y CL, interponiendo cierta distancia entre unos y otros.
¿Cómo se explica todo esto? ¿Por qué este Papa, venido de lejos, se mostró de pronto tan interesando en Comunión y Liberación, hasta el punto de declarar en público: «Vuestra manera de abordar los problemas del hombre es muy cercana a la mía. Puedo decir que es la misma»? Estas palabras fueron pronunciadas al comienzo de 1980, durante un encuentro con algunos universitarios. Nacía así una sintonía profunda, una verdadera connaturalidad entre don Giussani y el Papa polaco, que se enraizaba en la firme convicción de que la fe en Jesucristo es el centro de la existencia, que seguirle es una gracia, un gozo, una victoria, el camino hacia la plenitud de lo humano. Giussani y Wojtyla se reconocían como hombres de una Iglesia que no se encerraba en las sacristías, que no envidiaba al mundo, y que, en cambio, gozaba del don recibido de la fe, consciente de que eso es lo que esperan y anhelan todos los hombres.
Los dos grandes sacerdotes se conocieron en Polonia poco antes de que el obispo de Cracovia fuera elegido como sucesor de Pedro. El Papa tenía por tanto una cierta idea de lo que es el movimiento. Pero en aquellos primeros encuentros en Roma indudablemente le llamaron la atención algunos aspectos de la vida de CL. Era un movimiento formado sobre todo por jóvenes, por tanto que sabía hablar a las nuevas generaciones, atraerlas y convencerlas, justo en un momento en que ríos enteros de coetáneos suyos dejaban la Iglesia para confluir en el mar del marxismo o de la indiferencia. Wojtyla quedó impactado por la persona de don Giussani, por su radicalidad, por la universalidad de su carisma, por su capacidad de hablar del hombre a los hombres, tocando la profundidad última de la espera humana, sin censurar ninguna de las manifestaciones vitales de cada persona.
La primera encíclica de Karol Wojtyla se tituló Redemptor hominis. Como para Giussani, también para él los dos grandes focos del universo son Cristo y el hombre. Si el hombre se toma en serio a sí mismo, encontrará las huellas del camino que conduce hacia Cristo. Al mismo tiempo, sólo Cristo revela el hombre al hombre, como había afirmado el Concilio Vaticano II.
El ángulo visual con que Wojtyla y Giussani miraban a la Iglesia y a la humanidad era el mismo. A ambos les animaba la misma pasión misionera, eran conscientes de haber sido llamados por Dios para una reforma de la vida de la Iglesia. Estaban convencidos de que esa reforma no llegaría con un regreso al pasado ni por una confianza desmesurada en el progreso, sino mediante un redescubrimiento de la experiencia cristiana, una atención extrema a la existencia y a las dinámicas profundas de la vida del hombre, en las que leían las huellas de lo que Dios ha sembrado en el corazón de las personas. Concebían el cristianismo como un acontecimiento que sucede en el tiempo presente, «aquí y ahora», como diría el Papa en la audiencia del trigésimo aniversario de CL.
El suyo fue un redescubrimiento positivo del cristianismo, como hecho luminoso y fascinante, capaz de abrazar todos los pliegues de la vida del hombre, sin integrismo ni añoranza del pasado, sin quedar ajenos a los problemas de la modernidad, sino mirando adelante, hacia la novedad que veían crecer ante sus ojos.

En el centro, el hombre. Wojtyla y Giussani pusieron en el centro de toda su atención al hombre. No el mundo, como sucedía en la preocupación teológica y eclesial de los años 60. Hablaron a cada hombre, conscientes de que la Encarnación es el evento central de la historia del universo. 
Obviamente, no todo era igual en ellos dos. Las dos historias personales eran profundamente distintas. También ciertos subrayados están presentes de forma diferente en uno u otro. Por ejemplo, Wojtyla habló mucho del amor entre hombre y mujer, de la familia, del cuerpo. Son temas que no están formalmente en el centro de la preocupación de Giussani. Él los abordó halando de educación de la capacidad afectiva. Sin embargo, ambos estaban movidos por el deseo de que la Iglesia no quedara anclada en un clericalismo estéril. Quisieron abrir los espacios de la Iglesia al universo entero. Les interesaban las cuestiones fundamentales relacionadas con el hombre: el trabajo, el amor, la vocación. Estaban profundamente convencidos de llevar consigo un mensaje, de ser portadores de una experiencia verdadera para todos los hombres del mundo: la más alta, la más humana, la verdaderamente capaz de llevar al hombre a su plenitud. Ambos vivían el cristianismo como victoria y defendían la razonabilidad de la fe.
En los últimos diez años de sus vidas, llamadas misteriosamente a compartir el tramo culminante de su camino humano, reaparece entre Giussani y Wojtyla una profunda sintonía de experiencia, marcada por un interesante intercambio epistolar. Ambos viven la enfermedad –les afecta la misma dolencia– sin quejas, sin protestas. Es la paradójica conclusión de dos vidas enteramente entregadas a la palabra, a los viajes, a los encuentros, a una actividad que parecía no tener descanso.
Identidad entre humanidad y fe: esta perfecta definición del carisma de Giussani es también la primera impresión que yo tuve de Juan Pablo II en su aparición como Papa. Igual que Wojtyla, Giussani rompía todos los esquemas, aparecía como un hombre nuevo y distinto en las diferentes épocas de su vida. Como Wojtyla, estaba profundamente interesado en todos los aspectos de lo humano, especialmente en el encuentro y la conversación con las personas.
Lo que los dos crearon se puede definir, tanto en un caso como en otro, como un movimiento. Visible y compacto el que nació de Giussani, con un nombre propio, con un centro propio, con un estatuto propio, pero siempre destinado a reconocer en el carisma de aquel hombre la fuente de su actualidad. Mundial el de Wojtyla, nacido sobre todo de sus viajes y en particular de las Jornadas Mundiales de la Juventud; más difícil de identificar, desarrollado por multitud de caminos distintos, pero siempre vivo, incluso hoy, seis años después de su muerte, cuando ríos de personas siguen acudiendo a Roma para rezar aunque sólo sea un instante ante su tumba.