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Huellas N.3, Marzo 2011

CARIDAD / Milán

La “farmacia de?los frailes” Custodios de la Providencia

Paola Ronconi

El pasado 12 de febrero tuvo lugar en Italia la Jornada del Banco Farmacéutico. En diez años de existencia, ha recogido dos millones de edicinas, con las que asiste cada día a mil trescientas obras asistenciales. Hemos ido a conocer una de ellas: la Obra de San Francisco, que desde hace medio siglo ocupa un lugar destacado en la caridad milanesa

Detras del mostrador, un hombre con una bata blanca: «No nos hemos entendido. La terapia requiere una pastilla al día. La semana pasada te di una caja completa. Deberías tener para un mes entero». En realidad es una farmacia muy extraña: te regalan las medicinas. Pero sólo cuando las necesitas. Nos encontramos en Milán, en la plaza Velázquez, a dos pasos del convento de los frailes capuchinos, en la nueva sede del ambulatorio de la Obra de San Francisco (más conocida como el comedor de pobres de corso Concordia). Los que vienen aquí no se pueden permitir pagar un médico. No tienen dinero ni para pagarse una aspirina. Inmigrantes sin permiso de residencia ni cobertura sanitaria. Italianos inscritos en el servicio sanitario público, pero que no se pueden pagar los medicamentos que no están cubiertos. O bien toxicómanos, ex presidiarios, gente “excluida” de la sociedad. La farmacia vive de la gratuidad: la de los ciudadanos que llevan medicinas sobrantes no caducadas; la de los voluntarios que recomponen las cajas; la de las farmacias, que tienen amplitud de miras, y regalan lotes de medicamentos. Y la de muchas otras personas que responden desde hace años a la invitación del Banco Farmacéutico: «Entra en una farmacia y dona un medicamento a los que no tienen nada». Como sucedió el pasado 12 de febrero, durante la Jornada Nacional de Recogida de medicamentos.
En diez años, las jornadas han recogido unos dos millones diez mil medicamentos. Aquí llegan unos cien mil al año, y se reparten cincuenta mil. «Con los que quedan abastecemos a la Obra San Fedele, fundada por el padre Maino, detrás del Duomo –dice Alessandro Gargiuolo, responsable de la farmacia–. Y a la Asociación Mato Grosso, una de las poquísimas, junto a Emergency, que envía medicinas al Tercer Mundo». Como decía Manzoni por boca de fray Galdino: «Somos como el mar, que recibe agua de muchos lugares y la distribuye de nuevo por todos los ríos». Será a lo mejor porque llegaron a Milán a mediados del siglo XVI, llamados por el cardenal Borromeo para atender el lazareto durante la peste, pero el hecho es que, para los milaneses, la obra de los frailes capuchinos es, desde siempre, la caridad por excelencia, gracias al “puchero” que sólo en 2010 ha repartido setecientas mil comidas.
El joven que está delante del mostrador insiste, levanta la voz. Quiere las pastillas, pero no se las darán. El sistema informático registra todos los datos de un usuario en una cartilla clínica personal. Atender a ciento veintiséis nacionalidades distintas significa tratar con distintas lenguas y culturas, pero, sobre todo, distintas percepciones de uno mismo y de la enfermedad. «Vienen a nosotros, retiran su pastilla y “hasta la vista”. Pero nosotros queremos algo más: la semana pasada vino un chaval varias veces en pocos días para pedir antipsicóticos. Siempre con la receta médica. La primera vez se los dimos. Después no. Era toxicómano: si vuelve a la farmacia tratamos de comprender su situación, y si podemos, lo derivamos al servicio de psicología». Un trabajo de equipo difícil de llevar a cabo fuera de un contexto como éste. «En cambio, para nosotros es un factor fundamental. Quiere decir comprender la verdadera necesidad de la persona que tienes delante, dar prioridad a la persona». Ya no se trata sólo de pacientes, o de clientes, como esos a los que atiende Alessandro cuando trabaja por las tardes en una farmacia “normal”. «Trabajar aquí significa comprender que el medicamento es un bien precioso. Y que no hay que dar por descontado poder tenerlo. Quiere decir que a veces dices: “Mire, tiene en casa este otro medicamento, que le sirve igual. No gaste dinero comprando otro”. Yo salgo perdiendo, pero ofrezco un servicio de más calidad».

Sin listas de espera. En el ambulatorio de la plaza Velázquez nunca hay lista de espera. Allí ofrecen su trabajo de forma gratuita ciento sesenta y cuatro médicos: dos médicos de cabecera por turno y los especialistas (desde el alergólogo al urólogo). En 2010, veintiocho mil consultas efectuadas, una media de ciento veinticinco al día. El nuevo edificio tiene salas de espera y espacios de acogida, una sala para el hospital de día, una sala para los medicamentos, tres consultas odontológicas y ocho para las demás especialidades. Además de los aparatos de diagnóstico. Pero números aparte, «nuestro objetivo es atender a quien no puede recibir asistencia de otro modo por falta de recursos. Pero sobre todo acoger a la persona que se encuentra mal y no sabe lo que le pasa», explica la responsable del ambulatorio, sor Annamaria Villa, una vocación médica primero, y religiosa después. «Tienes una patología crónica que no aceptas; has contraído una enfermedad de transmisión sexual y te avergüenzas de ello; o algo más grave, pero no comprendes que tu vida corre peligro: te ayudo para que asumas lo que tienes que afrontar y te acompaño. Más de una vez hemos tenido que agarrar a alguno y decirle: “¿Por qué no has acudido a la revisión? ¿Por qué no sigues el tratamiento?”». Las oleadas migratorias hacia nuestro país han traído muchos retos con respecto a nuevas enfermedades, ligadas a las distintas procedencias. La Obra de San Francisco es un observatorio privilegiado. ¿Un ejemplo? «La tuberculosis. Algunas etnias rechazan someterse a la prueba de Mantoux (test cutáneo para identificar la infección por tuberculosis; ndr), otros no vuelven para que no veamos la reacción producida, por miedo a haber contraído la enfermedad. Pero su salud corre peligro. Es necesario cambiar la forma de aproximarse a ellos, poniendo especial atención en el primer contacto, teniendo en cuenta su país de procedencia. Cada uno es una persona con una fisonomía precisa, a la que hay que ayudar de forma distinta». Aceptar las grandes preguntas que supone un enfermo es lo que ha hecho crecer la medicina a lo largo de los siglos. «Y hace más interesante humanamente a aquel que tienes delante». Pero hay más: «En Egipto no existen algunas alergias muy extendidas en Europa. Hemos registrado casos de egipcios que se han vuelto alérgicos después de algún tiempo de estancia en Italia. ¿Cuál es el factor desencadenante? ¿Enferman en el proceso migratorio? ¿Se hacen revisiones médicas válidas en sus países? Para responder a estas preguntas estamos en contacto con la Universidad de Roma». Se hacen responsables de las personas y de los instrumentos que tienen a su disposición, «y por eso los servicios sanitarios de Milán se fían de nuestro trabajo. Y conceden a los pacientes que derivamos a los hospitales el código STP (acceso a atención urgente y esencial para extranjeros carentes de asistencia sanitaria; ndr), que normalmente no conceden con facilidad. De este modo, cuatrocientos ochenta y siete pacientes nuestros se han beneficiado de este servicio».

La sopa de fray Cecilio. Más allá de estos ejemplos de excelencia, se halla la relación entre médico y paciente, que hace que la persona se sienta comprendida, amada, y por tanto se deje curar. Gratuitamente. «Como dice san Pablo, si un miembro sufre, todo el cuerpo se resiente. Y los miembros más débiles, indecorosos, son tratados con mayor respeto. Eso hace la Obra de San Francisco».
El corazón original de esta Obra es el complejo de corso Concordia-via Kramer. Todo ha nacido gracias al portero del convento de via Piave. En una pequeña habitación, fray Cecilio preparaba, como es tradición entre los franciscanos, una sopa para las muchas personas que cada día se dirigían a los frailes. En el atrio de la iglesia consumían lo que les daban. Durante años, se repartían diariamente cincuenta kilos de pan. Un día lluvioso de 1958, fray Cecilio anota en su diario: «Tú, Señor, multiplicaste el pan para cinco mil personas. Les hiciste sentar en la hierba, señal de que no llovía. Mira cómo llueve aquí y cómo se moja toda esta gente». Dicho y hecho: el 20 de diciembre de 1959, en presencia del arzobispo Montini, se inaugura la Obra de San Francisco y el nuevo edificio del comedor para pobres, gracias a la generosidad del industrial milanés Emilio Grignani. «San Francisco se convirtió al encontrarse con un leproso, en el que vio a nuestro Señor. Hoy en día, nuestros leprosos son los marginados, sobre todo extranjeros», dice el padre Maurizio Annoni, responsable último de todo el “tinglado”. «Desde su nacimiento, la Obra de San Francisco ha crecido de manera exponencial, siempre con el mismo método: prestar atención a quien pide ayuda y comprender cuáles son sus necesidades. Llega el pobre, le das de comer. Estudias una dieta completa, que incluye también carne y pescado. Está cubierto de andrajos, ciertamente no se lava desde hace tiempo. Consigues ropa limpia; construyes duchas y un rincón donde poder afeitarse y lavarse esos pies que están las veinticuatro horas del día dentro de los mismos zapatos. Está enfermo. Encuentras un local que sirva de ambulatorio. Un fonendoscopio y un buen médico harán lo demás». Nace el servicio de duchas, el guardarropa, el ambulatorio. Y muchas otras cosas, porque los pobres van aumentando. Pero un artículo no basta para describir todo. Una «caridad estructurada», como la definió el cardenal Martini en 1995. «Como para san Francisco, todas las cosas son “hermano” y “hermana”: de este modo fray Cecilio se puso al servicio de los hombres. Con estos números tan elevados, corremos el riesgo de perder de vista el objetivo: ser custodios de la persona que el Señor nos entrega diciendo: “Ocúpate de él, pero recuerda que no es tuyo”». «¿Recuerdas cuándo viniste a Italia?», pregunta un voluntario del servicio de acogida a un africano sentado al otro lado de la mesa. Repite la pregunta tres veces, en distintas lenguas. ¡Cuánto cuesta hacerse entender! «Es una de las muchas entrevistas», dice fray Maurizio: «Cualquier información se registra en una tarjeta magnética personal con la que se accede a los servicios, y que permite tener un cuadro actualizado de las condiciones de la persona. Para ver cómo se puede ayudar, y, si hay suerte, llegar a encontrarle un trabajo. Y para comprender si sus condiciones van mejorando».

El pilar de la obra. «Te dí una chaqueta en noviembre. No puedo darte otra dos meses después». Con guantes de goma y delantal en ristre, una voluntaria lee en el ordenador la ficha de este hombre que aparenta unos ochenta años. «Tiene cincuenta y cuatro», dice el padre Maurizio. La pobreza deja una huella profunda. «¿Es la primera vez que te duchas aquí?», pregunta otro. Asiente con la cabeza. «Te doy una toalla. Luego me la devuelves. También te puedo dar camiseta, ropa interior y calcetines limpios». Están nuevos. «Puedes venir cada quince días. Para afeitarte y lavarte los pies puedes venir todos los días». Las ocho duchas de vía Kramer se han abierto veintidós mil quinientas veces. Nueve mil doscientos cambios de ropa. Treinta y tres mil doscientas fichas abiertas, entre renovaciones y nuevos inscritos.
Los números son verdaderamente desconcertantes, como para hacer reflexionar a cualquier junta municipal (que ofrece el apoyo económico equivalente a un día de actividad). Entonces, ¿cómo se sostiene todo esto? «“Fra’ cercot” llamaban en dialecto milanés al fraile que pedía por las casas. Fray limosnero. ¡Cuántas veces habrá llamado a las puertas fray Cecilio! Pero seguramente él se encontraba mejor entre sopas y platos sucios».
Hoy también es así. La Obra de San Francisco vive exclusivamente de donaciones, herencias, aportaciones a cuenta del IRPF, Banco Farmacéutico. «Y por supuesto, de los voluntarios. Ellos son el pilar de la Obra. En total quinientos setenta y cuatro, médicos incluidos». ¿Por qué motivo la gente da algo de su tiempo? «A los cuarenta y nueve años decidí cambiar de vida», explica Ricardo, uno de los responsables del comedor. Jersey de cachemire, zapatos de marca, piel bronceada. «Veía a mi mujer y a mis hijos trabajar como voluntarios. Y volvían a casa contentos. Vivo muy cerca de aquí. Pasaba todos los días delante de las colas de gente pobre que se formaban en la calle. Tenía una pequeña empresa familiar. He dejado todo y he venido aquí. Me han tomado por loco. Ahora estoy aquí todas las tardes». Ciertamente, no todos se lo pueden permitir. «Pero yo lo hago por mí. ¿Y sabes lo que sucede? Ves la vida de otro modo: si vas en coche y uno se te cuela delante, no te pones a gritar como un poseso. No merece la pena calentarse por ciertas cosas. ¿Me explico?». El lema que figura en las camisetas de los voluntarios para celebrar los cincuenta años de la Obra es: “Renacido con OSF (Orden de san Francisco; ndt). Recuerda un poco al título de la campaña 2011 del Banco Farmacéutico: “La caridad te cambia la vida”.
Están muy bien las donaciones, las aportaciones, los voluntarios. Pero repetimos, ¿cómo se sostiene todo esto? «Vivimos de la Providencia», dice sor Annamaria. «Es como el aire: percibes su espesor cuando ves que la cometa se sostiene en el cielo. No hay que dar por descontado que llegue el dinero. O los voluntarios. Hace tiempo llegaron cinco psiquiatras. ¿Qué hago con ellos? Lo que necesito son ginecólogos. En poco tiempo nació el servicio de psicología. En un año, mil consultas. Otro nos ha hecho percibir la urgencia de una necesidad. “Mira –nos ha dicho–, hay algo previo a tus ideas, a tus proyectos”. Sólo hay que dejarse conmover. Y encontrar dos minutos para decir “gracias”».