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Huellas N.2, Febrero 2011

PÁGINA UNO

El sentido religioso, verificación de la fe

Julián Carrón

Presentación del libro de Luigi Giussani El sentido religioso (Ed. Rizzoli), 26 de enero de 2011.Palasharp de Milán, en conexión directa por vídeo con 180 ciudades italianas

1. El sentido religioso, verificación de la fe
«Cuando miro en el cielo arder las estrellas, / me digo pensativo: / ¿Para qué tantas luces? / ¿Qué hace el aire sin fin, y esa profunda, / infinita serenidad? ¿Qué significa esta / soledad inmensa? ¿Y yo, qué soy?»1. Esta poesía de Giacomo Leopardi expresa de forma admirable la experiencia en la que se desvela el sentido religioso del hombre. El impacto del “yo” con la realidad desencadena la pregunta humana. Existe en nosotros una estructura innata que se pone en movimiento de modo inexorable en el impacto con la realidad, de forma que mueve todo el dinamismo de nuestra persona. 
Por el hecho mismo de vivir, ningún hombre puede evitar ciertas preguntas, independientemente de su pertenencia étnica o cultural: «“¿Cuál es el significado último de la existencia?”, “¿Por qué existe el dolor, y la muerte?”, “¿Por qué vale la pena realmente vivir?”. O, desde otro punto de vista: “¿De qué y para qué está hecha la realidad?”. El sentido religioso –como nos ha enseñado siempre don Giussani– se identifica con ese nivel de la naturaleza de nuestro yo que se expresa en estas preguntas: «coincide con ese compromiso radical que tiene nuestro “yo” con la vida, se manifiesta en esas preguntas»2.
Entonces, ¿por qué retomar ahora el texto de El sentido religioso, haciéndolo objeto de nuestro trabajo común? Es una pregunta que me han hecho en distintas ocasiones desde que tomamos esta decisión. La idea surgió de la experiencia de los últimos Ejercicios de la Fraternidad, cuando releí dos capítulos de El sentido religioso “desde dentro de la fe”, como hice notar.
Todo nació de la constatación -también en nosotros que, no obstante, disfrutamos de la gracia de vivir inmersos en una determinada historia- de la fragilidad de la fe como conocimiento (lo que hemos llamado «fractura entre saber y creer»). Es decir, también nosotros participamos de la reducción de la fe a sentimiento o a ética. Don Giussani ha observado que esto no se produce únicamente allí donde el cristianismo ha dejado de ser propuesto conforme a su naturaleza de acontecimiento, sino también por una falta de lo humano en nosotros. El cristianismo tiene un gran “inconveniente”: necesita de los hombres para ser reconocido y vivido. En los Ejercicios de la Fraternidad del año pasado traté, a través de la relectura de algunos capítulos de El sentido religioso, de mostrar la naturaleza y la dinámica de lo “humano” que falta, que desaparece, que se bloquea en nosotros. Muchos quedaron impresionados por la pertinencia de esos capítulos con respecto al recorrido que estamos haciendo, y me han pedido que retomemos juntos el texto completo desde esta perspectiva.
Pero, ¿qué significa afrontar El sentido religioso desde dentro de la fe? Nosotros estamos acostumbrados a entender el «sentido religioso» como una simple premisa para la fe; por ese motivo, nos parece casi como algo inútil una vez que se ha alcanzado la fe. Como si fuese una escalera que nos sirve para subir al piso de arriba: una vez que  hemos subido, podemos prescindir de la escalera. ¡No! No sólo se necesita un sentido religioso siempre vivo para que el cristianismo sea reconocido y experimentado por lo que es –como nos ha recordado siempre don Giussani, citando a Niebuhr: «No existe nada más absurdo que la respuesta a una pregunta que no se ha planteado»3 o se ha dejado de plantear–; sino que –en segundo lugar– es justamente en el encuentro con el acontecimiento cristiano donde el sentido religioso se revela en toda su estatura original, alcanza una claridad definitiva, es educado y salvado. Cristo ha venido para educarnos en el sentido religioso, como siempre nos ha dicho don Giussani (lo retomaré luego). Un sentido religioso vivo representa por tanto una verificación de la fe.
En este sentido, es muy significativa la respuesta de don Giussani a una pregunta de Angelo Scola en el curso de una conocida entrevista: «Su propuesta pedagógica –pregunta Scola– parte del sentido religioso del hombre, ¿es así?». «El corazón de nuestra propuesta –responde Giussani– es más bien el anuncio de un acontecimiento que sorprende a los hombres del mismo modo en que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles en Belén sorprendió a los pobres pastores. Un acontecimiento que acaece, antes de toda otra consideración, y que afecta tanto al hombre religioso como al no religioso. La percepción de este acontecimiento resucita o potencia el sentido elemental de dependencia y el núcleo de evidencias originarias a las que damos el nombre de “sentido religioso”»4. El acontecimiento cristiano resucita o potencia el sentido religioso, es decir, el sentido de la dependencia original y las evidencias originarias.

Si el trabajo de estos años sobre el libro de don Giussani ¿Se puede vivir así? nos ha permitido contemplar la novedad humana que nace de la fe, hasta el punto de poder verificar la pertinencia de la fe a las exigencias de la vida, lo que vamos a retomar en El sentido religioso nos permitirá profundizar en esta pertinencia: en efecto, ello se manifiesta en la capacidad que tiene la fe de despertar al “yo”, de hacer que llegue a ser él mismo, de mantenerlo en la postura adecuada para afrontar toda la existencia, con sus pruebas y sus problemas.
Ésta es, por tanto, la perspectiva con la que leeremos el texto: al recorrer El sentido religioso y confrontarnos con él, podremos verificar si la experiencia que hemos hecho en estos años ha conseguido incidir en nuestra vida o, en otros términos, «en qué es útil Cristo para el camino que el hombre hace en su relación con las cosas, para el camino hacia su destino. Porque, en caso contrario, si no tuviera influencia como una presencia real, Cristo sería algo que no tiene nada que ver con la vida, que no tendría nada que ver con la vida. Tendría que ver con la vida futura, pero no con esta vida: es justamente la postura del protestantismo»5. Si Cristo está presente, no es porque nosotros lo digamos, sino porque Le podemos reconocer a través de los signos. «Está porque actúa»6, ésta es la regla que siempre hemos escuchado. Puedo descubrir que Cristo está presente por los signos de despertar humano que veo en mí y en los demás. Su presencia es tan objetiva como los signos que la documentan.
Si trabajamos a fondo el texto de El sentido religioso, podremos verificar si el encuentro con Cristo ha «resucitado y potenciado» el sentido original de dependencia, ese núcleo de evidencias y exigencias originales (de verdad, justicia, felicidad, amor) que don Giussani denomina «sentido religioso» y que se despiertan en el impacto del “yo” con la realidad. Ahora bien, aunque es verdad que el surgimiento de tales evidencias y exigencias originales es en cierto modo inevitable, no es menos cierto que la conciencia que existe de ellas está normalmente reducida, ofuscada o silenciada. Es lo que se observa en la debilidad o en la ausencia, incluso entre nosotros, tal vez después de años de permanencia en el movimiento, del sentido del misterio en la percepción de nuestro yo, que se ve así reducido trágicamente –mucho más a menudo de lo que nos damos cuenta– a una suma de prestaciones y de reacciones, a una consecuencia de antecedentes históricos y biológicos, a un producto de las circunstancias. Por este motivo, un sentido religioso despierto, sin recortes ni censuras, constituye un signo y una verificación del encuentro con algo más grande que uno mismo.
Lo mismo se puede decir a propósito de la razón, que la experiencia revela como «exigencia operativa de explicar la realidad en todos sus factores, de manera que el hombre se vea introducido en la verdad de las cosas»7. Al ser desafiada por el impacto con la realidad a ser verdaderamente ella misma («inagotable apertura») y a ponerse en movimiento en busca de su explicación exhaustiva, la razón alcanza su auténtico culmen al intuir la existencia de un más allá del que todo brota y al que todo remite. «La cumbre que la razón puede conquistar es la percepción de que algo desconocido, inalcanzable, existe, y que hacia ello se dirigen todos los movimientos humanos, porque el propio hombre depende de ello. Es la idea de misterio»8. Una persona que no bloquee el dinamismo racional que su impacto con la realidad pone en movimiento llega a vivir la conciencia del misterio. Y cuanto más intensamente viva la realidad, más familiar llegará a ser para ella la dimensión del misterio.
Pero también aquí es enorme, casi irresistible, la tentación de reducir, de utilizar la razón como medida, en vez de como ventana abierta «frente al inagotable reclamo de la realidad»9. La consecuencia inevitable es la reducción de la percepción de la realidad, desprovista de misterio. Y es lo que se puede constatar en la «destitución de lo visible», en el aplanamiento o vaciamiento que normalmente hacemos de las circunstancias, de lo que nos sucede: la realidad, que se presenta originariamente ante nuestra razón como signo, se ve reducida a su aspecto sensiblemente inmediato, privada de su significado, de su profundidad. Por eso –cada uno lo puede verificar en su propia experiencia– nos ahogamos muchas veces en las circunstancias: cuando la realidad se ve reducida a su apariencia, se convierte en una jaula.
Como observaba hace años el entonces cardenal Ratzinger, «no es la más insignificante función de la fe el ofrecer un saneamiento a la razón como razón, no violentarla, no permanecer extraña a ella, sino precisamente lograr que la razón vuelva de nuevo a sí misma»10. La exaltación de la razón, la liberación de sus reducciones es también otra verificación de una fe real.

Ahora bien, ¿por qué es hoy tan decisivo que el sentido religioso vuelva a despertarse? ¿Por qué tenemos esta urgencia? Es decisivo porque el sentido religioso es el criterio último de todo juicio, de un juicio verdadero y auténticamente «mío»: si no queremos «resultar engañados, alienados, esclavizados por otros e instrumentalizados»11, debemos acostumbrarnos a comparar todo con ese criterio inmanente y objetivo que es el sentido religioso. Después del encuentro cristiano nosotros seguimos viviendo en el mundo, y estamos llamados a afrontar los retos de la vida como cualquiera. Debemos afrontarlos en este momento particular, histórico, dominado por la confusión y por el «declive del deseo», por un racionalismo sofocante por una parte, y por un sentimentalismo extendido por otra, por la reducción de la realidad a apariencia y del corazón a sentimiento. Si Cristo no incide en nosotros volviendo a despertar nuestra humanidad, ensanchando nuestra razón e impidiendo que reduzcamos la realidad, nos sorprenderemos pensando como todos, con la misma mentalidad que todos, porque ese criterio de juicio que poseemos originalmente, el «corazón», que es a la vez razón y afecto, se verá envuelto en esa confusión. Esto significa que podemos seguir afirmando la “verdad” de la fe, pero no ser protagonistas de la historia, porque en nosotros no existe ninguna diferencia constatable, como ha dicho Benedicto XVI: «La contribución de los cristianos sólo es decisiva si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad»12
Esto, además de convertirnos en algo inútil para la historia (cada vez más dominada  por un “poder” que busca arrojar al hombre a la confusión, reducir su deseo y favorecer un uso reducido de la razón), hace brotar la pregunta sobre el carácter razonable de la fe. ¿Por qué es razonable ser cristianos? ¿Cuál es la conveniencia humana de la fe? El motivo por el que muchas personas abandonan la fe es que no perciben ni rastro de su conveniencia. De este modo el poder amplía poco a poco su influencia, pues tiene ante sí a un hombre cada vez más desarmado. «Es como si el poder, es decir, la mentalidad dominante, hubiese obligado a nuestros educadores, incluidos los padres, a alterar la sencillez de nuestra naturaleza humana [las “evidencias originarias”, como decíamos antes] desde pequeños. Por eso es necesario recuperar la sencillez de nuestra naturaleza. Esta Escuela de comunidad sobre El sentido religioso no es otra cosa que una invitación y un estímulo para recuperar esta sencillez, la autenticidad de nuestra naturaleza (no es casual que, en la tercera premisa, la moralidad necesaria para conocer se llame “pobreza de espíritu”)»13.

Nosotros podemos ser cómplices de esta influencia del poder si pensamos con presunción que podemos arreglárnoslas solos, sin seguir con inteligencia y afecto ese único punto que nos ha dado el Misterio para arrancarnos de la nada. La confusión puede ser tan profunda incluso entre nosotros que, cuando tratamos de indicar una solución a la situación en la que vivimos, nos sorprendemos repitiendo las mismas respuestas que todos: algunos piensan que la solución es ponerse de acuerdo («estar juntos»), otros piensan que dicha solución se halla en la política, en una mayor participación en la distribución del poder, o bien en la carrera, o en una nueva aventura afectiva, etc. Después de dos mil años de historia cristiana, después de años de gracia del carisma, podríamos encontrarnos en la situación en que estaba el hombre antes de Cristo: una variedad infinita de intentos en última instancia impotentes, en los que cada uno enfatiza sus prejuicios o los aspectos más en consonancia con su carácter.
«¿Quién nos liberará de esta condición mortal?», diríamos con san Pablo. ¿Qué nos hace falta? ¿Qué experiencia? Cristo nos libera de esta variedad infinita de intentos que al final resultan impotentes. Tratemos de volver al origen.

2. Cristo aclara el sentido religioso
Giussani describe de forma admirable como sucedió este hecho, invitándonos a que nos ensimismemos con el Evangelio de Juan.
«Finalmente este Juan, llamado el Bautista, llega, vive de tal modo que todo el mundo estaba impresionado y, desde los fariseos hasta el último campesino, dejaban sus casas para escucharle al menos una vez. Serían muchos o pocos, no lo sabemos; sin embargo, en aquella ocasión estaban allí dos que habían ido por primera vez. Estaban completamente expectantes, con la boca abierta, con la actitud de quien viene de lejos y ve aquello que ha venido a ver con una curiosidad sin barreras, con una pobreza de espíritu, con infancia y sencillez de corazón […]. En un determinado momento una persona se separa del grupo y se va por el sendero que sube desde el río. Cuando éste empieza a irse, el profeta Juan Bautista, inspirado de improviso, grita: “He aquí el Cordero de Dios. El que quita los pecados del mundo”. La gente no le hace caso […]. Pero aquellos dos, con la boca abierta y los ojos de par en par, como dos niños, ven hacia dónde se dirige el ojo de Juan Bautista: hacia aquel individuo que se estaba marchando. Entonces, instintivamente, le siguen pisándole los talones, tímidos, avergonzados. Él se da cuenta de que alguien le sigue. Se vuelve: “¿Qué queréis?”. “Maestro –responden– ¿dónde vives?”. “Venid a ver”, les responde con gentileza. Van, “y vieron dónde vivía, estuvieron con Él todo el día”. Nos identificamos fácilmente con aquellos dos allí sentados, mirando decir a aquel hombre cosas que jamás habían oído y, sin embargo, tan cercanas, tan coherentes, tan evocadoras. […] Ellos no comprendían, estaban simplemente aferrados por ellas, arrastrados, trastornados por aquel hablar: se quedaban mirándole hablar. Porque es a través de un “mirar” […] como algunos hombres se dieron cuenta de que había entre ellos algo inenarrable: una Presencia que no sólo era inconfundible, sino incomprensible y, sin embargo, capaz de invadirlo todo. Capaz de invadirlo todo porque correspondía a lo que su corazón esperaba, de un modo incomparable: ni su padre ni su madre les habían dicho, cuando eran pequeños, con tanta evidencia y eficacia, aquello por lo que merecía la pena vivir el tiempo de su vida. No pudieron ni supieron decirlo; decían muchas cosas justas, buenas, pero eran como fragmentos de algo que había que intentar aferrar en el aire para ver si era adecuado a su corazón. Una correspondencia profunda. […] A medida que les llegaban las palabras, y que su mirada, atónita y admirada, penetraba en aquel hombre, ellos percibían que cambiaban, percibían que las cosas cambiaban: el significado de las cosas cambiaba, el eco de las cosas cambiaba, el camino de las cosas cambiaba». El relato no termina aquí, porque Giussani se imagina cómo volverían a casa Juan y Andrés después del encuentro con Cristo: «Y cuando volvieron, por la noche, al acabar la jornada –probablemente recorriendo en silencio el camino, porque jamás habían hablado entre sí como en aquel gran silencio en el que Otro había hablado, en el que Él continuaba hablando y resonando dentro de ellos– y llegaron a casa, la mujer de Andrés, mirándole, le dijo: “¿Qué te pasa, Andrés, qué te pasa?”. Y sus niños, asombrados, miraban a su padre: era él, sí, era él, pero era “más” él, era distinto. Y cuando –como dijimos una vez conmovidos con una imagen fácil de pensar porque es muy realista–, ella le preguntó: “¿Qué ha pasado?”, él la abrazó, Andrés abrazó a su mujer y besó a sus hijos: era él ¡pero jamás la había abrazado así! Era como el alba, o la aurora, o el amanecer de una humanidad distinta, de una humanidad nueva, de una humanidad más verdadera. Como si dijese: “¡Por fin!”, sin creer a sus propios ojos. ¡Pero era demasiado evidente para no creer a los propios ojos”»14.
Esta escena describe mejor que mil palabras cómo se aclaró históricamente el sentido religioso del hombre, porque encontró su verdadero objeto. Al encontrarse con Jesús, Andrés era él, pero era “más” él mismo, era distinto. En efecto, «el objeto del sentido religioso es el Misterio insondable. Por tanto, que el hombre razone sobre ello de modo que llegue a tener mil pensamientos distintos es comprensible. Sin embargo, la verdad es una, solo que el hombre no la puede alcanzar. Entonces el Misterio se hizo hombre, se encarnó en un hombre que se movía con las piernas, comía con la boca, lloraba con los ojos, murió y resucitó: éste es el verdadero objeto del sentido religioso. Por tanto, al descubrir a Cristo como un hecho histórico, se me revela, se me aclara de modo grandioso también el sentido religioso»15. Y de este modo me libera de todos mis intentos.
Esto no es sino la aplicación de una ley universal, desde que el hombre es hombre («La persona se encuentra a sí misma en un encuentro vivo»16); pero aquí, en el encuentro con la presencia del Misterio que se ha convertido en un hecho humano, esa ley se cumple, se realiza de modo definitivo: «Cuando conocí a Cristo, me descubrí como hombre»17, dijo el retórico romano Mario Victorino al anunciar públicamente su conversión. Porque «es en un encuentro cuando yo caigo en la cuenta de mí mismo […]. El “yo” se despierta de la prisión de su envoltorio original, se despierta de su tumba, de su sepulcro, de su situación de origen cerrada y –cómo decirlo– “resurge”, toma conciencia de sí mismo, precisamente en un encuentro. El resultado de un encuentro es que se suscita el sentido de la persona. Es como si naciese la persona: no nace ahí, pero en el encuentro toma conciencia de sí misma, y por tanto nace como personalidad»18.

Este encuentro nos permite descubrir el misterio de nuestro “yo”. «Era él, pero era “más” él», nunca había sido tanto él mismo. Al referirse al texto de El sentido religioso, don Giussani se pregunta en el curso de una conversación: «¿Por qué el libro sobre el sentido religioso lo hemos escrito nosotros y no un protestante o un budista? […] Porque nosotros hemos conocido a Jesús y, mirándole y escuchándole, hemos comprendido qué es lo que había dentro de nosotros: “Quien Te conoce, se conoce a sí mismo”, decía san Agustín. […] Para conocer el sentido religioso y para desarrollarlo, hemos tenido que encontrarnos con alguien: sin este maestro no nos hubiéramos comprendido. Por eso, puedo decirle a Cristo: “Tú eres verdaderamente yo”. “Tú eres yo”: se lo puedo decir precisamente porque, al escucharle, me he comprendido a mí mismo. Mientras que quien trata de comprenderse reflexionando sobre sí mismo se pierde en mil sendas, en mil ideas, en mil imágenes»19.

3. Cristo educa el sentido religioso
Precisamente porque Cristo desvela y aclara el sentido religioso del hombre, también puede educarlo. Alguien podría pensar –incluso el que se haya encontrado con Cristo o viva en un contexto cristiano– que, al estar originalmente dotados del sentido religioso, no existe necesidad alguna de educarlo, o que, una vez que se ha despertado, sigue su propio camino, llegando a constituirse de forma espontánea en dimensión de cada instante. El siguiente pasaje de don Giussani nos ayuda a comprender que esta apreciación es abstracta: «Durante una conversación en la que me vi implicado, un importante profesor universitario dejó escapar esta frase: “¡Si no tuviese la química, me mataría!”. Algo parecido ocurre siempre en nuestra dinámica interior, aunque no se explicite. Siempre hay algo que hace que la vida sea a nuestros ojos digna de ser vivida, sin lo cual, aunque no llegáramos a desearnos la muerte, todo resultaría insípido y decepcionante. A ese “algo” [el “dios”], […] le dedica siempre el hombre toda su devoción. Nadie puede evitar una implicación final: cualquiera que ésta sea, desde el momento en que la conciencia humana corresponde a ella simplemente por vivir, lo que está expresando es una religiosidad, un nivel de religiosidad que se está realizando. El sentido religioso tiene la característica propia de ser la dimensión última e inevitable de cualquier gesto, de cualquier acción, de cualquier tipo de relación. […] La ausencia de educación del sentido religioso […] se ve precisamente en esto: en que hay en nosotros una repugnancia, que se ha hecho instintiva, a que el sentido religioso domine y determine conscientemente nuestros actos. Aquí está precisamente el síntoma de la atrofia y la parcialidad en el desarrollo de nuestro sentido religioso: esa dificultad grave y muy extendida, esa extrañeza que advertimos cuando sentimos decir que es el “dios” el determinante de todo, el factor al que no se puede escapar, el criterio con el que se dirige, se estudia, se termina el producto de nuestro trabajo, se afilia uno a un partido, se investiga científicamente, se busca mujer o marido, se gobierna una nación»20.
Cada uno puede valorar en sí mismo el alcance que asume esta repugnancia a dejar que todo en la propia vida esté determinado por Dios. De este modo podrá comprender en profundidad hasta qué punto necesita dejarse educar en el sentido religioso. En efecto, «la educación del sentido religioso debería, por un lado, favorecer la toma de conciencia de ese dato de la inevitable y total dependencia que hay entre el hombre y lo que da sentido a su vida y, por otro, ayudarle a vencer con el tiempo esa extrañeza irreal que experimenta frente su condición original»21.
Podemos entender, entonces, el motivo de la Encarnación: «El objetivo para el que Dios se hizo hombre es educar al hombre en el sentido religioso, porque el sentido religioso es exactamente la postura de partida que tiene el hombre ante toda la realidad y ante el Misterio que la hace. Por eso, seguir a Cristo es estar en condiciones de afrontar la realidad y caminar hacia el destino del mejor modo posible: eso es la salvación, tal y como la entiendo aquí, no en el sentido definitivo del término, sino en el sentido que indica la disposición a tener. Si uno sigue a Cristo, está en las mejores condiciones para afrontar el problema del destino»22.
¿Cómo somos educados hoy en día en el sentido religioso? Participando en la vida de esa realidad en la que Cristo sigue siendo contemporáneo a nosotros: la Iglesia. «La funcionalidad de la Iglesia en el escenario del mundo está ya implícita en su conciencia de ser la prolongación de Cristo: tiene, pues, la misma funcionalidad que Jesús. La función de Jesús en la historia es la educación del hombre y de la humanidad en el sentido religioso (¡precisamente para poder “salvar” al hombre!), donde por religiosidad, o sentido religioso, entendemos –como ya hemos dicho– la postura exacta como conciencia y tentativa como actitud práctica del hombre frente a su destino»23.
Esto demuestra la necesidad de que el Misterio permanezca en la historia. Si Cristo no es contemporáneo y no sigue desafiando al hombre, éste vuelve a quedarse irremediablemente solo. Y sabemos bien hasta dónde podemos decaer cuando nos quedamos solos.
¿Cómo podemos liberarnos de esta decadencia inexorable?

4. Cristo salva el sentido religioso
Nadie consigue mantenerse por sí mismo en la actitud adecuada a la que le ha abierto el encuentro con Cristo. Por eso la única respuesta a nuestra fragilidad es la permanencia real de Su presencia.
En este sentido, la situación histórica en la que nos encontramos actualmente en Occidente constituye un verdadero desafío también para el cristianismo, que se ve obligado a mostrar la verdad de su pretensión de responder a las exigencias del hombre. Es evidente que no servirá cualquier versión del cristianismo para volver a despertar la humanidad del hombre (lo sabemos perfectamente). Ni un cristianismo reducido a discurso (“nocional”, en el sentido newmaniano del término) ni un cristianismo reducido a ética serán capaces de arrancar al hombre de su sopor (en su discurso a la Curia Romana el pasado 20 de diciembre, Benedicto XVI hablaba del «sueño de una fe que se ha cansado»), del aplanamiento cada vez más clamoroso de su deseo, de su impulso original, de su gusto de vivir. La autenticidad del cristianismo se ve en la capacidad que tiene de despertar continuamente lo humano.

Sólo un cristianismo que conserva su naturaleza original, sus rasgos inconfundibles de presencia histórica contemporánea –la contemporaneidad de Cristo–, puede estar a la altura de la necesidad real del hombre y ser capaz de salvar el sentido religioso. No se trata de un postulado que haya que aceptar, sino de una novedad humana que hay que sorprender en acto: el anuncio cristiano se somete a esta verificación, al tribunal de la experiencia humana. Si en el hombre que acepta pertenecer a Cristo a través de la realidad de la Iglesia, tal como emerge de forma concreta y persuasiva en su experiencia (carisma), sucede lo que él mismo con sus propias fuerzas no es capaz de alcanzar –un cumplimiento impensable de lo humano en todas sus dimensiones fundamentales–, entonces el cristianismo se revelará como algo creíble y su pretensión se podrá verificar. «Cada árbol se conoce por su fruto»24: éste es el formidable criterio epistemológico que el mismo Jesús nos ofrece. El cambio generado por la relación con Cristo presente es tal que san Pablo no duda en exclamar: «El que está en Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado»25. La criatura nueva es el hombre en el que el sentido religioso se realiza en su plenitud –una plenitud de otro modo imposible–: razón, libertad, afecto y deseo.
«Cristo me atrae por entero, ¡tal es su hermosura!»26, exclamaba Jacopone da Todi. Esta belleza, como resplandor de la verdad, es lo único capaz de volver a despertar el deseo del hombre y mover tan poderosamente su afecto que hace posible continuamente la apertura de su razón a la realidad que tiene ante sí («La condición para que la razón sea razón es que esté embebida de afectividad y, de esta manera, mueva al hombre entero»27. El atractivo de Cristo facilita (no realiza automáticamente) esa apertura que sería imposible sin Él. De este modo, la contemporaneidad de Cristo permite a la razón toda su apertura, haciéndole posible alcanzar una inteligencia de la realidad antes desconocida: cualquier cosa, cualquier circunstancia, incluso la más banal, se ve exaltada, se convierte en signo, «habla», resulta interesante de vivir. El hombre que ha sido despertado y sostenido por la presencia de Cristo puede vivir finalmente como hombre religioso, puede sostener el vértigo de la vida, circunstancia tras circunstancia, y puede «meterse en cualquier situación existencial [en cualquier circunstancia] con una tranquilidad profunda, con la posibilidad [o capacidad] de estar alegre»28, dice don Giussani. La contemporaneidad de Cristo se revela de este modo como algo indispensable para vivir en plenitud el sentido religioso, es decir, para tener la actitud justa ante la realidad.
Por el contrario, si la presencia de Cristo no es algo contemporáneo, las consecuencias no se hacen esperar. La falta de experiencia de la contemporaneidad de Cristo nos hace volver a la situación precedente al encuentro cristiano, y, aunque sigamos hablando de Cristo (como sucede a menudo), lo reducimos de hecho a una de las muchas variantes del sentido religioso. «Para el hombre moderno [esta es una observación verdaderamente aguda de don Giussani, que nos ayuda a ser conscientes de la situación en la que vivimos], la “fe” no es generalmente más que un aspecto de la “religiosidad”, un tipo de sentimiento con el que vivir la inquieta búsqueda de su origen y su destino, lo que es precisamente el elemento más sugerente de toda “religión”. La entera conciencia moderna se agita para arrancar del hombre la hipótesis de la fe cristiana y para reducir ésta a la dinámica del sentido religioso y al concepto de religiosidad, y esta confusión penetra también por desgracia en la mentalidad del pueblo cristiano»29.
Existe una diferencia esencial e irreductible entre las dinámicas de la fe y del sentido religioso: «Mientras que la religiosidad nace de la exigencia de significado que suscita el impacto con lo real, la fe es reconocer una presencia excepcional, que corresponde totalmente a nuestro destino, y adherirse a esa Presencia. La fe es reconocer como verdadero lo que una Presencia histórica dice de sí misma»30. Tal diferencia se ve sobre todo en la forma de moverse que tiene la razón. En la fe cristiana ya no hay una razón que explica, sino una razón que se abre –percibiendo así realizada por fin su propia dinámica– al mismo desvelarse de Dios. Se entiende así por qué don Giussani dice que «ahí [en el episodio de Juan y Andrés] se encierra todo el problema de la inteligencia [no del sentimiento o del estado de ánimo]»31. La fe es un acto de la razón movida por la excepcionalidad de una Presencia: «La fe cristiana es la memoria de un hecho histórico que consiste en que un Hombre dijo de sí una cosa que otros aceptaron como verdadera y que ahora, por el modo excepcional en que me alcanza todavía a mí aquel Hecho, acepto yo también. Jesús es un hombre que dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Es un Hecho que ha acontecido en la historia: un niño, nacido de mujer, inscrito en el registro de Belén, que, cuando se hizo mayor, anunciaba que era Dios: “ El Padre y Yo somos una sola cosa”. Estar atentos a lo que hacía y decía aquel hombre, tanto como para llegar a decir “Yo creo a Éste”, unirse a Su presencia afirmando que es verdad lo que decía: esto es la fe»32.
Por tanto, «imaginemos el desafío que representa para la mentalidad moderna la pretensión de la fe: que exista un hombre –al que puedo llamar de “tú”– que dice: “Sin Mí no podéis hacer nada”; es decir, que exista un Hombre-Dios. Nunca hacemos cuentas hasta el fondo con esta pretensión; actualmente ni el pueblo ni los filósofos más importantes afrontan ya el problema, y si lo afrontan es para consolidar la concepción negativa previa que deriva de la mentalidad dominante. Esto es: se deduce la respuesta al problema cristiano –“¿Quién es Jesús?”– de concepciones constituidas previamente sobre el hombre y el mundo. Y, sin embargo, Jesús dice la siguiente respuesta: “Mirad mis obras”, es decir, “Miradme”, que es lo mismo. Pero no se le mira a la cara, se le elimina antes de tomarle en consideración. La no-creencia es, por ello, un corolario que deriva de un prejuicio; es la aplicación de un prejuicio, no la conclusión de una indagación racional»33.

Pero lo que ahora nos interesa es sobre todo centrarnos en las consecuencias del rechazo del método elegido por Dios para responder a la exigencia de significado total del hombre que es propia de su sentido religioso: «Sin el reconocimiento de la presencia del Misterio, la noche avanza, la confusión avanza y –como tal, a nivel de la libertad– avanza la rebeldía, o la desilusión llega a tal punto que es como si no se esperara ya nada y se viviera sin desear ya nada, salvo la satisfacción furtiva o la respuesta furtiva a una breve exigencia»34. Sin el reconocimiento de la contemporaneidad de Cristo, lo que decae es la humanidad verdadera, el impulso del sentido religioso. En cambio, aquel que reconoce esta contemporaneidad ve su humanidad llevada más allá de cualquier imaginación: «Que nuestra conciencia, pensamiento y afecto, nuestro modo de amar, se convierten a Cristo, quiere decir que conciencia y afecto se ven continuamente llevados a donde nunca hubieran pensado, provocados a salir de sus medidas, a abrirse, y llevados a un terreno insospechado, más allá de lo que hubiéramos podido concebir o sentir antes. Y de hecho son introducidos siempre en lo desconocido, con una medida que se ensancha: la conciencia y la afectividad se ven introducidas continuamente en un horizonte imprevisto, más allá de todas nuestras medidas»35, y la vida adquiere una intensidad, un respiro y un horizonte antes desconocidos.
Esto proporciona a cada uno el criterio para verificar su camino en la fe, su educación en el sentido religioso: la exaltación de su humanidad original. 
«En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos»36; ésta podría ser la fórmula que resume una verdadera educación del sentido religioso. Y por eso llama bienaventurados a aquellos que la tienen: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»37. Estos textos nos muestran la verdadera finalidad de esta educación: abrirnos de tal modo que podamos llenarnos con algo que no podemos producir nosotros, que debemos aceptar, acoger, abrazar como un regalo. Sólo quien es sencillo como un niño, quien es pobre de espíritu, tiene la disponibilidad necesaria para acogerlo.

El trabajo que nos espera este año sobre el texto de El sentido religioso es realmente decisivo. De la seriedad con la que lo afrontemos dependerá nuestra realización como personas y la contribución que podamos ofrecer a nuestros hermanos los hombres.

Notas: 

1 G. Leopardi, Canto nocturno de un pastor errante de Asia. vv. 79-89.
2 L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1987, p. 71. El sentido religioso es «la inclinación del hombre hacia su principio y hacia su último destino; una advertencia confusa, que ilumina intuitivamente su conciencia, la del propio ser dependiente y responsable; el pronunciamiento informe y natural al alma sobre la propia y secreta relación con el Ser supremo; el natural gesto de la naturaleza humana en actitud de adoración y de súplica; la exigencia del espíritu hacia un Infinito personal, como el ojo hacia la luz o la flor hacia el sol». En 1957 el entonces cardenal Giovanni Battista Montini utilizaba estas palabras en su carta pastoral para la Cuaresma ambrosiana. Y pocos meses después, Luigi Giussani publicaba la primera edición del texto El sentido religioso; exactamente cuarenta años después, don Giussani terminó la última y definitiva versión de esta obra (que es también el primer volumen del Curso básico de cristianismo).
3 Cf. R.Niebuhr, Il destino e la storia. Antologia degli scritti, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 1999, p 66.
4 L. Giussani, «El ‘poder’ del laico, es decir, del cristiano», en 30Días, n. 3, 1987, pp. 50-63.
5 L. Giussani, El atractivo de Jesucristo, Encuentro, Madrid 2000, p. 307.
6 L. Giussani, Carta a la Fraternidad, 7 de octubre de 1997.
7 L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 141.
8 Ibidem, p. 168.
9 Ibidem p. 141.
10 J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca 2005, pp. 120-121.
11 L. Giussani, El sentido religioso, op. cit., p. 26.
12 Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la XXIV Asamblea plenaria del Consejo Pontificio para los laicos, Ciudad del Vaticano, 21 de mayo de 2010.
13 L. Giussani, L’io rinasce in un incontro, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 2010, p. 162.
14 L. Giussani, El tiempo apremia, Ejercicios de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Apuntes de las meditaciones. Suplemento de la revista Litterae Communionis, 1994, pp. 21-23.
15 L. Giussani, La autoconciencia del cosmos, Encuentro, Madrid 2002, pp. 19-20.
16 L. Giussani, L’io rinasce in un incontro, op. cit., p. 182.
17 In epistolam ad Ephesios, II, 4, 14.
18 L. Giussani, L’io rinasce in un incontro, op. cit., pp. 206-207.
19 L. Giussani, La autoconciencia del cosmos, op. cit., p. 20.
20 L. Giussani, Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid 2004, pp. 15-16.
21 Ibidem, p. 16.
22 L. Giussani, El atractivo de Jesucristo, Encuentro, Madrid 2000, p. 307.
23 L. Giussani, Por qué la Iglesia, op. cit., p. 190.
24 Lc 6,44.
25 2 Cor 5,17.
26 Jacopone da Todi, «Lauda XC», en Le Laude, Libreria Editrice Fiorentina, Firenze 1989, p. 313.
27 L. Giussani, El hombre y su destino, Encuentro, Madrid 2003, p. 112.
28 L. Giussani, El sentido religioso, op. cit., p. 153.
29 L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, p. 30.
30 Ibidem.
31 L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid 2007, p. 200.
32 Ibidem, pp. 30-31.
33 Ibidem, p. 31.
34 L. Giussani, Toda la tierra desea ver tu rostro, San Pablo, Madrid 2000, p. 106.
35 L. Giussani, «En el ancho mar de la vida cotidiana, una continua novedad», en Huellas, n. 6 junio 2007, p. 5.
36 Mt 18,3.
37 Mt 5,3.