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Huellas N.2, Febrero 2011

IGLESIA / Entrevista

Llamado a vivir de Él

Davide Perillo

Cara a cara con el padre MAURO GIUSEPPE LEPORI, elegido para guiar a los mil ochocientos cistercienses esparcidos por el mundo. Después de veintiséis años en un monasterio, una vocación dentro de la vocación, que le lleva hoy a «descubrir un gusto en todo lo que hago», también en lo que uno no imaginaría…

«Una segunda llamada». Con todo el espesor que tiene esa palabra para una persona que ha entregado su vida a Cristo entrando en un monasterio hace más de un cuarto de siglo. Originario de Lugano, monje desde 1984, responsable de la abadía suiza de Hauterive desde 1994, teólogo, filósofo, autor de textos traducidos por medio mundo, el padre Mauro Giuseppe Lepori es desde hace cinco meses abad general de la Orden Cisterciense. Con cincuenta y un años. Una edad insólita para semejante responsabilidad. Pero, sobre todo, una revolución para él mismo, que se ha visto de repente catapultado desde el cantón de Friburgo al centro de Roma, a la casa general desde la que guía una realidad extendida por cuatro continentes (sólo falta Australia), una realidad a explorar y conocer, poblada por mil ochocientos monjes y monjas. Sin embargo él lo llama así, de forma clara y sencilla, como suele hablar, sin malgastar una sola palabra, pensando siempre antes de responder: «Una llamada». Una vocación en la vocación, en la que es bonito ahondar un poco para comprender qué significa vivir sólo de Cristo. Lo esencial. «Se me hizo evidente cuando repetían mi nombre durante el escrutinio», explica Lepori: «El problema no era ser elegido, sino que Cristo me llamaba. Lo sentía con fuerza, con conmoción y gratitud».
¿Qué ha supuesto hacer las cuentas con esta «segunda vocación»? Pensé enseguida: «El Señor vuelve a llamarme con una intensidad que creía imposible». Y lo percibí como una plenitud, como si Él me ofreciera una vida más grande. Sólo si se mantiene viva esta conciencia es posible seguir adelante sin convertirse en un funcionario. En caso contrario, el riesgo es dejarme determinar por las peticiones de los demás y por lo que hay que hacer, más que por Su llamada. Mientras que delante de Él puedo descubrir incluso la libertad de decir «no». Como también la libertad de darme cuenta de que hasta algunos asuntos áridos, algunos aspectos del trabajo que rehuirías instintivamente –algunas cuestiones de gestión, la organización– sirven para una vida».

¿Echa de menos alguna cosa de Hauterive? No sé, el ritmo de vida, ciertas relaciones. Después de 26 años, 16 de ellos como abad…
No. Es más, estoy sorprendido de no vivir con esa sensación de “luto” que imaginaba. Permanezco muy ligado a esa comunidad, a la que sigo perteneciendo. Pero sé que aquí debo encontrar una comunidad. Con toda la Orden, pero sobre todo aquí, en la casa. Aunque paso aquí poco tiempo, porque tengo que viajar mucho. Pero nada más llegar a Roma, me reuní con todos los monjes de la casa, que son sobre todo estudiantes, y les dije: mirad, yo no quiero vivir en un colegio, sino en una comunidad. Y en una comunidad se deben cuidar especialmente tres dimensiones. La fraternidad, es decir, una comunión que pasa a través de todo: del recreo, de los servicios, de la atención recíproca… La liturgia, estar unidos en el reconocimiento del misterio de Cristo y en celebrarlo, en cuidarlo y amarlo. Finalmente, ayudarse a profundizar en la Palabra: que exista una enseñanza común, un comunicarse lo que escuchamos, lo que cada uno de nosotros vive, su experiencia y su estudio. Esto supone todo un reto porque un vietnamita y un americano, por poner un ejemplo, son muy distintos. Pero es una comunidad a todos los efectos. Aunque ciertamente hay menos silencio que en Hauterive.

¿Qué hace que una comunidad sea tal? ¿Cuáles son los factores esenciales, además de los tres puntos que ha mencionado?
En el Capítulo he insistido mucho en esto: debemos volver a una verdadera comunión de vida, no a un simple “estar juntos”. Hoy en día existe un gran individualismo. Hay una crisis en la relación entre la persona y la comunidad. Muchos religiosos están preocupados por otras cosas: la escasez de vocaciones, la duda de si deben tener o no una escuela, si deben gestionar o no la parroquia. Todo eso depende de las circunstancias. Pero la condición sine qua non para que uno pueda vivir un carisma como el nuestro es que exista una comunidad. A menos que uno tenga una experiencia tan madura que le haga capaz de vivir la comunidad incluso estando solo.

¿De dónde nace este individualismo?
Se suman muchos factores. Hoy en día, incluso el Estado tiene una tendencia cada vez mayor a dirigirse al individuo. También la comunicación parece estar hecha con este fin: teléfonos móviles, internet… Todo termina incentivando el individualismo. Pero éste no es el corazón del problema. La verdad es que cada siglo lo ha planteado a su modo. Benito habla de ello en toda la Regla. Y si vas más atrás, llegas hasta Ananías y Safira, que engañan a los apóstoles simulando pertenecer a la comunidad, pero quedándose con parte de la venta que han hecho. Es decir, este problema existe desde los comienzos de la Iglesia. Pedro reprende a ese matrimonio y dice: habéis engañado al Espíritu Santo. Les invita a asumir su relación con el Misterio que se encierra en el misterio de la comunidad cristiana, que es una participación en la Comunión trinitaria. La finalidad no es la comunidad en sí misma; lo es en la medida en que Cristo, gracias al Espíritu, nos hace participar en el origen y en el fin de todo lo que existe y del ser. ¡Nada de voluntarismo!, no “hay que ser comunitarios”. A la pregunta: «¿Por qué debo sacrificarme por la comunidad?», no puedo responder: «Porque así es como hay que amar, es la forma de no ser egoísta…». Son respuestas moralistas, no bastan. Hace falta una dimensión contemplativa para asumir este reto personalmente. Hace falta la conciencia del Misterio. Yo sacrifico mi individualismo, tengo interés en vivir la comunidad porque quiero vivir la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo a vosotros». Cristo nos ofrece ese amor, esa comunión. «Permaneced en mi amor». Es importante recordarlo. Sobre todo en las comunidades monásticas llamadas a una vida de memoria.

Sin memoria, la comunidad es insostenible…
Sí. Muchas de las derivas que se produjeron después del Concilio, aunque también antes, son consecuencia justamente de esta idea de comunidad que, en el fondo, no es cristiana. O también de ciertos abusos de la libertad, por los que yo pretendo que tú renuncies a todo –o a tu libertad– por la comunidad, pero no te ofrezco esta dimensión, esta posibilidad de vivir todo eso por Cristo, para participar en todo lo que Cristo dona. De este modo la comunidad termina convirtiéndose en un abuso, sobre todo en esos lugares en donde se te pide todo, como en una realidad monástica. Mientras que la fatiga se puede superar sólo volviendo a proponer la fascinación del Misterio de Cristo. Cuando esto es visible como experiencia, atrae a todos. Sean de la cultura o de la época que sean. En este sentido, tengo un reto importante ante mí. Aquí conviven personas de cuatro continentes, todos muy distintos entre ellos.

Ha utilizado el adjetivo “árido” para hablar de algunos asuntos que le toca afrontar debido a su nueva función. En una ocasión, don Giussani habló del trabajo como «el aspecto más árido y fatigoso de la relación con Cristo». ¿Qué está descubriendo a raíz de esta aridez? ¿Y qué quiere decir? ¿Se trata simplemente de plegarse a hacer cosas que de por sí no haría?
Descubro que hay un gusto en todas las cosas, esto es verdad. Pero sólo si hago memoria de la vocación, de Cristo que me llama a través de todo eso. Entonces comprendo que la razón es hermosa, siempre buena, positiva. Pero “árido” puede ser también estar en un aeropuerto esperando un vuelo, cuanto estás cansado y no tienes ganas de leer… Debes rescatar siempre el motivo por el que vives: «Yo estoy siguiendo a Cristo. Estoy así porque Él me llama. Paso a través de esto, pero si vivo Su memoria esto lo transforma todo». Se produce una especie de milagro. Y entonces, de pronto, comprendes la belleza que encierra.

¿Qué quiere decir «hacer memoria de la vocación»? ¿Cómo se da cuenta de que se está produciendo esta memoria?
Hacer memoria de la vocación quiere decir hacer memoria de Cristo presente. Y es verdad que los asuntos más áridos resultan de una gran ayuda, porque son un reto, te apremian más. En lo que nos gusta puede ser más fácil perder este sentido. Puedes pensar que lo que tienes te basta, que no tienes necesidad de esta Presencia misteriosa. Pero siempre resulta positivo atravesar los desiertos. Las cosas áridas son también aquéllas en las que no veo un resultado, aquéllas que me piden algo que preferiría no hacer o que no me gustaría decidir. Todo esto te empuja más a pedir, a confiarle todo a Él, para que Él mismo te haga instrumento de su obra.

Este renovarse de su vocación, ¿en qué se distingue, o en qué sentido es más profunda de la “primera vocación” que le hizo entrar en un monasterio?
He recibido distintos tipos de llamadas. Pero si queremos simplificar, la palabra que describe mejor la vocación monástica la encontramos en Juan 15,5: «El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante». Uno se pregunta si una forma determinada de vocación hará de verdad que su vida dé fruto. Se ve tentado de cuestionar la forma que se le presenta precisamente en este sentido: ¿dará esta forma cumplimiento pleno a mi vida? Mientras me hallaba en el monasterio durante el primer mes de prueba, no hice otra cosa que meditar la primera mitad del capítulo 15 de Juan, hasta el versículo 17. Con la conciencia de que, para mí, ese lugar era el lugar en el que me adhería a Cristo: esto, y sólo esto, aseguraría mi fecundidad en la vida. Ningún razonamiento mío podía responder a aquella pregunta. Uno puede ser monje, abad u obispo, pero si no está unido a Cristo no es fecundo. Mientras que, si sigues el camino donde Cristo te quiere junto a él, la fecundidad está asegurada. Y se renueva continuamente. La vocación es a Cristo, no a una u otra cosa particular. La vocación establece una relación. Y la vocación particular de cada uno consiste en que Cristo le asigna un lugar a cada uno, le ofrece una forma para comprender que “este camino te une a Mí”. Su presencia es como un diapasón que da la nota, con la que te puedes armonizar con la ayuda de la comunidad cristiana para permanecer ligado al origen. Porque el problema sigue siendo el mismo: ¿de dónde viene la savia que alimenta tu vida?

¿Cuál es la tarea de los benedictinos hoy en día?
Mostrar que la vida cristiana es una vida humana. Y por tanto que tiene que ver con todo. No es una vocación que se ocupe de una tarea particular, en función de un objetivo particular; es una llamada a la totalidad. La Regla de san Benito se refiere a la vida entera. Desde los aspectos espirituales y sublimes a aquéllos más físicos y materiales. Y ésta es la tarea más importante: demostrar con la experiencia de nuestra vida que el cristianismo tienen que ver con todo lo humano. Y lo hace en la medida en que cada uno hace suyas ciertas dimensiones: la comunidad, la oración, el trabajo. O la estabilidad, es decir, ligarse a un lugar encarnado en el que debes cambiar tú, y no el ambiente o las personas que te rodean. Una humanidad verdadera debe educarse continuamente. Es muy importante que los monasterios que viven la Regla ofrezcan esto. Lugares encarnados.

¿Cuáles son los problemas más urgentes de los que se está ocupando?
Puesto que el punto fundamental es la comunión, es necesario hacer todo un trabajo de recuperación de la libertad. Hace falta educarla y acompañarla con paciencia. En la Iglesia, muchos problemas proceden de aquí: de la libertad a la hora de vivir la pertenencia. Al estar juntos siempre hay un vínculo, una dependencia. Pero desde la libertad.

¿Cómo se educa esta libertad?
San Benito dice que el abad debe dar a los monjes una palabra que sea «fermento de justicia divina». Una levadura. Hay que ofrecer una enseñanza, indicar un camino que sea como una levadura para la persona. Pero luego es la persona la que debe caminar, libremente. Pues bien, cuando se anuncia la verdad como algo presente, fascinante para ti ahora, entonces la libertad es fermentada. Recibe el fermento. De este modo, con el paso del tiempo, la persona puede crecer con su libertad. En cualquier caso, la libertad se educa y se afirma ante todo cuando se la reconoce, cuando se ayuda a las personas a darse cuenta de que la tienen.

¿Qué significa esto?
A veces no sabemos ni siquiera qué quiere decir la libertad. Tenemos un concepto de ella completamente desequilibrado. Para poner de manifiesto qué es la verdadera libertad, es importante en primer lugar vivir con el otro, establecer una relación con él. Yo debo vivir así en la comunidad, tratando de instaurar una relación con ellos. La relación manifiesta la fascinación de la libertad. Hoy en día se habla mucho en la Iglesia, pero con frecuencia se usan palabras demasiado moralistas que difícilmente resultan fascinantes: demasiados «hay que». En cambio, lo que atrae es la belleza.

Como recuerda continuamente Benedicto XVI…
Justamente. Podría parecer que a la larga no sucede nada. Pero es como la levadura. Parece que no cambia, pero sí lo hace.

¿Qué consonancia existe entre el carisma benedictino y el de CL? ¿Cómo lo ha descubierto con el tiempo?
La consonancia me la ha hecho descubrir el Señor a través de distintos encuentros. Siempre me ha dado una llamada y un lugar para vivirla. La llamada, la vocación, te inflama, pero si no perteneces a un lugar que te ayuda a seguirla y a vivirla, todo se queda en un recuerdo. Cada vez que he percibido una llamada del Señor, al mismo tiempo había un lugar que me permitía caminar. Desde el primer momento. De hecho, he descubierto la unidad entre la experiencia del movimiento y la benedictina en mi vida, siguiendo un solo camino. Descubriendo que Benito está muy presente en don Giussani: de algún modo, CL vuelve a proponer el carisma benedictino.

¿En qué sentido?
Como experiencia de humanidad y como método, es decir, como un lugar en donde se hace posible esta experiencia de humanidad. Todo está centrado en Cristo presente. Ésta ha sido la trayectoria de mi vida.

¿Y don Giussani? ¿Qué ha supuesto para usted?
Un encuentro. Único, en todos los sentidos. Le vi pocas veces, a diferencia de algunas personas que me marcaron, como monseñor Eugenio Corecco, que era obispo de Lugano. Pero cada encuentro con él fue un encuentro con plenitud. Me marcó para siempre su humanidad, su mirada. Y las palabras verdaderas que me dijo. Se ha quedado impreso en mi pobre persona. Porque ha sido, y sigue siendo, un encuentro dentro del Gran Encuentro.


FRASE DESTACADA

La fatiga sólo se puede superar volviendo a proponer la fascinación del Misterio de Cristo. Cuando esto es visible como experiencia, atrae a todos


DE ROMA AL MUNDO
Nacido en Lugano en 1959, el padre Mauro Giuseppe Lepori se licenció en Filosofía y Teología en la Universidad de Friburgo. Entró en la Abadía de Hauterive (Suiza) en 1984, donde hizo su profesión solemne en 1989. Después de dieciséis años como abad de Hauterive, el 2 de septiembre de 2010 fue elegido Abad general de la Orden cisterciense de observancia común. Una «gran familia», como ha dicho Benedicto XVI, que cuenta en todo el mundo con más de ochenta monasterios y mil ochocientos monjes y monjas (entre los monjes hay más de setecientos sacerdotes), esparcidos por África, América, Europa y Asia. La casa general de la Orden, a donde se ha trasladado el padre Lepori desde Hauterive, se encuentra en Roma.