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Huellas N.1, Enero 2011

ROMA / Hacia el Meeting 2011

Deseados por Dios

Jean-Louis Tauran

La necesidad. El deseo. Y el recorrido que hace que toda la existencia (como proclama el título de la próxima edición) pueda convertirse en «una inmensa certeza». El cardenal JEAN-LOUIS TAURAN lo ha desarrollado para nosotros, presentando en Roma la kermés riminesa. Hasta llegar a descubrir que el tiempo «no es algo que pasa, sino Uno que viene»

¿Qué es el deseo? Ciertamente es algo muy diferente de la necesidad. El deseo es una tensión de todo el ser hacia el objeto amado: por ejemplo, un monje deseará la vida eterna con un ardor especial. La necesidad, por el contrario, es una tensión hacia un bien que nos es necesario para nuestro bienestar: por ejemplo, el hambre. Una vez saciada el hambre, la necesidad deja de existir.
Dios nos ha creado con numerosas necesidades. Pero como criaturas, hechas a imagen de Dios y llamadas a participar en su vida, tenemos algo más. Incluso aunque tengamos todas nuestras necesidades aseguradas, permanecerá siempre en nosotros el deseo de algo más grande, y así al final todos deseamos, quizá sin saber identificarlo, a Dios, que será siempre el objeto de nuestro deseo, porque no podemos captar a Dios. Y lo que caracteriza al creyente es que antes de desear a Dios debemos hacer la experiencia de ser deseados por Él.

Conocidos y amados. Una vez que tenemos claro el punto de que deseamos a Dios y que, antes que nada, somos deseados por Él, entonces viene la certeza: no estamos abandonados al hado, somos conocidos y reconocidos por un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Para Platón, la certeza era fruto del saber. Para Aristóteles, todo aquello que es real es racional. Y Hegel dirá lo mismo. En realidad, el hombre moderno busca la certeza en la ciencia o en la razón.
Con la Biblia, las cosas van por otro camino. La fe que pongo en Dios no descansa sobre verdades, sentimientos o experiencias. Nace de la convicción de que la verdad última de mi vida no proviene de mí, sino de Otro que ilumina mi vida y le da sentido. Pero esto no quiere decir que el creyente esté a salvo de las dudas. La fe es certeza, pero no seguridad. Es certeza porque se funda en Aquél que me la da, Jesucristo, que me dice quién es Dios y quién soy yo; la fe es también inseguridad, porque permanece ligada a mí y a mi debilidad. Recordemos a Pedro caminando sobre las aguas, mientras mira a Jesús, camina, pero apenas desvía la mirada de Él, empieza a hundirse.
La fe comportará siempre un riesgo, es decir, la posibilidad de dudar. Es al mismo tiempo certeza y riesgo.
Pensando en los grandes encuentros en Rimini, que son para todos nosotros un testimonio de la vitalidad del Espíritu Santo, capaz de transformar una asamblea de millares de personas en una especie de Cenáculo, me parece importante evitar cualquier triunfalismo, arrogancia o sentido de autosuficiencia, porque todos nosotros estamos hechos de bien y de mal, y nunca estamos seguros de lo que mañana seremos capaces de hacer o de no hacer.

Sólo una persona. Pero nuestra gran certeza no es una opción filosófica o una experiencia mística, o la conclusión de un estudio sobre la dimensión religiosa del hombre. No, nuestra certeza es una persona que se llama Jesús de Nazaret. Toda la aventura de la búsqueda filosófica de la humanidad se puede resumir en una única pregunta. Se trata de saber si, en la historia, un hombre tuvo derecho a decir que era Dios; no porque este hombre se autodenominara Dios, sino porque Dios se hizo hombre. No se trata de una representación, sino de un suceso real, que se impone a todos como un hecho que nos preocupa. Si Cristo ha resucitado, entonces esto atañe no sólo a mi vida privada y a la de mi comunidad, sino al mundo entero.
Siempre es fascinante descubrir cómo el cristianismo ha desvelado al hombre su unidad. No hay dos polos: uno humano que se contrapone a uno divino; no hay contraposición entre el hombre y Dios, sino entre la glorificación de Dios, por una parte, y la idolatría del hombre por otra (San Agustín, De civitate Dei). Está claro que no pueden existir dos absolutos. En este punto debemos volver a la Biblia, donde el hombre tiene tres dimensiones.
La primera es la gestión equilibrada de los recursos de la creación: Dios convoca a los animales y les presenta al hombre para que éste les dé un nombre. Por tanto, el hombre bíblico está llamado a adquirir el “dominio” sobre todas las riquezas del universo y ponerlas a su propia disposición. Un cristiano no se turba ante los progresos de la ciencia. Al contrario, se alegra por el esfuerzo del hombre por descubrir las riquezas que Dios ha puesto a su disposición y por tanto canta la grandeza de Dios.
La segunda dimensión: el hombre bíblico siempre está en relación con los demás: «No es bueno que el hombre esté solo». Es muy importante resaltar que, en el segundo relato de la creación, es decir, en el capítulo 2 del Génesis, la creación de la mujer no tiene que ver con la perpetuación de la especie, sino con el hecho de que no es bueno que el hombre esté solo. El amor humano es la expresión de la naturaleza fundamentalmente comunitaria del hombre, que no está hecho para la soledad, sino para compartir.

Existir dos. La tercera dimensión del hombre bíblico es la adoración. Debemos reconocer que dependemos de Dios en cada instante. Mientras os hablo, Dios me da la existencia. Existir, para un hombre, es estar en relación con Otro. Existir es siempre ser dos. La pretensión del hombre de ser autosuficiente es una ilusión. En la Biblia, por lo demás, se ve muy bien este ritmo de la condición humana, que alterna el trabajo y la adoración. Tras los seis días de trabajo para “dominar” el mundo, se le da al hombre un séptimo día para reconocer la soberanía de Dios. De ello resulta que un hombre sin adoración es un hombre mutilado. Cuando rechazamos todo humanismo ateo o marxista o el humanismo liberal, no es para defender a Dios sino al hombre: un hombre sin Dios no es plenamente humano.
Ahora bien, nuestra civilización corre el riesgo de carecer precisamente de la adoración. Una ciudad donde no se viera una cruz o un campanario, sería un infierno, ¡un ciudad donde te ahogas! La ciencia sin Dios, la técnica sin Dios, pone al mundo en peligro. Es la negación del humanismo. Cuando se habla de Occidente, y de Europa en particular, se ve lo que ha sido capaz de hacer; no se trata del color de la piel de sus habitantes, porque no hay una raza superior. Occidente debe su superioridad a dos cosas, la ciencia y el cristianismo, y el drama actual es que este Occidente tiene un bagaje científico y técnico de primer orden, mientras que espiritualmente está sin raíces. Uno puede preguntarse si, separada del cristianismo, la ciencia no pueda convertirse al final en un regalo mortal. Sin el cristianismo, se podría convertir en un instrumento que se puede usar para alcanzar fines que no son los del hombre verdadero.

Laico “profeta”. La experiencia del Meeting de Rimini, para mí y para las personas a las que he hecho descubrir esta realidad, es poder ver con tus propios ojos que podemos caminar hacia Dios a través de las realidades terrestres y de las realizaciones de la inteligencia humana, la cultura, la técnica y la ciencia. Y lo específico de los laicos es articular sus tareas, dar un sentido religioso a sus actividades profanas, seculares. En este sentido un laico cristiano es “profeta”, en el sentido bíblico de la palabra, porque tiene la misión de recordar continuamente a la sociedad la ley de Dios ante las infidelidades del hombre, propagar una visión divina de la existencia humana y de su destino ante situaciones concretas. Por tanto, se podría decir que la tarea del cristiano frente a los compromisos terrenales es consagrarlos.
La gran novedad de estos últimos años es que la Iglesia afirma que podemos ir a Dios a través de nuestras actividades cotidianas.
En la vida tal como es, con su belleza y sus contradicciones, es donde debemos encontrar a Dios. Cada situación, cada circunstancia, debe llevarnos a Dios. Ahora bien, si la mayor parte de nuestra actividad nos aleja de Dios, quiere decir que necesitamos convertirnos, y toda la vida espiritual del laico cristiano consiste en transformar en medios de crecimiento humano y espiritual estas realidades de nuestra vida diaria que parecen obstáculos. En Europa algunos de nuestros contemporáneos se ven atraídos por el hinduismo, que les parece poseedor de una sabiduría, de una manera unitaria de pensar y vivir la armonía interior. ¡Pero si no necesitamos atravesar el mar!. Tenemos mucho más. Nosotros no buscamos la paz en la evasión de lo cotidiano, sino en una cierta mirada que tenemos sobre las realidades mundanas, recibidas de Dios, y que a la vez les restituimos; y pienso que esta es la maravillosa armonía cristiana. Ninguna invención, ninguna revolución nos proporcionará nada tan importante como Jesucristo. ¡Es el fin último! Fuera de Él no hay nada. Es decir, en Él está la salvación. Esto no quiere decir que después de Él ya no exista el tiempo, sino que el tiempo que sigue a Su vida, muerte y resurrección, es la continuación de Su obra de salvación, que lleva adelante la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, hasta que alcance Su plenitud. Cómo no evocar a Teilhard de Chardin, el cual estaba convencido de que cuanto más complejo se hace el mundo, más nos acercamos a Dios. En Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, la creación material y espiritual, el pasado, el presente y el futuro, toman plena consistencia. Obviamente deberíamos evocar a San Pablo, San Agustín, pero basta decir que si pasamos del deseo a la certeza es porque alguien ha venido a decirnos quién es Dios y quién es el hombre, y a hacer de nosotros y de todos los hombres de todos los tiempos, peregrinos hacia la Verdad, que no es otra cosa que el encuentro que tendremos un día, cuando veamos a Dios cara a cara. Entonces podremos comprender que el tiempo no es algo que pasa, sino Uno que viene.