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Huellas N.1, Enero 2011

REPORTAJE / El Líbano que viene

La esperanza de Beirut

Maria Acqua Simi

La mezquita junto a la catedral. Mujeres con velo y mujeres en minifalda. Los palacios bombardeados y el hotel de súper-lujo. Crónica del país de las mil contradicciones, que ahora corre el riesgo de una nueva guerra. Pero, mientras el mañana permanece como incógnita, hay quien vive una «fiebre de vida» que permite la convivencia. Y crea unidad.

Beirut, noviembre de 2010. El sol sigue calentando la Corniche, el paseo marítimo de la capital libanesa. Son los últimos días de un verano que aquí es larguísimo. «Después llegará la nieve, de repente, como todos los años». Roni, cristiano, vive a pocos kilómetros de la ciudad, junto con su mujer Andrée y sus dos hijos.
Explica que «aquí todo cambia deprisa, como el tiempo. Los enemigos de ayer son los aliados de hoy y también las ciudades se resienten. Ahora estamos bien, pero mañana quién sabe... ».
Mañana. Para el Líbano, ésta es la cuestión. Desde siempre. Que todo se rige por un equilibrio inestable se comprende por muchas cosas. Mucho más por aquel «mañana quién sabe» pronunciado a media voz. Pocos hablan abiertamente de ello, pero que el riesgo de una nueva guerra es real todos lo saben. Y se espera para las próximas semanas la sentencia del Tribunal especial convocado por la ONU en 2005, tras el asesinato del primer ministro sunita Rafiq Hariri. Un coche bomba, según cuentan las crónicas: quizá obra de los sirios, o quizá provocado por los secuaces chiítas de Hezbolá, el único partido armado libanés que aún sigue en el gobierno. «Si la condena recae en Hezbolá, nos haremos con el control del país en 48 horas», ha hecho saber Hassan Nasrallah, secretario general del “partido de Dios”. Una decisión que provocaría la inevitable reacción israelí y del más de medio millón de refugiados palestinos que desde hace sesenta años ocupan el territorio. Y reabriría de nuevo las heridas de décadas: la guerra civil, las invasiones de Tel Aviv, la tragedia de los campos de refugiados (Sabra, Chatila, Nahr al-Bared). Los muertos.
Un feo asunto. «Estamos en la línea verde», anuncia mientras tanto Roni, que antes de ocuparse de la logística para AVSI, trabajó como guía turístico y conoce cada rincón de la ciudad. Como tantos otros, ha vivido la guerra, pero no habla de ella de buen grado. Nos muestra un dédalo de callejuelas que hasta los años noventa dividían la Beirut Este cristiana de la Beirut Oeste musulmana. Alrededor, palacios destruidos por los golpes de mortero, junto a hoteles nuevos y lujosos, mujeres cubiertas con el velo de los pies a la cabeza y chicas jóvenes en minifalda, de regreso de la última cirugía plástica. «Esto es el Líbano: una gran mezcolanza, pero también es el lugar donde –más que en cualquier otro sitio- puedes encontrarte con el otro. Sé que parece una frase muy de moda en mi oficio, pero aquí es realmente así», bromea Guido, que trabaja en el país en la cooperación internacional desde hace más de cinco años.


La Suiza de Oriana. Roni debe volver al trabajo, así que proseguimos con él nuestro periplo por la capital. Guido explica que el centro histórico fue reconstruido tras la última guerra, en 2006: escaparates, cafés y bancos en cualquier esquina. Un poco porque la economía está creciendo, y un poco porque aquí el reciclaje del dinero sucio es una historia que viene de atrás. Los signos de los bombardeos israelíes han desaparecido. Y no importa que todos los días, a las 6 en punto de la tarde, salte la luz durante unos minutos en toda la región debido al cambio del generador eléctrico. La Plaza de los Mártires, la plaza principal, está irreconocible con respecto a las viejas postales de los años cincuenta: una enorme mezquita azul, querida por Hariri, domina la escena. La iglesia maronita junto a ella casi desaparece, en comparación. Pero está.
Contemplar esa mezquita, hoy, significa mirar al gobierno de Hariri padre, el “señor del Líbano” que en los años noventa reconstruyó la mitad de Beirut, pero también significa ver su asesinato, a su hijo que ocupa su lugar en el gobierno aprovechando la ola anti-Hezbolá y anti-siria, y que ahora se encuentra en una situación extremadamente complicada. Los chiítas son mayoría y Hezbolá se ha hecho extremadamente fuerte, ideologizado y pretencioso. Se reconocen aún el rico barrio cristiano de Achrafieh, el musulmán de Hamra, el armenio de Bourj al Hammoud y también la calle del Palacio Presidencial, la zona de las embajadas. Las calles son caóticas: faltan los nombres de las calles y no se respeta la señalización, cosa difícil  de comprender para un occidental. Sin embargo, todo tiene su orden. Porque las normas de tráfico no son escritas, pero sí respetadas, como no está escrito pero sí se respeta el Pacto nacional que desde 1943 asigna la presidencia de la República a los cristianos maronitas, la del Consejo a los musulmanes sunitas y la del Parlamento a los musulmanes chiítas.
Estas tres confesiones religiosas son las que gobiernan el país de los cedros. Pero no son las únicas. Existen otras quince y todas conviven, entre miles de contradicciones, desde siempre. Desde antes del mandato francés que, desde la disgregación del Imperio Otomano hasta 1945 dirigió el Líbano dejándoles como recuerdo una lengua rica en palabras árabes antes desconocidas, y el amor por cierto tipo de arquitectura parisina. Desde antes, incluso, de que la guerra civil de 1975 entregara el Líbano a las manos israelíes, palestinas y sirias. El Líbano actual no es la Suiza de Oriente Medio de la que hablaba Oriana Fallaci en Insciallah. La tierra que acogía a cualquiera que pidiese asilo o buscase fortuna: estafadores y estrellas de Hollywood, pobres diablos y líderes políticos.
Esto se comprende bien en los puestos de control militar que, desde Sidón, descendiendo hacia el sur, impiden a los curiosos acercarse a los límites con Israel. Si un permiso especial del Ejército regular permite el paso, uno se encuentra conduciendo por el territorio chiíta, entre inmensas hileras de plátanos y largos cercados de alambre de espino. Una calma aparente atraviesa esas carreteras ruinosas y polvorientas, acaricia las antiguas ruinas de Biblos, el valle de la Bekaa, la reserva de los cedros, se insinúa en las numerosas cuevas cársticas de la zona y llega a Tiro, Chamaa, Naqoura. Una calma alentada por la presencia desde hace más de veinte años de UNIFIL – la misión de la ONU en la región en la que desde 1982 participan soldados italianos-. Los militares edifican escuelas, reconstruyen las infraestructuras, limpian de minas el terreno, dan trabajo a centenares de familias libanesas en sus bases. Pero no bajan la guardia: cada campo tiene su bunker, cada soldado está preparado para un eventual empeoramiento de la situación.

Sobre un polvorín. Sin embargo, lo que da una idea más clara de que se camina sobre un polvorín es dialogar con los libaneses. «Aquí los jóvenes hacen un sencillo razonamiento: este no es el mejor sitio para formar una familia», explica fray Michael, capuchino nativo de la región de Chouf. «Demasiada incertidumbre, pocas posibilidades de trabajo. Y además, el espectro de la guerra, siempre amenazante. Todos aquí han combatido,  o han tenido algún miliciano en la familia. Esto cambia el modo de vivir». La gente se pone camisetas amarillas si está con Hezbolá, naranja si apoyan a Aoun, y sabe como hacerte entender si prefiere la cara del druso Walid Jumblatt o la sonrisa del líder maronita Samir Geagea.
Además los chavales aprenden deprisa: las lenguas, la música y de qué parte estar. Los más ricos van a las universidades, rigurosamente privadas, Los demás se las tienen que apañar. Muchos dejan el país para ir a estudiar o a encontrar trabajo en otra parte; por eso los medios de comunicación internacionales hablan de “diáspora libanesa”. Por lo demás, es imposible no percibir la pasión que enciende a las diferentes partes en juego o  a quienes señalan la «devastadora» presencia de Hezbolá en el gobierno, este “partido de Dios” ligado por las armas y por la ideología al vecino Irán y a los rusos.

Ejemplo para todos. Los cristianos, de hecho, se dividen entre el miedo de la nacionalización de los palestinos y la enorme presión del gobierno de Ahmadinejad. Los musulmanes sunitas miran con hostilidad a los chiítas, los drusos hacen gestos a Hezbolá pero mantienen las distancias. Además están Israel, Siria, Estados Unidos, Rusia, Irán... Todos, aquí en el Líbano, tienen su protector entre uno de estos actores internacionales. Los observadores internacionales dicen que la guerra está a las puertas. La gente de la calle lo minimiza o asegura que no, que otra guerra no es posible. «Aquí hoy vivimos bien. Mañana no sé, pero confiamos todo a Jesús», nos dice Andrée, la mujer de Roni. Católica de verdad, nos cuenta que las jornadas transcurren tranquilas: hay escuelas de música para los hijos, los scouts, la parroquia donde reunirse, los supermercados donde comprar humus y carne de carnero.
Y la convivencia es verdaderamente posible, porque «antes que nada somos todos libaneses. Cristianos o musulmanes, todos somos libaneses». Andrée tiene una confianza enorme en su Jesús y en sus amigos. Sus hijos, junto con algunos compañeros del colegio, se reúnen todas las semanas para cantar, rezar, leer cualquier texto del Evangelio o de don Giussani. Y esta alegría tan cristiana la transmiten en la parroquia o en los pupitres, donde se esfuerzan como nunca por aprender idiomas, matemáticas, música. Esta última les une más que ninguna otra cosa. En sus jóvenes y frescos rostros, en su fiebre de vida, reside la verdadera esperanza para el Líbano.
Es verdad que no faltan las preocupaciones. «Por desgracia ningún político mira el bien común», dice Roni: «Ni siquiera los cristianos. Y esto complica las cosas». El nuncio apostólico, monseñor Gabriele Giordano Caccia, explica que «aquí políticamente nos basamos en el presupuesto de que cada comunidad debe ser la expresión de sus hombres y por tanto de su clase dirigente». Sin embargo, cuando preguntamos si, no obstante la fuerte inestabilidad, existen perspectivas, responde que sí. «Existe esperanza: esta tierra puede ser un ejemplo de convivencia, de respeto mutuo, conocimiento y estima aun conservando la propia identidad. Tanto para Oriente como para Occidente. Para Oriente, porque necesita una mayor libertad. Y para Occidente, porque necesita una mayor pluralidad integrada, que no se convierta un choque de civilizaciones».
De este modo, se vive esperando. La guerra, tal vez. O quizás otra cosa. Probablemente exista una vía de escape, pero por ahora nadie está en condiciones de decir si se concretará y cuándo. Permanecen en suspenso la sentencia de un odiado tribunal y las elecciones de una nación que desde hace mucho tiempo ha dejado su existencia en manos de quien ha decidido que paz, convivencia entre credos y democracia son valores negociables. ¿Hasta cuándo?