IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.11, Diciembre 2010

RUSIA / La asamblea de Moscú

La revolución de noviembre

Giovanni Maspes

Más de cien personas procedentes de Rusia, Lituania, Kazajstán, Bielorrusia y Ucrania han celebrado la Diaconía de los países de la antigua Unión Soviética. Diario de dos días en los que se ha dicho: «No os falta ningún don de gracia». El encuentro de Julián Carrón con el mundo ortodoxo. Su forma de abordar el tema del encuentro ha dado en el clavo: «Todo se apoya en la verdad»

«Estoy agradecida. No me asusta esperar lo que tenga que venir, que no sé lo que será». Así terminaba su intervención Natasha, inválida, con serios problemas de vista. «La presencia de los rostros que te rodean tiene que ver con esto, incluso dentro de la dificultad que vives», le espetó don Carrón. «Es verdad». «Entonces, el trabajo de la memoria es reconocer al Señor cuando se hace presente. Y el agradecimiento es darse cuenta de que uno no está solo ante este trabajo». Nunca hay que dar por descontado el agradecimiento, como no es tampoco obvio el vínculo inseparable que hay entre este juicio y la compañía. Sobre todo en esta Asamblea de Responsables de los territorios de la antigua Unión Soviética, en donde la compañía está dispersa por dos continentes. Desde Kiev a Novosibirsk, desde San Petersburgo a Astana. En naciones que tienen ahora bastante poco en común, una vez desparecidos los aglutinantes tradicionales del imperialismo zarista primero y de la locura leninista y estalinista después. Naciones distintas desde el punto de vista cultural y religioso: si en Moscú la comunidad se pregunta sobre la conveniencia de proponer a sus amigos ortodoxos participar en la misa de la Jornada de apertura de curso, la Lituania católica o el Kazajstán musulmán deben afrontar situaciones bien distintas. Cada uno tiene sus problemas, y quiere hablar de ellos.
Por eso, cuando en junio supimos que, gracias al interés del teólogo ortodoxo Aleksandr Filonenko (v. Huellas n. 10/2010), don Julián Carrón participaría en la VI Conferencia Teológica Internacional del Patriarcado de Moscú, y que aprovecharía para encontrarse con la comunidad de estos países, nos movilizamos para organizar este gran éxodo desde las cuatro esquinas del imperio. Y el resultado fue nuestro encuentro en  Rodnichok, en una casa que tiene la Obra Don Calabria a unos cincuenta kilómetros de Moscú, al que asistieron ciento treinta personas procedentes de Rusia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y Kazajstán los días 13 y 14 de noviembre. Una preparación meticulosa, en donde cada uno había tratado de pensar en el momento que estaba atravesando para confrontarse con don Julián. Y la agenda estaba apretadísima. Dos asambleas, testimonios, preguntas, encuentros a todos los niveles: con los Memores Domini, con los ortodoxos de Moscú y San Petersburgo, con los estudiantes italianos, con los profesores de Moscú y Charkov, con los misioneros de la San Carlo…
Si hemos salido de Rodnichok contentos no ha sido porque cada uno haya recibido una respuesta teórica a “su” pregunta, sino porque Él ha vuelto a hacerse presente con sus rasgos inconfundibles: en la persona de don Carrón, en sus palabras, en su obediencia a nuestros intentos irónicos y en nuestra obediencia a la sorpresa de una historia de casi veinte años (en otoño de 1991 desembarcaban en Rusia las primeras personas del movimiento). Por eso, las palabras finales de Carrón no fueron una síntesis, fruto de un análisis, sino la descripción de un Acontecimiento que había sucedido. Que estaba sucediendo, sin necesidad de inventarse nada, pues era evidente la fascinación por una aventura larga y apasionante. Y Carrón nos desafió justamente hablando de la historia, cuando dijo en la síntesis: «Estoy verdaderamente impresionado por el cambio que se ha producido en los últimos años. Habría que decir verdaderamente, como san Pablo, que no os falta ningún don de gracia para hacer este camino. Sólo hace falta sencillez para documentar la grandeza de lo que ha sucedido. Partiendo de ahí podemos mirar todas las preguntas que habéis planteado».
¿Qué ha sucedido en este encuentro? Un acontecimiento, un enamoramiento, un cambio de posición.  Innegable y, por eso mismo, irreductible. Si hay una palabra que me llevo de estos dos días es justamente ésta: la experiencia es irreductible. Y lo es en la objetividad de una compañía que, precisamente porque es irreductible, es instrumento irrenunciable para que vuelva a suceder Su presencia en este instante: «Tienes que agradecer el trabajo que te hago hacer», respondía Carrón a la intervención de Vika, jurista de Moscú: «Sin este trabajo sería inevitable reducir a Cristo a aquello que piensas, quieres o sientes». Lo mismo indicaba a Katia y a los demás ortodoxos de Moscú y San Petersburgo, ante su preocupación de invitar o no a sus amigos ortodoxos a los gestos del movimiento, que con frecuencia incluyen la misa: «Si no respetamos el origen del carisma, cambiamos el método». Aunque lo realmente interesante es que los hechos que ellos cuentan, antes aún que esta preocupación, evidencian que la experiencia del movimiento no se contrapone a la ortodoxia. Es más, permite tomar conciencia de ella. «Si no os hubieseis encontrado con el carisma, no estaríais interesados en vuestra tradición», observó Carrón.
Éste es el método, incluso a pesar de la compañía misma: «Si nos sentimos a disgusto porque la mirada de la compañía sobre nosotros no repite la mirada conmovida del inicio, entonces uno vuelve a la compañía por su verdad. Porque sin esta compañía no habríamos conocido esa mirada y toda la historia de bien que procede de ella».

Nuestra tarea.
Es la ley de todo nuevo inicio. A orillas del mar Caspio, con Luca y sus problemas de trabajo, o en Vilnius, a partir de la constatación de que «aunque todos mis amigos fuesen “perfectos”, el problema de mi vida no cambiaría. Sus defectos me han obligado a preguntarme por el motivo de mi alegría», como ha contado Andrius. Porque «la gloria de Dios es el hombre que vive». Éste era también el tema de la intervención que realizó Carrón el 15 de noviembre en la VI Conferencia Teológica Internacional de Moscú, el evento cultural por excelencia del Patriarcado. Allí Carrón, único católico en medio de decenas de teólogos, sacerdotes y estudiosos de todas las Iglesias ortodoxas, afrontó el tema de “La vida en Cristo”, partiendo de la provocación de Dostoievski: «Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del Hijo de Dios, Jesucristo?”. De la respuesta a este desafío depende hoy en día la posibilidad de éxito de la fe». Es significativo que Carrón fuera invitado a intervenir en la primera jornada de trabajo, abierta por el mismo patriarca Kiril. Y su intervención causó gran impresión a los presentes, como observaba una agencia de noticias cercana al Patriarcado: «Algunas intervenciones han tocado la cuestión ética. Don Carrón lo ha hecho de una forma completamente distinta, criticando la reducción del cristianismo a una serie de valores. Un cristianismo así, ha dicho, carece de incidencia en el mundo de hoy: la tarea de todo cristiano, por tanto, es testimoniar con la vida la grandeza del cristianismo».

Como hace dos mil años. 
Esta vida estuvo también en el centro de la cena con el Rector y algunos profesores de la Universidad ortodoxa San Tikón, movidos por la curiosidad hacia la propuesta del movimiento a los jóvenes: ¿Qué es para vosotros la presencia cristiana en la universidad? ¿Cómo afrontáis el estudio? Una velada llena de preguntas, «porque educar a los estudiantes no significa simplemente ofrecer nociones». En donde, al final, el rector resumió lo que había descubierto: «Creo que don Giussani apoyaba todo en la verdad y en el amor».
En el encuentro público con Aleksandr Filonenko y Tatiana Kasatkina sobre “El laico en la iglesia o el cristiano en el mundo”, Carrón dijo que «el corazón del cristianismo es el encuentro con Cristo». «Hoy, como hace dos mil años: nos hemos movido porque aquellos dos, Juan y Andrés, se movieron entonces». En la Biblioteca del Espíritu, ante más de ciento cincuenta personas, habló sobre el origen y el significado del nombre del movimiento: «Todas las revoluciones han tratado de unir a la humanidad, pero ninguna lo ha conseguido. Dios nos dona la comunión en Cristo, y de ahí procede nuestra liberación». Por eso estamos llamados «no a lamentarnos porque el mundo no cree, sino a despertar en los demás la fascinación por el cristianismo. Debemos hacer experiencia del encuentro con Cristo, hasta tal punto que el que se encuentre con nosotros pueda decir: “Nunca hemos visto nada igual”».