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Huellas N.11, Diciembre 2010

IRLANDA

Los fantasmas de un país

John Waters

Érase una vez el boom del «Tigre Celta». Veinte años de crecimiento y bienestar. Después llegó la crisis, el paro, los sin techo, y de nuevo la emigración… ¿Qué le está pasando realmente a Irlanda? En compañía de un guía de excepción, un viaje a una sociedad que ha cortado amarras demasiado deprisa con la tradición, sin decidir hacia «dónde» dirigirse. Ahora espera que algo suceda

Por lo que parece –es lo sostienen la mayoría de las crónicas sobre la situación actual de Irlanda– estos últimos dos años han acabado con dos décadas de progreso, prosperidad y crecimiento en la confianza. Dicha afirmación presupone que el progreso, la prosperidad y la confianza fueran en nuestro país una realidad afianzada. Pero no es así.
Hoy los irlandeses están obligados a volver a pensar todo desde el principio. O por lo menos, quizá deberían hacerlo después de atribuir culpas, desfogar la rabia, recriminar, buscar chivos expiatorios por la desintegración del sistema bancario y la pérdida del bienestar que muchos habían empezado a considerar como un estado de cosas natural.
En dos años se ha derrumbado el modelo materialista, que surgió como reacción a una Irlanda tradicionalista, considerada en proceso de quiebra. En muchos sentidos, el colapso actual es una consecuencia directa del tipo de progreso y prosperidad perseguido por los que han guiado Irlanda en este último medio siglo. Cincuenta años en los que Irlanda ha sido el escenario de una serie de batallas en las que tradicionalistas y modernizadores se enfrentaron sobre cuestiones de naturaleza profundamente simbólica: por un lado, los primeros se aferraban a la imagen de una Irlanda devota y temerosa de Dios, que huía del materialismo y se refugiaba en una fe sencilla alejada de la amenaza del mundo moderno; los modernizadores,por otro lado, sostenían que, para llegar a ser una nación próspera y dinámica, Irlanda tenía que dar la espalda a las simplistas verdades del pasado, abrazar el pluralismo, la igualdad y la libertad, valores que se consideraban opuestos a los sencillos valores de antaño. Esta lucha ideológica se ha revelado del todo ilusoria, porque ha llevado a una fractura que parece insalvable entre pasado y futuro.
Si nos remontamos una década atrás en busca de las raíces de la crisis actual, nos veremos examinando las ruinas de una política económica ingenua: la loca tendencia al endeudamiento, la burbuja inmobiliaria inflada por la ilusión colectiva de ser ajenos a los normales factores de riesgo, y una consecuente estrategia fiscal. En fin, una torre de Babel que se tambaleaba a merced del viento. Pero esto no es más que la punta del iceberg, no roza siquiera las complejas cuestiones culturales surgidas de dicho modelo económico. Al fin y al cabo Irlanda es un país rico en cultura y en recursos naturales, una tierra entre las más fértiles de Europa, con un clima sumamente propicio para la agricultura. Al ser una isla, tiene acceso a zonas de pesca prácticamente ilimitadas. Puede presumir de una tradición literaria inigualable. Y su población, cerca de cuatro millones y medio de personas, no supera la de una metrópoli inglesa o americana. En teoría, la población irlandesa debería mantenerse de manera autónoma con los recursos de los que dispone.
Sin embargo, durante estos noventa años de independencia de Inglaterra, le ha costado sobrevivir y mantener estables sus niveles demográficos. En los años treinta, y de nuevo en los cincuenta, sufrió una importante sangría de población, tendencia que persiste desde las grandes carestías entorno al año 1840. Tras una breve tregua en los años setenta, la emigración arreció de nuevo, hasta llegar al milagroso boom de los noventa, que rebautizó el país como el «Tigre Celta».
Las modernas políticas económicas habrían demostrado que, con opciones acertadas, Irlanda podría ser autosuficiente. En realidad, el país fue cediendo sus recursos a cambio de casi nada. Hoy en día la agricultura irlandesa cuenta sobre todo con la producción de carne bovina y productos lácteos. Si se dan un paseo en coche por la famosa campiña irlandesa, no podrán por menos que darse cuenta de que sólo una mínima parte de la tierra está cultivada. Las áreas de pesca son explotadas sobre todo por pescadores españoles. El sector turístico está en un punto muerto, porque no sabemos decidir cuál versión de nosotros mismos queremos promover: el kitsch tradicionalista o el dinamismo de la modernidad. La tradición literaria languidece porque ha dejado de interrogarse sobre sí misma.
Tras un largo período de estancamiento económico y cultural, los años setenta marcaron una fase de crecimiento entusiasta, gracias también a la crisis de una visión tradicionalista de Irlanda. Los años ochenta se caracterizaron por una serie de “guerras civiles” de naturaleza ética: temas como el aborto y el divorcio se convirtieron en las claves de la lucha por el futuro. En 1992 salió a la luz que un importante obispo irlandés tenía un hijo adolescente en Norteamérica; y muchos, que en su corazón habían empezado a dudar del modelo católico tradicional, comenzaron a criticar abiertamente dicho sistema de valores. Aquél fue sólo el primero (y quizás el menos grave) de una larga serie de escándalos.
La nueva prosperidad no hacía más que confirmar la validez del programa de modernización emprendido.

¿Por mar o por tierra? Es difícil desmentir dicha tesis. Los datos oficiales indicaban que, suprimiendo el apego de los irlandeses a la tradición, al nacionalismo, a la religiosidad y a la propia identidad, Irlanda se había abierto al mundo exterior creando un nuevo modelo económico. Pero nadie había previsto la vulnerabilidad que de todo ello resultaría.
Los dos breves períodos de relanzamiento económico en los años setenta y noventa se basaron sobre todo en dos fenómenos: unos balances deficitarios y el incentivo a la dependencia. El modelo económico propugnado por la clase política renunciaba al desarrollo de los recursos locales y optaba por atraer a empresas extranjeras. De este modo, Irlanda tiene el impuesto de sociedades más bajo del mundo, con el fin de atraer a las multinacionales. Los derechos de pesca se cedieron, en el marco de la entrada en la Unión Europea, a cambio de fondos estructurales para construir autopistas.
Durante mucho tiempo, en efecto, han coexistido dos economías irlandesas. Por una parte, el sector industrial transnacional que produce componentes para ordenadores y productos farmacéuticos y un sector financiero internacional que goza de óptima salud. Esta “economía del intruso” es la que ha batido todos los récords en los últimos veinte años. Por otra, está la economía autóctona, con escasos resultados.
Si Irlanda tuviera que sostenerse sólo con lo que es capaz de generar por sí misma, el pueblo volvería a pasar hambre. Las políticas seguidas por los distintos gobiernos han apostado por promover la economía global, con el fin de beneficiarse de la riqueza de retorno, de la prosperidad y del éxito de otras sociedades. Hay muy poco de irlandés en todo esto. Irlanda está rodeada por el mar, pero no sabe si quiere ser un animal marino o terrestre: prefiere sobrevivir en la cresta de la ola generada por la actividad de economías más grandes que ella.
Los motivos son profundos y complejos. Tienen que ver con la historia de Irlanda, tan traumática y llena de distorsiones; en particular, con la mentalidad que de esa experiencia ha nacido.

El virus reaparece. Irlanda nunca fue una colonia en sentido estricto, pero la naturaleza de sus relaciones con Inglaterra era esencialmente colonial, es decir, basada en la relación entre amo y esclavo. Por lo tanto, los problemas –no saber alimentar a su pueblo, no lograr apreciar los dones recibidos y no saberlos disfrutar, la búsqueda continua de una nueva dependencia a la que entregarse– son todos ellos síntomas de una experiencia histórica que carece todavía de una asimilación cultural.
Tras la independencia, Irlanda nunca dejó de preguntarse: ¿Qué puedo llegar a ser permaneciendo fiel a mí misma? Los líderes eligieron el camino más simple y a corto plazo: disfrutar de las ayudas de la Unión Europea sin contar con que esto tiene un precio.
El problema de fondo es pues cultural: la falta de confianza en nosotros mismos, mejor dicho una suerte de odio por nosotros mismos, inculcado a lo largo de un proceso de opresión y dominio, un virus recalcitrante que permanece latente largo tiempo para después reaparecer. Esto ha impedido al país trazar una nueva ruta tras la larga dominación, volver a pensar como afirmarse en el mundo contando con las propias energías e ideas. El resultado es una sociedad que no encuentra valor en sí misma, que busca las respuestas sólo en la imitación de lo que otros, en otros lugares, han encontrado útil.
Un síntoma de esta enfermedad es el fenómeno de la emigración que ha privado al país de energías jóvenes que habría podido generar un cambio de pensamiento en la nación. En la actualidad se ha reactivado la emigración que, una vez más, amenaza con sabotear el proceso de aprendizaje que exigen los problemas actuales.
Por lo que respecta a la fe, en la cultura irlandesa ésta se reduce en realidad a una adhesión ciega a unos preceptos: está prácticamente ausente el sentido de un vínculo entre lo que la realidad ofrece y la idea de Dios o de Providencia. En la cultura dominante luchan dos corrientes: los que se aferran a la pura devoción y los que rechazan cualquier conexión entre cristianismo y vida social. Por tanto, resulta imposible identificar un punto desde donde volver a arrancar, salvo en ciertos mecanismos de la realidad económica. Se trata de un debate estéril, carente de fundamento. La Iglesia irlandesa ofrece pocas contribuciones útiles a la discusión. Además, carece de  autoridad, como consecuencia del escándalo de los abusos por parte del clero y de sus negligencias a la hora de perseguirlos.
Por lo tanto, mientras esperamos un deus ex machina, el drama de Irlanda permanece suspendido entre repetición y encarnizamiento: un disco rayado en el que suena una canción aburrida y falsa.
Bajo estos escombros sigue la omnipresente cuestión generacional: el ritmo natural de reemplazo se ha roto, la generación más anciana no quiere delegar el poder a la sociedad civil y se niega a integrar la sociedad con energías jóvenes. Así pues, cada hipótesis de solución parece destinada a fracasar y en general el disenso se confina en la caverna biliosa de los blogs y de los programas radiofónicos con llamadas de los oyentes.

Un signo en el horizonte. También aquí necesitamos volver a los orígenes, abrir los ojos y mirar las cosas como si la viésemos por primera vez. De dónde pueda nacer hoy una claridad similar y cómo se la pueda comunicar a las masas, es muy difícil decirlo. Pero la esperanza se asienta en la convicción de que algo sucederá: algo inesperado e imprevisible. El boom del Tigre Celta de mediados de los noventa, a pesar de las repercusiones negativas, nos ofrece al menos el recuerdo de un acontecimiento que no habíamos planificado. Un acontecimiento que simplemente se manifestó, resultado de una convergencia de factores que nadie comprendía plenamente. Podemos estar seguros de que una nueva convergencia tendrá lugar pronto, con la misma dinámica: quizá cuando el corazón de Europa comprenda que los fracasos del pasado reciente no pueden encontrar remedio en volver a proponer las mismas políticas que los generaron, o en escuchar las mismas voces que apoyaban dichas políticas.
Así pues, estamos a la espera de que suceda algo sin saber en qué consistirá.
Restituidos a nuestra condición natural, escrutamos el horizonte en busca de signos. Estoy convencido de que no tardará en manifestarse.