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Huellas N.11, Diciembre 2010

PRIMER PLANO / Navidad en Bagdad

Navidad en Bagdad

a cargo de Walid Al-Iraqi

Sufren amenazas en el mercado. Sus hijos han dejado de ir al colegio. Otros han huido. Pero ellos siguen allí. Y esperan «con inquietud» el nacimiento de Jesús, para festejarlo escondidos en sus casas. Después de la reanudación de la violencia en Iraq, historias de hombres y mujeres para los que toda la vida es un sacrificio. Porque es para Cristo

Muchos celebrarán la fiesta en casa, no en la iglesia. Para evitar ser blanco de los ataques, y para esquivar de alguna manera el peligro de que la Navidad se convierta en otra ocasión de martirio, una Matanza de los Inocentes anticipada al 25 de diciembre. Produce tristeza pensarlo, pero en Bagdad –como en muchos lugares del mundo– los cristianos viven así. Humillados. Y asesinados, como las decenas de víctimas del ataque a la iglesia de Nuestra Señora del Socorro el pasado 31 de octubre. O las personas que mueren cada día a causa de la violencia.
Por eso estamos yendo a sus casas, para escuchar sus historias. Es sobre todo una manera de no dejarles solos. Un modo para no olvidarles y hacer todo lo que podamos, empezando por la oración y la memoria. Pero el viaje tiene también otro motivo. Y es que ellos son nosotros. Hermanos en la fe. Pero también testigos de lo que es ese extraño factor de la experiencia cristiana, ese «punto en el que confluyen todas las aguas», como escribe don Giussani en uno de los capítulos más densos de ¿Se puede vivir así?, porque «no hay fe, ni esperanza, ni amor, no hay belleza, bondad o justicia, no hay nada sin sacrificio».
Leed con atención las historias de Senah e Hisham, de Shimoun y Wasim (hemos cambiado sus nombres para protegerles): encontraréis en ellas algo sorprendente por su sencillez. Su testimonio muestra que el sacrificio no es sólo la fatiga extrema hasta el riesgo del martirio, hasta la posibilidad de que te quiten la vida a causa de la fe. La vida misma es sacrificio. Es sacrificio entregarla por Cristo. Entregarla a Cristo.
Es lo que se les pide a ellos, que al responder «sí» a esa pregunta que escuchan de sopetón procedente de ojos hostiles («¿eres cristiano?») es como si dijesen su nombre y su apellido, entregando toda su persona, literalmente. Pero también a nosotros, “cristianos de Occidente”, a los que tal vez nunca se nos pedirá saltar por los aires por la locura de un kamikaze, pero que nos hallamos ante la misma exigencia y la misma oportunidad de plenitud: «El ofrecimiento a Cristo de la propia vida, como participación en su muerte. Entonces todo mi sacrificio de levantarme por la mañana (…) se convierte en un bien».
Dar la vida a Cristo. Como hizo Él por nosotros. En la cruz, sacrificio supremo. Pero antes incluso, al encarnarse, al nacer en una gruta (¡Él, Dios!). Y al entregar cada instante de su vida por nuestras vidas y por la obra del Padre. «El mayor sacrificio es dar la vida por la obra de Otro». Por eso rezamos por los cristianos de Bagdad.
(D.P.)

LA MEMORIA ESTÁ AQUÍ
Me llamo Senah, tengo sesenta y nueve años, soy profesora jubilada y madre de un hijo con parálisis cerebral que se llama Brahim. Vivo en el barrio de Karrada, en Bagdad. Tengo muchos problemas para encontrar dinero para las medicinas que tranquilizan a mi hijo, aunque algunas personas me echan una mano. Incluso musulmanes, en particular dos amigas mías. Nuestra vida como cristianos iraquíes se resume hoy en dos palabras: miedo y esperanza. Sobre todo la primera. Tengo miedo de vivir en mi país, en la ciudad en que nací. Yo amo a Iraq más que a mi vida. Y preferiría morir antes que ver a alguno de mis hijos morir a manos de los terroristas. Aunque estamos acostumbrados al terror: desde 2003, ser cristiano en este país es muy duro, a causa de Al Qaeda y de las milicias que nos persiguen. Pero la situación ha empeorado en el último mes, después de la masacre en la catedral. Conozco al menos tres familias de amigos cristianos que están haciendo las maletas para escapar de aquí. Otras ya están en el extranjero. Nosotros no hemos recibido personalmente ninguna amenaza, pero sabemos que estamos cada día en el punto de mira al formar parte de una comunidad. A pesar de todo esto, yo quiero quedarme aquí: aquí se custodian los recuerdos de nuestra infancia, la memoria de nuestra historia en el nombre de Cristo está esparcida por estos caminos polvorientos, y ahora también en la sangre que han derramado nuestros hermanos. Tampoco quiero marcharme por ellos, para honrar su sacrificio. En estos años nos hemos encontrado dando testimonio de nuestra fe, reuniéndonos en la iglesia o en las casas por turnos, también aquí, en este pequeño apartamento, por lo menos una vez a la semana, incluso en los periodos más oscuros. Esta Navidad será un poco distinta de la pasada. Será una gran prueba para los cristianos que quedan todavía en Iraq. El año pasado fuimos a la iglesia, pero probablemente este año celebremos la Navidad en casa de alguien. A los hermanos que están fuera de aquí les digo: no nos olvidéis. Tenemos necesidad de no sentirnos solos.

REGALO MUSULMÁN
Soy Shimoun, tengo veinticinco años. Os ruego que me disculpéis por no haberme querido fotografiar delante de la iglesia de María Virgen en Bagdad, como habría deseado en otras circunstancias. Me parece que la estoy traicionando en cierto sentido: es la iglesia que me ha educado, en la que he vivido momentos inolvidables. Pero en estos días, los cristianos nos sentimos perseguidos. Un amigo mío me ha contado que hay personas que van por ahí preguntando por mí: «¿Dónde está Shimoun? Si le veis, decidle que Iraq no es su sitio, que mejor que desaparezca». No puedo ir a la policía, porque allí podrían tener contactos las bandas que me buscan. Después de la masacre en la catedral, tengo pesadillas continuas. Las relaciones con los musulmanes son buenas, pero tengo conocidos de los que no me fío: me he buscado un pseudónimo musulmán, Abbas, para esconder la verdadera identidad que mi nombre desvela. He dejado de trabajar, de reunirme con la comunidad. Antes del Domingo de Sangre (el ataque a la catedral de Saydat Al-Najat, ndr) participaba en las celebraciones, nos reuníamos por lo menos una vez a la semana para rezar y comer juntos. Ahora nos sentimos un poco aislados, lejanos con respecto a la Iglesia de Roma. Llega la Navidad, una ocasión para sentirnos unidos: celebraremos el sacrificio de los hermanos y hermanas que han sido asesinados. A mi padre le gustaría enviar a mis hermanos más pequeños a estudiar a Jordania, porque aquí resulta muy difícil, a causa de la violencia y de la exigencia de pagar comisiones. La profesora musulmana de mi hermana nos ha hecho llegar por Navidad un regalo que nos ha dado un poco de alegría: un mapa de Iraq con tres corazones, uno por cada confesión religiosa.

«TODOS MORIRÉIS»
Me llamo Hisham, tengo veintinueve años, trabajo como obrero y vivo en el barrio de Karrada, cerca del Tigris. He recibido dos amenazas de muerte: la primera fue hace tres años, porque trabajaba con los americanos. Me dejaron un papel bajo mi puerta: «O abandonas ya ese trabajo o tu familia recibirá tus restos en una bolsa». La otra se produjo hace un mes, porque soy cristiano: había ido por la mañana a una plaza en donde se reúnen los que están en paro. Buscaba albañiles para que ayudaran a un amigo mío a construir su casa. Uno de aquellos peones se me acercó y me dijo: «¿Qué haces en Iraq todavía? Todos vosotros, cristianos, moriréis si os quedáis. Márchate o tu casa será tu tumba». Tres días después comenzaron los ataques, que culminaron en el Domingo de Sangre. Y pensar que vivíamos en paz con los musulmanes… Ayudábamos a los que lo necesitaban, y si nosotros no podíamos, entonces pedíamos ayuda a la Iglesia. Era algo recíproco: un amigo musulmán donó un riñón para que pudieran hacerle un trasplante a mi padre, porque su vida corría peligro. Pero las cosas han cambiado. Por eso esperamos la Navidad con inquietud: es el momento que siempre nos da la energía espiritual para seguir caminando, para mirar con confianza el año que comienza. Pero esta Navidad será especialmente difícil: todos los que puedan, intentarán pasarla en el extranjero. Yo espero poderme trasladar con mi familia a Líbano, y comenzar una nueva vida. Nos hacíamos ilusiones pensando que lo peor había pasado. La Navidad pasada, después de la misa, pasamos toda la noche fuera de casa brindando y festejando la ocasión. Ahora tenemos miedo otra vez. Mi padre acaba de ir a ver al rector de la universidad en donde estudia biología mi hermana para pedirle dos meses de vacaciones: tememos que pueda ser secuestrada. Seguimos adelante, pero este país está destrozado. Los únicos que obtienen algún beneficio son los chiítas y los kurdos. Los sunnitas y los cristianos, nada de nada. Y para nosotros es todavía peor, porque no existe un país cercano que nos apoye.

UN PUEBLO ALEGRE
Hace algunos días me encontraba en el bazar de Al Jadida para comprar verdura. Un desconocido me preguntó de sopetón: «¿Es cristiano?». Respondí que sí. Entonces me dijo: «Te conviene marcharte, al Ejército del Mahdi (las milicias chiítas de Moqtada Al Sadr, ndr) no le gustan los infieles como tú». No he contado nada de esto a mi familia para que no cunda el pánico. Pero he llamado a mi hijo, que vive en Siria desde 2007, y le he pedido que nos ayude a encontrar el modo de reunirnos con él. Mi nombre es Wasim, tengo sesenta y siete años, y soy un empleado jubilado. Para los cristianos resulta peligroso moverse, ciertas zonas de Bagdad están fuera de control. Antes de la guerra no teníamos problemas con los musulmanes, vivíamos en paz unos junto a otros, en un respeto recíproco. La comunidad cristiana se reunía los domingos y todas las fiestas. A veces llamábamos a los sacerdotes para que viniesen a rezar a las casas. En el trabajo solíamos juntarnos para charlar. También en la universidad, como me ha contado mi hijo: antes de 2003 los jóvenes cristianos se reunían, especialmente los domingos, para rezar y celebrar el día. Todo con gran alegría. Somos un pueblo alegre. Pero ciertamente ahora las cosas son más difíciles. Esperamos esta Navidad con paciencia y confianza. Pero esperamos poderla pasar en Siria, más seguros. Si nos quedamos aquí, celebraremos el nacimiento de Jesús en las casas. Será un poco triste, sobre todo para los niños. Después de los últimos actos violentos hemos dejado de mandar a los niños al colegio por miedo a los secuestros. Sus profesores y algunos de los compañeros de clase han sido muy amables, y les han consolado después del Domingo de Sangre. La Iglesia nos sostiene. Después de la matanza, sacerdotes y colaboradores han recorrido las casas para tranquilizarnos: «El mundo no se quedará callado ante los ataques a los cristianos», nos han dicho: «No os sintáis solos». La vida es una gran escuela, y estos sufrimientos nos han enseñado a compartir el dolor que también nuestros hermanos musulmanes han tenido que soportar todos estos años. El resultado de las elecciones de marzo, con la victoria de Allawi (al frente de una coalición inter-confesional, ndr) nos hacía mirar el futuro con esperanza. Pero ahora, con el nuevo gobierno (guiado por los chiítas, ndr) todo ha adquirido una nueva dimensión. Debemos ser optimistas, pero no creo que la reconciliación entre sunnitas y chiítas sea duradera, porque la paz no entra en los intereses de los países colindantes.