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Huellas N.9, Octubre 2010

BICENTENARIO / Entrevista a Noemí Goldman

La hora de la independencia

Alver Metalli

Revolución, pueblo, nación, opinión pública, constitución: las palabras clave en el movimiento independentista latinoamericano y la influencia del pensamiento católico 

Noemí Goldman* es un punto de referencia obligado para los estudiosos de la historia contemporánea de Hispanoamérica, es decir, del periodo que precede, marca y sigue a las independencias y a la formación de los Estados modernos en esta parte del globo. Sus investigaciones se reparten entre sus funciones de Profesora de Historia Argentina de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Investigadora del CONICET y Coordinadora en Argentina del Proyecto transnacional Iberconceptos que dirige el Dr. Javier Fernández Sebastián de la Universidad del País Vasco. Esto le permite, como ella dice, «una mirada bioceánica que encuadra la revolución del Río de la Plata dentro de los procesos más generales de las revoluciones a ambos lados del Atlántico». Este es nuestro punto de partida.

Dos siglos han pasado desde la independencia. Las celebraciones que se están produciendo por doquier con derroche de energías y de recursos, y la evocación de la independencia reflejada en libros, colecciones enteras, debates en los periódicos, exposiciones, películas y conciertos, no están llevando sólo a una revisión de naturaleza académica. ¿Para qué sirve recordar hechos sucedidos hace dos siglos?
En efecto, la celebración de los bicentenarios no se ciñe al momento académico, sino que tiene un valor cultural y político. Es, además, una oportunidad para reflexionar sobre la historia de un conjunto de países y de todo un continente. En su aspecto académico, la Revolución de Mayo, que marcó el comienzo del largo camino que llevaría a la organización del estado nacional argentino, nos invita a revisar algunas de las interpretaciones clásicas sobre este periodo, que se han modificado considerablemente en los últimos años y que ahora permiten comprender mejor el carácter y la naturaleza de los procesos de independencia en América Latina y la revolución en el Río de la Plata de modo especial.

Antes de entrar en el tema, quiero preguntarle si, en base a su experiencia docente, considera que los jóvenes argentinos de hoy tienen una conciencia satisfactoria de este periodo histórico.
Percibo un interés creciente por la historia nacional a partir de la crisis argentina de 2001. Y en particular por la historia más reciente, la que comprende la década de la dictadura militar y la cadena de hechos que tienen lugar en la segunda mitad del siglo XX. También hay gente que encuentra aquí razones para volver atrás hasta las acciones, los hombres, y el proceso previo y posterior a la independencia.

Usted prefiere hablar de bicentenarios en vez de bicentenario. ¿Por qué?
Porque la revolución que comienza en el Río de la Plata en 1810 forma parte de un movimiento general que fue hispanoamericano e iberoamericano. Los protagonistas de aquel periodo habían asumido la defensa de sus propios territorios ante la invasión napoleónica; según su reivindicación, la acefalía real, con la prisión de Fernando VII, implicaba la “retroversión” de la soberanía del Rey a los pueblos.

¿En qué sentido puede hablarse de revolucionarios?
Es necesario que entendamos el término “revolucionario” en el contexto de la época; ellos trataban de defender los territorios del Rey. En un primer momento no se ponía en cuestión el principio de legitimidad monárquica. Aunque ya antes de la Revolución de Mayo se escribía sobre la independencia, pocas veces significaba una separación absoluta. Se entendía más bien como una posibilidad defensiva o de mayor autonomía en un contexto de gran incertidumbre, en donde se buscaban soluciones –distintas entre sí– para salir de la crisis de acefalía provocada por la invasión francesa de la Península ibérica y la prisión del monarca. A medida que se profundiza en la crisis, surgen, en el curso de 1810, las acciones y los discursos que se orientan cada vez más hacia una ruptura e independencia de España, en base a aspiraciones no sólo de reformas sino de cambio de régimen.

A lo largo de estos meses de evocación del pasado, usted ha puesto muchas veces en guardia frente a la tendencia de proyectar sobre el pasado categorías impropias, buscando en el pasado datos que confirmen las visiones presentes. ¿Sucede esto a menudo?
Conceptos como “pueblo”, “nación”, “opinión pública”, pero también otros, como “constitución”, por ejemplo, o el mismo concepto de “ciudadano”, son aplicados con mucha facilidad al pasado con el contenido que atribuimos a estos conceptos en el presente. Pero estos conceptos, tal como los conocemos hoy, son el resultado de una larga historia de transformación, son el sedimento semántico de estratos de significado recibidos de los distintos contextos históricos que han atravesado. Pensemos, por ejemplo, en el concepto de “pueblo”. En la época de la Revolución de Mayo, los políticos diferenciaban al pueblo de la plebe; el pueblo estaba constituido por la gente decente –el vecino que habitaba en la ciudad–, mientras que la plebe era la antítesis del pueblo así concebido, era la chusma. Después, el concepto de pueblo se amplía, integrando nuevos actores, sujetos excluidos con anterioridad de la participación en cuestiones de gobierno en sentido amplio. Pero entonces un solo término incluía dos acepciones, una que derivaba de la tradición española, y una que estaba más estrechamente ligada a un concepto jurídico-político nuevo que empezaba a abrirse camino.

¿Existe un pensamiento católico que haya influido en el proceso de independencia y que pueda reconocerse en el mismo orden constitucional que le siguió?
En aquella época, la mayoría de los letrados, es decir, de aquellos que tenían acceso a la cultura y que al mismo tiempo controlaban la educación, eran clérigos. Y los clérigos participaron muy activamente en el movimiento de reforma que comenzó en 1810. Las posiciones fueron distintas, aunque luego surgiera con fuerza una tendencia jansenista y galicana que se implicó activamente en este movimiento. Pero hubo también aportaciones de pensamiento y de acción procedentes de sectores tradicionales que se reflejaron en varias decisiones.

¿Existen figuras claramente religiosas entre los líderes que asumieron primero el mando del movimiento de reforma, y más tarde el de la revolución?
Entre los más distinguidos, se pueden dar nombres como Castro Barros, Gorriti, Gómez, Zabaleta, Medrano, Santa María de Oro, Castañeda, Sáenz, los dos Agüero, Julián Segundo de y José Eusebio de… Son sólo los nombres de algunos sacerdotes entre los muchos que proceden de las filas de jesuitas, franciscanos, dominicos, mercedarios, que maduraron su vocación en los seminarios de las órdenes religiosas, que se formaron en colegios e institutos religiosos, que entraron a formar parte del clero diocesano, llegando incluso a los máximos niveles de las diócesis y de las catedrales. Tienen trayectorias distintas, y su relación con el movimiento reformista de la época no siempre es la misma. Muchos siguieron con sus tareas espirituales y pastorales una vez dejada la vida política, otros tuvieron que marcharse al exilio, otros siguieron manteniendo o asumiendo responsabilidades públicas y otros se dedicaron a actividades privadas.

¿Qué peso tienen en los asuntos que estamos considerando?
Tienen un peso relevante. Pensemos en el gobierno de Bernardino Rivadavia, que en 1821 organiza un conjunto de reformas importantes y controvertidas, en la línea regalista que forma parte de la tradición española. Colaborarán activamente con esas reformas muchos sacerdotes, otros tratarán de modificarlas, y otros se opondrán a ellas.

Usted ha investigado mucho sobre Gorriti…
Juan Ignacio de Gorriti nació en Salta, pero estudió en Córdoba, en el colegio Nuestra Señora de Monserrat, en donde recibió una educación fundamental bajo la guía de los franciscanos. En sus Memorias se percibe que tenía una idea madura acerca de las causas y de las perspectivas de la revolución. En ellas enumera la lista de los agravios sufridos por los americanos bajo la monarquía española, los obstáculos a la industria y a la cultura, el monopolio comercial... causas todas ellas de un profundo malestar que apuntaban a una futura explosión. Gorriti siente que la revolución es inevitable, pero teme sus consecuencias. Dice que si hubiese podido elegir, habría preferido no ser testigo del cuadro que se había imaginado en torno a los acontecimientos futuros. Aunque admitía el derecho de los americanos a ser consultados sobre el destino de América, se preguntaba en secreto: «¿Qué será de nosotros?». Para él, se trataba de un interrogante angustioso. Es una figura religiosa emblemática de este período.

¿Y después?
Durante todo el proceso, y también después, en la década 1820-1830, hubo ocasiones, como los aniversarios patrióticos, o momentos en los que se honraba la memoria de los héroes de la independencia, en los que se celebraban misas conmemorativas con una gran participación de la gente. Existía toda una oratoria, que se publicaba y circulaba ampliamente, en la que se leía el proceso revolucionario en clave redentora...

¿Redentora?
De redención, de liberación. No toda la literatura es así, pero la corriente que interpreta los acontecimientos en clave religiosa es muy importante.

Federalismo y unitarismo son perspectivas presentes desde el inicio del movimiento independentista. Puede decirse que se confrontan y se enfrentan permanentemente, que cada una de estas dos perspectivas trata de configurar el orden de la nación.
Habían surgido dos tendencias que dominaban la escena política de la primera mitad del siglo XIX: la que sostenía la existencia de una única soberanía como base para la creación de un estado-nación unitario, y la contraria, que defendía la creación de tantas soberanías como pueblos formaban parte del virreinato. 
En realidad, desde comienzos del siglo XIX y a lo largo de toda la primera mitad de este siglo, los términos “federal” y “confederal” se utilizaban de forma indistinta. Pero si se analizan las respectivas propuestas, se comprende mejor el contenido verdadero que se daba a estos términos. La tendencia no era la articulación de soberanías provinciales dentro de un único estado-nación, sino que se apuntaba a la consolidación de soberanías provinciales que se integraban en el marco de una confederación con vínculos moderados, elásticos. La unión venía dada por comisiones o comités que trataban cuestiones relativas a aspectos de política exterior y poco más.

¿Qué tendencia prevaleció al final?
La fórmula de Juan Bautista Alberdi, expresada en 1852 en las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Él piensa en EEUU, y afirma que hay que tomar como ejemplo el momento en que se funda esa federación. En su opinión, se debían unir la tradición unitaria, que se basaba en el principio de una única soberanía, y la tradición de las provincias, que era confederal. En su fórmula se debía reconocer la existencia de las provincias como estados soberanos, y al mismo tiempo la creación de un estado nacional.

Usted sostiene que cuando se declaró la independencia, el conjunto de los pueblos y de las provincias del virreinato de Río de la Plata formaban un espacio abierto a distintas alternativas de gobierno, y por tanto de construcción de la nación. ¿Cuáles eran las distintas alternativas? ¿Qué podría haber sucedido y no sucedió?
Cuando se declaró la independencia en 1816, el nombre que se adoptó no fue el de Provincias Unidas del Río de la Plata, como se empezaba a conocer a estas regiones, sino el de Provincias Unidas de Sudamérica. La razón fue que, por aquel entonces, muchos pensaban que la independencia debía dar lugar a la consolidación de una monarquía constitucional que reuniera todas las provincias de América del sur, el antiguo virreinato de Perú, precisamente el de Río de la Plata, y Chile. En este caso, la capital no habría sido Buenos Aires, sino Cuzco. Esta fue una de las alternativas, bastante improbable, pero muy presente en las mentes de muchos independentistas. Otra alternativa era la constitución de una República formada por ciudades, provincias y territorios que quisieran formar parte de ella, desde la franja oriental en disputa con los portugueses, hasta el Alto Perú.

Al final, de la disolución de la monarquía nacieron un gran número de repúblicas. América Latina se fragmenta. A partir de un cierto punto, hasta llegar a nuestros días, vuelve a surgir la exigencia de una reunificación, de una integración...
Efectivamente, lo que sucede a partir de 1808 es una fragmentación, una desintegración en múltiples soberanías, que, a su vez, da lugar a disputas ulteriores dentro de cada una de las grandes unidades, entre ciudades capitales y capitales de provincia, entre intendencias y provincias subalternas. Es un lento proceso del que surgen naciones, que a veces se identifican con los antiguos virreinatos y las capitanías tradicionales, y otras veces no. Por ejemplo, de Nueva Granada surgen tres naciones: Ecuador, Colombia y Venezuela; Méjico, Perú y Chile mantienen más la unidad que correspondía a los antiguos reinos; del Río de la Plata surgen cuatro naciones: Bolivia, Paraguay, Uruguay y Argentina...

El actual Mercosur…
… con sus problemas y sus desequilibrios internos en los países asociados, pero que cristaliza una inversión de la tendencia histórica contemporánea a la disgregación y el enfrentamiento.

*Doctora de la Universidad de París I-Sorbona