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Huellas N.7, Julio/Agosto 2010

CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL

Teresa de Jesús y los sacerdotes

A tantos que nos despiertan

Carmen Giussani

El 11 de junio el Papa Benedicto XVI clausuraba en Roma el Año Sacerdotal. Con el corazón agradecido por tantos compañeros de camino, hacemos nuestras las palabras de la Doctora de la Iglesia: «Mas aláboos muy mucho [Señor], porque despertáis a tantos que nos despierten. Plega al Señor los tenga de su mano y los ayude para que nos ayuden»

Todo el edificio de una vida se fundamenta en la vocación, que no elegimos nosotros, sino que Dios establece ofreciéndola, día tras día, a nuestra libertad. Cuenta Teresa de Jesús que cuando «el hijo de poca edad» de una conocida suya empezó a considerar la vocación al sacerdocio, a la madre le costó mucho aceptarlo. Pero «cuando el Señor quiere para sí un alma, tienen poca fuerza las criaturas para estorbarlo; así acaeció aquí, que con detenerle tres años con hartas persuasiones, se entró en la Compañía de Jesús. Díjome un confesor de esta señora, que le había dicho que en su vida había llegado gozo a su corazón como el día que hizo profesión su hijo» (F 10. 8).

Contentóme mucho. Con su estilo sabroso y muy concreto, Teresa nos habla de los sacerdotes que trató a lo largo de su vida. Cuando Teresa conoce a Juan de la Cruz, tiene 52 años. Así recuerda el encuentro con este joven sacerdote de 25 años: «Poco después acertó a venir allí un padre de poca edad, que estaba estudiando en Salamanca, y él fue con otro por compañero, el cual me dijo grandes cosas de la vida que este padre hacía. Llámase fray Juan de la Cruz. Yo alabé a nuestro Señor, y hablándole, contentóme mucho, y supe de él cómo se quería también ir a los cartujos» (F 3, 17). ¿Qué es lo que contentó mucho a Teresa y fue fundamento de una amistad envidiable? El sólido fundamento de la fe. Por ello, con el tiempo, Teresa le llamará «mi padre fray Juan de la Cruz», invirtiendo el orden del tiempo que la haría “madre” de Juan en filiación espiritual.
Gusta Teresa de expresar el afecto que de esta clase de amistades surge: «Pues yo le digo a mi hija que, después que se fue allá, no he hallado en toda Castilla otro como él, ni que tanto fervore en el camino del cielo. No lo creerá la soledad que me causa su falta» (Carta 268).
 
Con tan buen amigo. Es conocido que la fe que Teresa aprecia encuentra su alimento en la humanidad de Cristo: «Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir: es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita» (V 22, 6).
En semejante amigo se sustenta «la intención recta, la voluntad determinada de no ofender a Dios». Y Teresa nos exhorta a no desear menos que la amistad con Cristo: «No dejéis arrinconar vuestra alma». De ella toma también un rasgo propio de una personalidad cristiana, por ende, del sacerdote: «mientras más santas, más conversables… nunca os extrañéis de ellas [de las faltas], si queréis aprovechar y ser amada. Que es lo que mucho hemos de procurar: ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos» (CP 41,7. 8).
Por actuar in persona Christi, el sacerdote ocupa un lugar preferente en sus oraciones. Y más, cuanto más lo necesita. El mismo Señor le pide que ruegue por un sacerdote en pecado mortal y le explica «que lo había permitido para que entendiese yo la fuerza que tienen las palabras de la consagración, y cómo no deja Dios de estar allí por malo que sea el sacerdote que las dice, y para que viese su gran bondad, cómo se pone en aquellas manos de su enemigo, y todo para bien mío y de todos. Entendí bien cuán más obligados están los sacerdotes a ser buenos que otros, y cuán recia cosa es tomar este Santísimo Sacramento indignamente... Harto gran provecho me hizo y harto conocimiento me puso de lo que debía a Dios» (V 23).

Muy lindo entendimiento. Teresa narra también su encuentro con Pedro de Alcántara, reformador de la familia franciscana: «era muy viejo cuando le vine a conocer, y tan extrema su flaqueza, que no parecía sino hecho de raíces de árboles. Con toda esta santidad era muy afable, aunque de pocas palabras, si no era con preguntarle. En éstas era muy sabroso, porque tenía muy lindo entendimiento» (V 27, 18). 
Es bueno que el sacerdote sea “afable”, que no arisco y descarnado, y de “muy lindo entendimiento”, capaz de entender lo humano, aunando mansedumbre y agudeza de juicio, experiencia y capacidad de comprender a cada persona en su individualidad irrepetible. Porque una fe que muestra la verdad de lo humano atrae: «Un buen entendimiento, si comienza a aficionarse al bien, ásese a él con fortaleza, porque ve es lo más acertado, y cuando no aproveche para mucho espíritu, aprovechara para buen consejo y para hartas cosas, sin cansar a nadie, antes es recreación» (CP 21, 2).

Buen letrado. Teresa se acercó en muchas ocasiones a los sacerdotes para recibir consejo y guía a lo largo de su vida. Cómo no recordar al Padre Gracián, al que profesó una incondicional amistad, «hombre de muchas letras y entendimiento y modestia, acompañado de grandes virtudes toda su vida… si yo mucho quisiera pedir a Su Majestad una persona para que pusiera en orden todas las cosas de la Orden en estos principios, no acertara a pedir tanto como Su Majestad en esto nos dio» (F 23).
Con ello llegamos a considerar la necesidad para el sacerdote de una buena formación teológica. Teresa lo sabe, por experiencia. Por eso, escribe: «Y buen letrado nunca me engañó» (V 5, 3). «Así que importa mucho ser el maestro avisado –digo de buen entendimiento– y que tenga experiencia. Si con esto tiene letras, es grandísimo negocio» (V 13, 16). 
Además, advierte que nadie se «engañe con decir que letrados sin oración no son para quien la tiene. Yo he tratado hartos, porque de unos años acá lo he más procurado con la mayor necesidad, y siempre fui amiga de ellos, que aunque algunos no tienen experiencia, no aborrecen al espíritu ni le ignoran; porque en la Sagrada Escritura que tratan, siempre hallan la verdad del buen espíritu» (V 13,18). 

Más resplandecen los buenos. Por último, es útil leer este pasaje de Teresa de Jesús para iluminar el camino que nos está indicando Benedicto XVI en la circunstancia actual de la vida de la Iglesia: «¡Bendito seáis Vos, Señor, que tan inhábil y sin provecho me hicisteis! Mas aláboos muy mucho, porque despertáis a tantos que nos despierten. Había de ser muy continua nuestra oración por estos que nos dan luz. ¿Qué seríamos sin ellos entre tan grandes tempestades como ahora tiene la Iglesia? Si algunos ha habido ruines, más resplandecerán los buenos. Plega al Señor los tenga de su mano y los ayude para que nos ayuden, amén» (V 13, 21).

* Abreviaciones de las obras citadas:
Libro de la Vida (V), 
Las Fundaciones (F), 
Camino de Perfección (CP).


LA AUDACIA DE DIOS

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación,  palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día.

(De la homilía de Benedicto XVI en la clausura del Año Sacerdotal. Roma, 11 de junio)