IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.7, Julio/Agosto 2010

PRIMER PLANO / Hacia el Meeting

Sólo el corazón conoce

John Waters

Normalmente, hablamos de él como de una metáfora que evoca un sentimiento y se contrapone a la razón. Una percepción confusa de lo que es el corazón humano refleja la confusión sobre nuestra propia naturaleza. El MEETING DE RIMINI profundiza en «esa naturaleza que nos empuja a desear cosas grandes»

El corazón es tratado con condescendencia y liquidado como una metáfora. Oímos siempre que rima con “amor” y con “dolor”, en canciones y poemas que pretenden mostrar la profundidad de las emociones humanas, pero en cierta manera no creemos realmente que él sea la brújula de los sentimientos. Al contrario, simplemente, sin pensarlo, lo colocamos en el extremo inferior del eje de la razón, mientras la cabeza reina arriba como una soberana.
Cuando “pensamos” en el corazón, pensamos en una bomba hidráulica a la que además atribuimos, curiosamente, esta función emocional. Por ello, el corazón se convierte en un signo gráfico, un “corazón enamorado” que evoca pasión, dolor, el caos del anhelo romántico y la intriga amorosa.
Nuestra confusa percepción de lo que es el corazón humano refleja la confusión sobre nuestra propia naturaleza. Por una parte, no podemos evitar que este órgano sea indispensable, como un motor que sigue bombeando y alimentando –por su naturaleza– la vida en todas las cosas. Pero nuestra mentalidad racionalista mantiene vivas al menos dos concepciones del corazón que son incompatibles. La idea de que nuestras vidas emocionales están conectadas con una función banal, una suerte de central energética, parece un residuo de una época en que se desconocía este “mecanismo” humano. Si seguimos por el camino que llevamos, llegará un día en que lograremos una fórmula científica mediante la cual comprenderemos las cosas que nos molestan –amor, miedo, deseo, pasión– en términos de descargas lanzadas aquí y allá en los circuitos de la máquina humana. Mientras tanto, continuamos investigando.
La razón, lo hemos decidido, es una consejera segura y digna de confianza, como un contable o un abogado. Bien mirado, parece que la razón haya decidido esto de motu proprio, lo cual suena de manera sospechosa, y plantea un conflicto de intereses por el cual un abogado o un contable correrían el riesgo de ser apartados de su cargo profesional. El corazón, mientras tanto, es como una molestia que nos lleva de acá para allá y que es incapaz de decidirse.

Entre nuestras orejas. Existe una teoría según la cual la mente no existe, o al menos no se sabe dónde se encuentra. Damos por supuesto que está entre nuestras orejas, pero no podemos localizarla con precisión. No parece que la mente exista en un espacio físico, como un proceso químico o mecánico. No puede ser ni pesada, ni vista ni oída, y esto parece entorpecer los caminos de la medición y la objetividad. La mente no puede ser observada, excepto desde el interior o en términos de los efectos de sus procesos, proyectados sobre pantallas o espacios externos. En cierto modo, la mente parece más adecuada que el corazón para convertirse en una metáfora,más susceptible de ser tratada con condescendencia, porque no se ha encontrado nada en su fondo que corresponda a un conjunto de procesos mecánicos.
El corazón, que late en cada instante y palpita año tras año, se ha convertido en la primera víctima de esta manera dualista de pensar. Por una parte, se concibe “desde el interior” como un instrumento mecánico, esencial y eficiente, y, por otra, se le culpa falsamente y de manera displicente de todos aquellos comportamientos más bien excéntricos que a menudo hacen que nuestras mentes desesperen de llegar a comprender lo que el ser humano realmente desea y necesita. El corazón es una especie de chivo expiatorio de la incapacidad de la razón para comprenderse plenamente a sí misma. Cuando la razón mira todo de manera determinista, se define tanto a sí misma como al corazón como sistemas cerrados, pero descarta los elementos que no comprende, apuntándolos con el dedo con cierta ironía. La razón culpa al corazón de llevarla por mal camino.

¿Quién manda? Si el corazón se reduce a una entidad mecánica, a algo a quien se culpa de los deseos y exigencias que la razón rechaza asumir como responsabilidad suya, entonces, obviamente, es una parte del ser humano, no su totalidad, quien toma las decisiones y las lleva a cabo. La razón ha dado un “golpe de Estado”: conserva el corazón para fines funcionales y simbólicos, pero le quita toda autoridad en materia de decisiones. La idea de que el corazón pudiera “saber” algo que la razón ignora se contempla en nuestros días como una idea anacrónica de un oscuro pasado. En broma, seguimos culpando al corazón. Pero sólo es una broma a medias.
Hay una confusión en la que no está claro “quién manda”. ¿Quién es “quien” decide todo esto? ¿Dónde está la sede del conocimiento? ¿Hay una inteligencia central o se trata de otra cosa? Y ¿puede esta inteligencia central, suponiendo que exista, ser al mismo tiempo responsable de lo que hacemos que tiene sentido y de lo que no lo tiene, de las respuestas inteligentes y de las necias, de los comportamientos racionales y de los irracionales? En otras palabras, ¿lo que antaño era la “tempestad” del corazón es tan sólo un modo de describir aspectos mucho más complejos y quizá defectuosos del funcionamiento de la razón? Y si nos planteamos esta pregunta, ¿qué parte de nosotros lo “hace”? ¿Puede la razón definir del todo el corazón? ¿Puede la razón definirse del todo a sí misma? ¿Cómo sabemos algo? Y, si podemos saberlo, ¿qué “parte” de nosotros realiza tal conocimiento?
Tiene que haber otro modo de abordar el problema.

Si las cuentas no salen. Y, de hecho, lo hay. Se trata de aceptar que la razón no es “nuestra”, que el corazón no es “nuestro”, que ambos nos son dados, que ambos no son proyecciones de nuestro interior, no pueden serlo, puesto que no podemos descubrir su origen en nuestro interior, sino que proceden de otro lugar; se trata de aceptar que nuestro modelo mecanicista de la realidad, que procede de una concepción deshumanizada de la racionalidad, implícita en el mundo creado por el hombre, no tiene sentido si se aplica al hombre mismo. De modo engañoso, proporciona un sentido parcial, nos permite alcanzar cierto “conocimiento” de base sobre nosotros mismos, o uno mediante el cual, si aceptamos comportarnos como las máquinas que hemos “creado”, seremos capaces de formular una teoría aceptable sobre la realidad y nuestro habitar en ella.
Esto, realmente, es lo que Giussani trata de explicar, de manera insistente yhasta con cierta irritación, cuando afirma que «nosotros no nos hacemos a nosotros mismos»: que ninguna “explicación” a la que hayamos llegado sobre nuestro origen o nuestro actuar en el día a día es totalmente persuasiva; que no puede descubrirse ninguna “inteligencia central” salvo como una metáfora parecida a aquella a la cual, en la cultura moderna, la razón humana ha reducido las funciones extra-mecánicas atribuidas al corazón. Yo no me hago a mí mismo. Por supuesto, no existe un “yo” que funcione de este modo. Si busco al “yo” en cuanto autor de mí mismo, es como revolver en un paquete y encontrar sólo el envoltorio. Pero, obviamente, hay algo dentro, un “yo” de alguna clase, uno que no parece haberse creado por sí mismo. Sólo si se considera al “yo” que late y que piensa como la proyección de algo que está más allá, entonces todo comienza a tener sentido. Si se considera al ser humano únicamente en términos de procesos deterministas y mecanicistas en los que la razón humana sobresale, entonces es necesario un proceso de censura, para excluir la idea del “fantasma” que debe residir en el centro de dicha máquina: el corazón. Este “fantasma” es el verdadero “yo”, elemento esencial y primario del corazón humano que el cirujano especialista en trasplantes no puede encontrar.
Este “yo” no está solo, sino que parece ser el compañero de otra cosa. En el corazón de cada uno de nosotros hay algo que no se explica. Incluso más: parece existir algo que no puede ser reducido ni comprendido de acuerdo con los métodos que funcionan para todas las demás cosas, o al menos para la mayoría de las cosas que afrontamos en nuestra vida cotidiana. Quizá podríamos decir que el corazón, por definición, está diseñado de manera que no se pueda comprender a sí mismo.

El origen de mi humanidad. Aquí se revela la verdadera naturaleza del corazón, que es la sede de lo que en el hombre no puede ser reducido por su ansia de explicación. Quizá el “corazón” no tenga más derecho que la razón a reclamar su papel como “centro” del ser humano. Quizá esto sea verdaderamente una metáfora. Pero, si fuera así, sería una metáfora más allá de la cual no podría existir otra posibilidad. Por tanto, el corazón convierte en dramático el misterio del dilema central del hombre, pero también ofrece un principio de razón distinta, que se puede utilizar y en el que se puede confiar. El corazón es la sede desde donde mi humanidad parece surgir, comenzar, tener su origen. Por tanto, si se trata de una metáfora, es en ella donde descubrimos el único fundamento del que podemos disponer. Pero incluso esto, cuando se investiga, no logra dar con su origen, con su voz interior, con el impulso que genera su latir.
Se da, por tanto, esta paradoja: el “yo” que se encuentra en el centro de cada ser humano no es una autoridad autónoma, separada e individual, sino una especie de sociedad entre lo que es evidente y algo que parece no serlo. Mi “yo” soy “yo”, es cierto, pero también algo misteriosamente otro. “Mis” deseos, por tanto, no son totalmente “míos”, en el sentido de que sean resultado de una sencilla ecuación entre mis exigencias más obvias y lo que he descubierto que son mis posibilidades inmediatas. Estas derivan también de esa alteridad, y esto lleva a la confusión que cierta concepción de la razón tacha de irracionalidad. El corazón, fuente del deseo que me acompaña desde aquel más allá del que procedo, me habla en cada instante de lo que este “yo” realmente busca, desea y es.

Un punto de partida. Aquí debemos detenernos para evitar un cortocircuito. Una idea de corazón como sede del deseo no puede –ni debe– sonar como un mandato sentimental o moral, o implicar una dirección totalmente decidida de antemano. Se trata del punto de partida de un viaje.
Si saltamos inmediatamente desde aquí a la conclusión, zanjamos la discusión, creando un cortocircuito tan mortal como cualquiera de las reducciones deterministas que ya hemos considerado. No. En este punto respiramos profundamente y nos preparamos para el verdadero viaje. El corazón nos mostrará el alcance y la naturaleza de nuestro deseo. La búsqueda debe ser exhaustiva y total. Comienza con la pregunta auténtica que martillea con su insistente ritmo todos los días de nuestra vida.


PRÓXIMA PUBLICACIÓN DEL PAPA
Entre los muchos encuentros del Meeting, el domingo 22 de agosto, a las 19h., uno realmente excepcional: la presentación, en primicia, de la versión italiana de la Opera Omnia de Joseph Ratzinger. La Libreria editrice vaticana (LEV), en colaboración con la editorial alemana Herder, publica el primero de los dieciséis volúmenes previstos, que incluye los escritos sobre Teología de la liturgia. La fundación sacramental de la existencia cristiana (pp. 858, 55 €). Como escribe el propio Benedicto XVI, “la liturgia de la Iglesia ha sido para mí, desde niño, la realidad central de mi vida”. Si bien el tema supone todo un reto, el libro muestra una “sorprendente capacidad comunicativa”, explica en el prefacio el cardenal Tarcisio Bertone: “Sabe dirigirse no sólo a la fe del creyente, para confirmarla y fortalecerla, sino también a la razón de cada hombre”. Para este acto, presentado por Alberto Savorana y Giuseppe Costa, director de la LEV, se ha invitado a monseñor Gerhard Ludwig Müller, obispo de Ratisbona y responsable de todo el proyecto.