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Huellas N.5, Mayo 2010

HACIA EL MEETING

Calígula y el drama del deseo

Davide Rondoni

Veinte años de retoques y tres versiones. Albert Camus trabajó toda su vida en esta obra que abrirá el próximo Meeting de Rimini. Una provocación para todos a medirse con la estatura del propio deseo, que no miente

Tardó veinte años e hicieron falta tres versiones. Trabajó en ello toda su vida. Porque Calígula dice todo lo que Camus quería decir. Lo había dicho ya en otras obras, en novelas admirables. Y en otras pièces, en ensayos, en polémicas. Pero Calígula dio un cuerpo y una voz a las demás palabras. Les dio una unidad, una figura y un rostro. Es un personaje que “hace pensar”, como se nos dice desde el escenario. Aunque ahora las palabras de una famosa escena, «Quiero la luna», las cante Emma Morrone, situada en el número uno de la lista de los éxitos, y ya no las canten los supuestos revolucionarios que, si acaso gritan, lo hacen para decir que quieren que aparezca alguno de los suyos en la tele o que alguien vaya a la cárcel. «Quiero lo imposible», dice uno de los momentos más célebres del drama.
La versión inicial a la que aquí hacemos referencia, que data de 1941, es la más rica, y está veteada de motivos que más tarde, en la edición más conocida de 1944 (que fue representada en Francia a la vez que se producían los bombardeos, y que se leyó con frecuencia en clave “política” anti-hitleriana) y en las siguientes versiones, el autor procederá a depurar y aquilatar hasta el final de su vida. Por pudor, por cansancio o por depuración estilística.
Pero justamente por la riqueza y la exuberancia que se da en esa primera versión, tal vez se comprende mejor de qué entrañas procede la característica principal del personaje creado por Camus con el nombre del célebre emperador romano: su carácter inaferrable. Es como hablar de la característica que resume todas las demás. La inaferrabilidad de un hombre que, después de haber perdido lo que le daba la felicidad, es decir, después de la muerte de su amada Drusila, decide ser “lógico” con la finitud y con el poder. «Antes de saber que existe la muerte», dice Calígula en las primeras escenas, «todo me parecía creíble. Incluso sus dioses, sus esperanzas, sus discursos. Ahora ya no. Ahora no me queda más que este fútil poder del que tú hablas». Podría decirse que el poder supremo, el del emperador, se convierte en una oportunidad: la de comprobar la posible libertad del hombre. A aquél al que todo se le consiente, ¿se le concede la experiencia de la libertad como satisfacción? ¿Se le concede la luna? Aunque el pasado le había concedido la luna, aunque en el amor por su Drusila había tenido la luna en sus brazos, el presente ya no se la concede. Pero el dolor por la pérdida no es la última palabra.
Calígula lo sabe bien. No existe una última palabra, ni siquiera en las experiencias más duras y profundas. Ni el dolor, ni la vida, ni la crueldad, como tampoco la ternura, dicen la última palabra sobre la vida, que se ve perseguida por una tensión absoluta: «Esto es lo que me persigue. Este ir más allá... », dice como un Ulises dantesco lleno de amargura. «En mis noches sin sueño he encontrado el destino: no puedes imaginar el aspecto idiota que tiene, el aire monótono...». Este descubrimiento produce terror, y al mismo tiempo apaga la vida y la deja suspendida de forma absurda entre aspiración y postración.

Como Dante. Y, de hecho, Calígula resulta incomprensible para sus mismos interlocutores más cercanos, los conjurados. Haber aceptado ser “lógico” implica este descubrimiento y esta alternancia entre el deseo lleno de anhelo por conquistar algo “imposible” y la caída en una especie de indiferencia suprema ante todo. Por eso parece jugar con la destrucción, sin importarle nada la muerte, que siembra a su alrededor de modo tan irónico como feroz, y destroza cualquier fundamento de su propio poder mientras se sirve de él para cometer las arbitrariedades más locas.
El Calígula de Camus se encuentra exactamente en la misma situación de partida que Dante. La pérdida de la mujer amada lo lanza a la selva oscura. En efecto, el drama se abre con la imagen de Calígula rodeado de los senadores y de la corte mientras vaga enloquecido por la muerte de Drusila. También aquí, como en muchas obras maestras de la literatura, el asunto se presenta marcado por un diálogo abierto con el destino. Un trauma, es decir, un golpe súbito que sacude cualquier posibilidad de un “acuerdo pacífico con la vida”. «¿Cómo se puede seguir viviendo con las manos vacías cuando antes estrechaban toda la esperanza del mundo? ¿Cómo solucionar esta cuestión? [estalla en una risotada falsa y artificiosa]. Hacer un contrato con la propia soledad, ¿no? Ponerse de acuerdo con la vida. Darse razones, elegir una existencia tranquila, consolarse. Esto no es para Calígula».

El absurdo y el destino. Para el emperador, la vida se convierte en “ejecución”, término que tiene el triple valor de performance teatral, privilegio de verdugo y acción inevitable debida a una necesidad establecida e ineluctable. La zozobra de Calígula contrasta con las distintas formas de tranquilizarse de los personajes que le rodean: los senadores, la amante, los súbditos. Su inquietud le lleva a vestirse cual grotesca Venus (diosa del amor y del nacimiento del mundo) o como el mejor entre los hombres que, al igual que Dios, cree ser capaz de devolver la inocencia al que ha cometido la culpa, como sucede con Quereas, uno de sus conjurados, una especie de alter ego. Acerca de la vida, Quereas sabe lo mismo que Calígula, pero se comporta de manera distinta. «También yo», dice Quereas, «tengo ganas de vivir y de ser feliz. Y creo que las dos cosas no son posibles si se lleva el absurdo hasta sus extremas consecuencias».
El absurdo es, justamente, la presencia del destino, que tiene ese rostro idiota. Mientras Calígula sabe que, en el fondo, cualquier acción da igual, pues está sujeta a la impotencia de tener (de volver a tener) la luna, Quereas acepta en cambio que en la vida algunas acciones valgan más que otras para obtener una felicidad convencional. Y por este mismo motivo, debe eliminar a Calígula que, más que odiado, resulta “incómodo”.

«¡Estoy vivo todavía!». El texto nace al abrigo de la gran corriente teatral y literaria del absurdo. La misma a la que pertenecen Beckett, Ionesco y otros grandes dramaturgos y escritores. La experiencia devastadora de la Segunda Guerra Mundial marcó este conocimiento del destino como “absurdo”, también en el aspecto socio-político, que llevó a considerar la vida como una poesía sobre la muerte. «La recito a mi modo, todos los días», dice Calígula. En el trabajo de Camus se dejan ver su aguda inteligencia, así como sus heridas y lo que le fascina como hombre. También su mirada, que conocía el desierto y los colores de Argelia, y el conocimiento de la lucha política y cultural.
En muchos pasajes de la obra se revelan al lector y al espectador verdades extremas de la vida, verdades que a veces resultan incómodas o perturbadoras. Y en el grito final de Calígula mientras muere: «¡Estoy vivo todavía!», esto se pone de manifiesto, casi como la mirada de una medusa que petrifica. O mejor, que marca con fuego la existencia de una figura humana que desea lo imposible, y que por eso mismo desbarata todo lugar común obligando a “pensar”.
Al lector que no retroceda ante esta mirada se le plantea una disyuntiva: o compadecer y detestar a Calígula, o dejar que su pregunta se traslade a nuestros propios labios, ponga patas arriba nuestra existencia y nos vuelva como extraños e inaferrables a los ojos ajenos. Que haga de cada uno de nosotros un “personaje” en este teatro de gentes que, en cambio, se han puesto de acuerdo con la vida.