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Huellas N.5, Mayo 2010

ENTREVISTA / Margaret Somerville

No hay otro fuera de mí

John Zucchi

El intento de controlarlo todo, por miedo. La muerte y el sufrimiento, al igual que la vida, son un misterio. Pero «el misterio nos incomoda». Se habla hoy de «individualismo profundo». ¿Por qué? Lo explica MARGARET SOMERVILLE, experta en ética y derecho, que con sus alumnos está descubriendo que «la esencia del hombre es la búsqueda del sentido»

«La convicción de que no hay nada más importante que yo». El problema no es el individualismo, sino esta “forma radical” que ha asumido. Lo ha vivido en la relación con sus alumnos y cree que esta convicción tiene un vínculo muy estrecho con la esencia misma del ser hombres, es decir, con la búsqueda del sentido de la vida, y con un dato de fondo: «El misterio de la vida nos incomoda, y mucho».
Margaret Somerville es profesora en la Facultad de Derecho y en la Facultad de Medicina de la University McGill de Montreal, donde fundó y dirige el Centro de Medicina, Ética y Derecho. Huellas profundiza con ella en lo que Julián Carrón ha definido como «un problema viejo como el hombre» (cfr. Asamblea CdO....).

En su libro The Ethical Canary usted habla de “individualismo profundo”. ¿Qué significa?
En mi ámbito de trabajo, cuando le dices a la gente que no se debería permitir diseñar un hijo a medida, te responden: «Eh, ¿de quién es el niño? Es mío. Lo quiero así, y eso es lo que voy a hacer». Frente a la eutanasia, te dicen: «Eh, es mi muerte, ¿por qué no voy a poder hacerlo?». Sobre la modificación genética: «Eh, son mis genes...». La lista sería larguísima. «Es mío, mío, mío, mío...». El hecho es que se considera la situación desde un único punto de vista: su niño, su muerte, sus genes... Nuestra conducta individual, sin embargo, repercute sobre los demás. Ésta es la característica que define al ser humano y la vida en sociedad. Puesto que podemos ser profundamente individualistas, también debemos tomar en consideración hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar que ese individualismo se vea frenado por el bien de los demás. Es como decir: «Desde el momento en que soy un ser humano, y puesto que no puedo ser plenamente humano siendo un individuo aislado, necesito una comunidad. Debo, por tanto, sacrificar al menos una pequeña parte de mi individualismo para sostener y crear una comunidad».

Pero, por lo general, ¿la gente entiende cuáles son sus verdaderas necesidades?
Podemos no entenderlas de forma consciente. Probablemente, más que conocerlas las notamos.

¿Cómo?
Notamos que falta algo o que hay algo que va mal. Los hombres tienen una necesidad profunda, y empiezo a pensar que ésta es la característica propia del hombre: buscar un sentido. Incluso puede que no lo sepan. Por ejemplo, cuando buscan productos de marca, casi con toda seguridad lo que realmente están buscando es un sentido a su vida. Los sondeos de opinión desvelan que el valor que está tomando más fuerza en América del Norte es la necesidad de las personas de pertenecer a algo más grande que uno mismo: una comunidad, una trascendencia. La necesidad de trascendencia. Actualmente, en mi trabajo, estoy descubriendo que la razón por la que tenemos necesidad de trascendencia es que sin ella no llegamos a encontrar un sentido. Constituye el requisito indispensable para encontrar un sentido. Llevo mucho tiempo convencida de que algunas de las cosas más esenciales que necesitamos como hombres no se pueden conseguir directamente, sino que sólo es posible alcanzarlas de forma indirecta.

¿Por ejemplo?
Para algunos, es lo que sucede con la fe: vamos a la iglesia, pero no obtenemos nada inmediatamente por el simple hecho de haber ido. Vamos a la iglesia y vivimos una experiencia que nos abre hacia otras cosas, que son lo que verdaderamente necesitamos. Sin embargo, no somos conscientes de que esta necesidad hay que satisfacerla, y a esto, sea cual sea la esencia del hombre, es a lo que me dedico desde hace mucho tiempo.

¿Y qué está descubriendo?
Si queremos proteger lo que constituye la esencia del hombre, en primer lugar debemos preguntarnos en qué consiste. No sé si estamos en condiciones de responder. Durante mucho tiempo he creído que la empatía formaba parte de la esencia del hombre, pero hoy pienso que la esencia del hombre reside casi con toda seguridad en la búsqueda del sentido. Por lo que sabemos, ningún otro animal siente esta exigencia. Podríamos añadir tal vez la capacidad de imaginar: los animales tampoco la poseen.

Ha hablado de la tensión entre individuo y comunidad. ¿Qué falta en nuestra forma de entender la comunidad?
Me parece que el miedo es un elemento importante en todo lo que hacemos. Soy de la opinión de que la realidad global difunde muchas inquietudes y nosotros buscamos algo en lo que apoyarnos, algo que reduzca nuestros miedos. Pero el ansia provoca un miedo aún más profundo, y el remedio entonces es disponer de algún mecanismo de control frente a lo que nos asusta. Y así, nos encerramos en nosotros mismos, nos decimos que somos nosotros los que decidimos, y creemos que el ansia y el miedo se van si asumimos un cierto tipo de control.
El misterio nos hace sentir extremadamente incómodos, por eso la actitud habitual es hacer de él un problema. En vez de admitir que la muerte está envuelta en misterio y de acompañar al hombre hacia el misterio de la muerte –frente al cual también nosotros nos encontraremos algún día-, transformamos el misterio de la muerte en el problema de la muerte. Y entonces buscamos soluciones técnicas, hasta el punto de que la solución resulta ser inyectable.

¿No es una contradicción? Por un lado, queremos tener el control; por otro, el signo distintivo de nuestra humanidad reside en nuestra exigencia de sentido.
Exactamente. La gente ha perdido su actitud de trascendencia, eso es lo que está pasando. Los psicólogos hablan de un mecanismo de reducción del terror. La eutanasia forma parte de ese mecanismo, porque la muerte nos aterroriza, no sabemos cómo afrontarla.

Usted ha contado que ese individualismo profundo también lo ha vivido en la relación con sus alumnos. ¿Cómo fue?
Estaba dando clase en un aula con cuarenta estudiantes del último año en la Facultad de Derecho, es decir, licenciados de segundo grado en disciplinas humanísticas y doctorandos. Sólo uno de ellos consideraba la eutanasia como un problema. Salí de la clase completamente abatida. Cuarenta futuros abogados que irían por ahí diciendo: “La eutanasia es una gran idea”. Tal vez no se tratara sólo de cuarenta estudiantes brillantes, sino de la sociedad entera. Así que escribí un artículo y se lo envié a todos y cada uno de los alumnos de aquella clase, contando mis impresiones y diciéndoles que, si tenían alguna objeción, no lo publicaría. Me respondieron que les gustaría que se publicase y me dijeron algo interesante: ellos no estaban a favor del homicidio, pero no podían soportar ver el sufrimiento. Creo que esto se explica porque es extremadamente difícil, en una sociedad secularizada, darle un sentido al sufrimiento. Esto es lo que la religión hacía antes por nosotros, nos ofrecía un sentido; hasta el sufrimiento tenía un valor más allá de la experiencia inmediata. Basta pensar en aquellos que ofrecían sus sufrimientos como sacrificio por las almas del purgatorio.

¿Están unidos el “individualismo profundo” y la soledad?
Hay una diferencia entre la soledad y el sentirse solos. Sentirse solos es algo distinto, es como el viejo adagio según el cual uno puede sentirse solo incluso en medio de la multitud. El individualismo profundo nos priva de la capacidad para encontrar un sentido. Si se es profundamente individualista, se pertenece exclusivamente a uno mismo, no se puede pertenecer a nada más grande que nosotros, no se es capaz de encontrar un sentido ni de cambiar, y eso es lo que, en última instancia, buscamos. Sentirse solos es la sensación de estar privados de algo que es esencial para eso que yo definiría como el espíritu humano.

¿Y la soledad?
Es distinta. Es una condición que incluso puede ser útil para encontrar lo que uno quiere. Dice un proverbio japonés: a medida que crece el radio del conocimiento, aumenta la circunferencia de la ignorancia. El radio del conocimiento es algo parecido a un rayo láser que penetra en la oscuridad de lo desconocido. De este modo, cuanto más lejos llega, más conscientes somos de todo lo que no conocemos. Si fuéramos humildes, hablaríamos del misterio de lo desconocido, que es extraordinario. Deberíamos respetar profundamente el misterio de lo desconocido, y no creo que para eso haya que ser religioso. Ser capaces de experimentar tal misterio me parece algo esencial para nuestra humanidad.

¿Cree que en nuestra cultura se tiene miedo a afrontar la experiencia, la realidad?
No nos gustan las experiencias fortuitas o casuales. El aumento de los deportes de riesgo indica el deseo de medirse con una experiencia difícil. Entre autonomía, autodeterminación, consenso e individualismo profundo existe un vínculo muy estrecho: no te puede suceder nada que no hayas elegido tú. El deporte de riesgo es un ejemplo de hasta qué punto pretendemos elegir qué tipo de experiencia espantosa queremos probar. Es decir: vivo sólo la experiencia que elijo vivir.

¿La ciencia y la religión están enfrentadas?
No, en absoluto. Depende de cómo se valoren los descubrimientos científicos. Si se les considera como la única verdad –por lo tanto, no existe nada que no pueda ser comprendido lógicamente (y lo contrario de lógico no es ilógico sino “a-lógico”, que significa que la lógica no es el instrumento idóneo para comprender)– y si se entiende que estos descubrimientos constituyen la suma efectiva de todo lo que los seres humanos pueden conocer, entonces no se tiene percepción alguna del gran misterio de lo desconocido que la ciencia revela. En este caso, la religión no se considerará como algo importante. Si, por el contrario, entendemos que la ciencia en realidad revela misterios inmensos que no llegamos a comprender, entonces nos encontramos con una serie de instrumentos a nuestra disposición –la lógica, la razón y la ciencia– a través de los cuales se pueden ver algunos aspectos de este gran misterio. En esto no hay contradicción alguna.

En estas batallas de nuestra época, ¿hay alguna esperanza?
Una vez alguien me preguntó cuál era mi frase preferida, y yo respondí inmediatamente: «La esperanza es el oxígeno del espíritu humano. Sin ella nuestro espíritu muere, gracias a ella podemos superar obstáculos insuperables». Esperanza y valor, esto es lo que todos necesitamos, ya sea como individuos o como sociedad. Esperanza y valor están íntimamente unidos: sin la esperanza no puede haber valor, no vale la pena arriesgar.

¿Dónde ve la esperanza?
Es como los pequeños brotes verdes. No importa cuántas veces los hemos cortado, vuelven a salir. Veo esperanza en todas partes, la veo en mis alumnos.

¿Cómo?
Mientras su corazón sufre. Hace poco, en una conferencia sobre la ética del cambio climático, dediqué una línea a la definición literal del espíritu humano, afirmando que nuestra búsqueda de sentido era esencial, y que exigía que nos abriéramos a ese sentido de profundo misterio. Al acabar, los estudiantes me rodearon para decirme: «Tiene usted razón. ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Qué tenemos que hacer?». Esto fue lo único que les impactó. Creo que notaron la falta de la dimensión trascendental y, al menos algunos, la desearon. Otros son hostiles, pero me parece que es porque les aterra la idea de que pueda haber un misterio.


BOX LA AUTORA
Autora de varios libros, entre ellos The Ethical Canary: Science, Society and the Human Spirit (Penguin 2000); Death Talk: The Case Against Euthanasia and Physician–Assisted Suicide (MQUP 2002); y The Ethical Imagination: Journeys of the Human Spirit (Anansi 2006), una serie de cinco conferencias emitidas en 2006 por la CBC Radio canadiense durante las “Massey Lectures” anuales.
Ha recibido numerosos premios, como la Orden de Australia, seis honoris causa y es miembro de la Royal Academy de Canadá. En 2003 fue elegida por un jurado internacional como ganadora de la primera edición del premio Avicenna de la UNESCO a la ética en el trabajo científico.