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Huellas N.5, Mayo 2010

PRIMER PLANO / Junto a Pedro

El abrazo que sana las heridas

Lorenzo Albacete

El escándalo de los abusos provoca en todos una exigencia de justicia, y Julián Carrón nos ha instado a ir hasta el fondo de esta exigencia y a tomarla en serio. El arzobispo de Boston SEÁN O’MALLEY, una de las diócesis más afectadas por estos casos, cuenta qué significa todo esto para él y dónde ha visto que «sólo Cristo nos dona la esperanza para volver a empezar»

Una larga barba blanca, de capuchino, y unos ojos azules que recuerdan sus orígenes irlandeses. El cardenal Seán Patrick O’Malley (Seán en honor de san Juan), de 62 años, es el hombre que desde julio de 2003 guía la Archidiócesis de Boston, una de las más antiguas de EE.UU. y, al mismo tiempo, una de las más golpeadas por el escándalo de los abusos sexuales. Sin embargo, desde el día de su toma de posesión, el cardenal O’Malley tuvo enseguida claro que la primera urgencia no era “relanzar” la imagen de la archidiócesis, sino «completar el proceso de reconciliación con las personas a las que se había hecho daño, estableciendo un diálogo con todos», como declaró en Avvenire. Por eso quiso visitar todas las parroquias implicadas en este asunto, encontrándose personalmente con quienes habían sido víctimas de los abusos. Mientras continúan los ataques a la Iglesia y al Papa, le pedimos que nos ayude a juzgar el «dolorosísimo caso» que también Julián Carrón ha enjuiciado en La Repubblica.

La primera pregunta que me surge –o al menos lo que me ha llamado la atención– es que Carrón en su artículo identifica el problema esencialmente con una cuestión de justicia. No había reflexionado personalmente sobre esta falta de justicia y el deseo que tienen todos de ver satisfecha su sed de justicia. Usted ha madurado una gran experiencia sobre este asunto, por tanto, le pregunto: ¿Cree que para comprender cómo afrontar esta crisis es útil considerarla como una demostración de lo que Carrón denomina una «incapacidad para responder a la exigencia de justicia que aflora desde lo profundo del corazón»? ¿Considera adecuado este modo de abordar la cuestión?
Sí. Considero que sí porque, obviamente, esos niños han sido víctimas de una enorme injusticia. Han perdido su inocencia, y con el agravante de que quienes han abusado de ellos representaban para ellos a Dios y a la trascendencia; por tanto, no sólo se ha dañado su equilibrio psicológico, sino también su vida espiritual. De acuerdo con mi experiencia, esos niños que han sufrido abusos pertenecían a una de estas dos categorías: o bien provenían de familias católicas muy devotas, muy activos en la parroquia y muy cercanos al párroco, o eran niños que provenían de familias rotas y que se encontraban por ello en situaciones muy vulnerables. En ambos casos, el abuso representa una terrible traición, y es, por tanto, sin lugar a dudas, un problema de justicia. La cuestión se ha visto agravada por el hecho de que –y pienso sobre todo en los días en que el problema era más grave y la respuesta de la Iglesia fue del todo inadecuada– se descuidó completamente este aspecto del abuso de niños, la injusticia cometida con el niño. La atención se centró en los responsables: en cómo castigar o rehabilitar al responsable. A menudo se establecía un paralelismo entre pedofilia y alcoholismo: si esa persona seguía un programa de rehabilitación, tenía un comportamiento correcto y fuerza de voluntad, todo estaría solucionado. Pero nadie advirtió, o se dio cuenta, o centró su atención, en la injusticia y el mal causados a los niños y sus familias. Y, además, estaba todo este manto de vergüenza y secretismo que impedía a las personas hablar de estas cosas, y de este modo se les causó aún más daño a los niños, porque no podían compartir esa carga con nadie, ni siquiera podían acudir a sus padres en busca de consuelo o consejo, sino que se les abandonó en la confusión y el dolor de haber sufrido abusos por parte de quien era el representante de Dios para ellos.

Usted considera, por tanto, que esta forma de abordar el tema nos ayuda a comprender lo que Carrón denomina «el sufrimiento impaciente de las víctimas, e incluso la desilusión».
Sí, sin duda alguna. Y también creo que no se trata de un antídoto dirigido a aquellos que desean verlo simplemente como un ataque mediático contra la Iglesia. Carrón parte de las víctimas y sus experiencias, de lo que les ha sucedido, y de cuál debe ser nuestra respuesta frente a la experiencia de esas víctimas y al daño que se les ha causado.

Otra cosa que me ha llamado la atención es que Carrón pide que, en cierto modo, tanto las víctimas como los responsables se midan con el hecho de que «nada es suficiente para reparar el mal cometido». Aunque los autores de los abusos recibieran la condena máxima que la justicia prevé en estos casos, la herida de las víctimas seguiría abierta.
Para franquear este umbral debemos hablar de fe, de perdón y de misericordia de Dios. Pues sin ellos la herida será incurable.

Según Carrón, la respuesta personal que el Papa da a esta crisis se funda en el conocimiento que tiene acerca de la exigencia infinita de justicia del corazón humano, que sólo en Cristo y por Cristo puede verse satisfecha. ¿Lo comparte?
Sí, sin duda. Pienso que Carrón ha analizado muy bien el problema, y ha captado la esencia del modo en que el Santo Padre lo ha abordado.

Y, finalmente, Carrón subraya que el Santo Padre reconoce que el mayor peligro con el que nos enfrentamos al intentar responder a esta crisis es el de «separar a Cristo de la Iglesia porque ésta tendría demasiada porquería para poder comunicarLo». Carrón habla de «la tentación protestante». ¿En qué manera concuerda esto con su experiencia?
Bien, acabamos de celebrar el Domingo de la Misericordia. Cristo Resucitado vuelve para reunir a los dispersos, para sanar las heridas del pecado, para asegurarnos la misericordia de Dios y para darnos la esperanza que constituye el fundamento sobre el que comenzar a reconstruir, tras los catastróficos acontecimientos que han tenido lugar en nuestras vidas.

En Boston, ¿ve ya indicios de –no sé cómo llamarlo– una especie de movimiento, por así decir, en esa dirección, como si las personas estuvieran empezando a «redescubrir el infinito amor de Cristo por cada una de ellas», siendo Cristo el único capaz de curar las heridas que toda esta situación ha causado? ¿Percibe movimientos en esa dirección?
Sí. He conocido a muchas de las víctimas. Durante la Semana Santa, incluso tuve un encuentro con algunas de ellas que ya se han reconciliado con la Iglesia y han encontrado la misericordia y la fortaleza de Dios en su dolor. Pero lo triste es que, cada vez que el problema emerge de nuevo, vuelve a causar un daño terrible a las personas. Esto es lo más triste. Pero, esperemos, cada vez que esto suceda, debemos considerarlo como una ocasión para volver a confirmar nuestro compromiso de trabajar por la curación de las heridas, y seguir garantizando a las personas que la seguridad de los niños es primordial para todos los que formamos la Iglesia Católica.