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Huellas N.4, Abril 2010

AÑO SACERDOTAL / San Enrique de Ossó

Un contestatario leal

Carmen Pérez

El Papa define al sacerdote como “el hombre de Dios”. He aquí un hombre que vivió con intensidad su condición humana y sacerdotal, y que se entregó con confianza a Aquel que rige el curso de la Historia

Hay tantas maneras de ser santo como hombres hay en el mundo, tantos como circunstancias vive cada uno. Y, al vivir las circunstancias propias de su vida y de su tiempo, el santo devuelve la salud al mundo.
La misión central del sacerdote es llevar a Dios a los hombres. San Enrique de Ossó, nacido el 16 de octubre de 1840 en Vinebre (Tarragona), fue un hombre que respondió a la vocación sacerdotal y a su misión.
A San Enrique de Ossó se le conoce muy bien en su biografía escrita por el cardenal D. Marcelo González Martín y titulada La fuerza del Sacerdocio. Otros que le conocieron personalmente le han definido como “el amigo fuerte de Dios”, o “un contestatario leal”. Todos coinciden en calificarle como uno de los grandes sacerdotes de España en todos los tiempos. 
La trascendencia de su labor como catequista y sus numerosos escritos, como El libro de los amigos de Jesús o La guía del catequista, hizo que en noviembre de 1998 la Sagrada Congregación lo declarara Patrono de los catequistas. 
«Enrique de Ossó o la segunda venida de Sta. Teresa de Jesús», escribe D. Marcelo en la autobiografía del santo sacerdote. Es imposible conocer a Enrique de Ossó y no conocer a Teresa de Jesús, no engancharse a los escritos de la gran reformadora y fundadora. Enrique vivió del amor a Jesucristo y a la Iglesia que fue propio de Teresa. Y de san Pablo aprendió que perseguir a la Iglesia es perseguir a Cristo, y que amar a Cristo es amar a la Iglesia. 

Fundador y educador. Teresianista entusiasta y contagioso, fundador de movimientos de apostolado, fundó también la Compañía de Sta. Teresa de Jesús, dedicada a la educación. Profundamente práctico y conocedor de la persona y de la sociedad, sus convicciones le llevaron a hacer afirmaciones tan llenas de realidad como la cit, ya tan conocida, de que «educar a un niño es educar a un hombre, educar una mujer es educar toda una familia».
Su vida fue una fecunda unión de contemplación y acción. Todo el que se acercaba a él acababa comprendiendo la importancia y necesidad de la oración para la vida concreta, de su mensaje insistente en el «cuarto de hora de oración diario». Era patente el equilibrio humano y divino, teórico y práctico de su vida individual y social. Genial y real síntesis, cuando es vivida y brota del Evangelio de Cristo.
Algo muy significativo también fue su concepción de la mujer. En aquel momento del siglo XIX, centró uno de sus grandes esfuerzos en la promoción y educación de la mujer desde la realidad, desde su capacidad, sin falsos progresismos ni tradicionalismos. El corazón y la mente. Sólida cultura y formación. Quería que la Compañía de santa Teresa de Jesús fuera una de sus obras más fecundas, la que había de dar los más excelentes resultados prácticos en bien de la Iglesia y de la sociedad. Otras obras buscan las ramas, la Compañía va directa al corazón. San Enrique entiende que el corazón de la familia es la mujer; mejorado el corazón, el principio, todo estará mejorado.  

De condición veraz y agradecida. Las teresianas, decía, «son enviadas por la Iglesia a ser signo y testimonio de una especial presencia del Señor entre los hombres, y de la vida nueva y eterna conquistada por Cristo, dedicándole todo su ser y obrar; en las escuelas para formar a Cristo Jesús en la mente y en el corazón del niño y del joven, viviendo en comunidades, según el espíritu de santa Teresa de Jesús: espíritu de oración, de verdad, de fortaleza, de grandeza de alma, de humildad y desprendimiento, de alegría y obediencia. La teresiana, como su referencia, Teresa de Jesús, tiene que ser de condición veraz y agradecida». 
Quería que todas las religiosas de la Compañía fueran “maestras de oración”. Los hombres se despiertan a su riqueza interior, al conocimiento de su capacidad, por la oración.  «Dadme un cuarto de hora de oración y os daré la vida eterna». 
Hombre de gran humanidad, presentaba ese tipo de vida cristiana que integra todo, sin falsos espiritualismos ni pobres materialismos, una vida según el Evangelio. Testigo en su ambiente del Evangelio con todas sus implicaciones. Alcanzó a los niños, a los jóvenes, a los adultos, porque hablaba, escribía y actuaba de la abundancia de su corazón. Sólo el lenguaje de la fe engendra fe. Sólo el gesto de caridad engendra caridad.  
Fundada la Compañía, se concentró en la Compañía. Y sufrió por la Compañía. Si el grano de trigo no muere queda infecundo. Como todo santo tuvo su Getsemaní, pasión y muerte. Sus últimos años fueron amargos y contrastados, sufrió incomprensiones de sus superiores, amigos y de la propia Compañía, por lo que viajó a Valencia a meditar en solitario. 
Murió solo en el convento franciscano de Gilet (Valencia) el 27 de enero de 1896 a la edad de 56 años. Fue beatificado por Juan Pablo II el 14 de octubre de 1979 en la Plaza de San Pedro, y luego canonizado en Madrid el 16 de junio de 1993, durante una visita apostólica que realizó el mismo Pontífice a España. 


APÓSTOL Y SACERDOTE SEGÚN EL CORAZÓN DE CRISTO

Vivió circunstancias muy difíciles con grandeza de espíritu, visión histórica y, sobre todo, viva confianza en Aquel que rige el curso de la Historia

C. P.

En todo santo se ve la experiencia que nace de atreverse a creer, de entregarlo «todo por Jesús», como decía san Enrique. Y continuaba: «todo, nada excluye». Es la ausencia de dualismo. El ánimo, la valentía de san Enrique de Ossó se enfrentó con el presente y se atrevió con el futuro, en la confianza de que en el presente y en el futuro tenía que hacer la voluntad de Dios. Que se concretaba en poner toda su capacidad y talento al servicio del reino. Vivió de lleno la tarea y misión de su sacerdocio, aceptando las dificultades del presente con viva esperanza cristiana. Vivió circunstancias muy difíciles con grandeza de espíritu, visión histórica y, sobre todo, viva confianza en Aquel que rige el curso de la Historia.
Cuando hablamos de “apóstoles”, enseguida pensamos en los doce principales discípulos de Cristo enviados a predicar el Evangelio. En un primer momento, parece que apóstol es el que ha conocido a Jesús de Nazaret, ha sido escogido y enviado por Él para el bien de otros, y es testigo de Jesucristo resucitado. Tanto el card. González Martín como el card. Arcadio Larraona se centran en poner de manifiesto la fuerza del sacerdocio del gran apóstol que fue Enrique de Ossó. Fuerza que estalla en todas las obras que puso en marcha. Como un apóstol, fue catequista genial, escritor, periodista, pedagogo, iniciador de revistas y periódicos muy oportunos en momentos críticos, organizador de peregrinaciones y fundador. Y, por encima de todo, un sacerdote según el corazón de Cristo. Escribe don Marcelo en la biografía citada: «Hay algo que permanece inalterable, como la cumbre solitaria de una montaña, nunca hollada por la planta del hombre. Es la fecundidad del sacerdocio católico cuando el que lo encarna está dispuesto a vivirlo en íntima unión con Jesucristo. Enrique de Osso es un ejemplo de ello».