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Huellas N.4, Abril 2010

UN DÍA EN... La Cascinazza

Delante de Él

Fabrizio Rossi

El silencio, la liturgia, el trabajo. Hemos pasado veinticuatro horas en el monasterio benedictino nacido en 1971 a las afueras de Milán. Un lugar en el que, desde el embotellado de la cerveza al arado de los campos, todo adquiere un valor porque «está en relación con Cristo». Y contribuye a generar un pueblo. Incluso en Japón…

«¿Ves este tenedor? Podrías no darte cuenta de que está, o bien sorprenderte porque alguien lo ha puesto en la mesa. Nada puede ahorrarte el movimiento de tu persona: ya sea en el monasterio o en cualquier otro sitio, lo que establece la diferencia eres tú». En estas pocas palabras se contiene el corazón de este lugar.
En la Cascinazza, el monasterio benedictino situado en Gudo Gambaredo, acaba de terminar la cena. La verja de hierro que separa esta granja de los prados, los campos y las acequias de la Bassa milanesa está cerrada. Con el recitado del Deo gratias pronunciado por el superior, los monjes han roto el silencio. El “recreo” es el único momento del día en el que los monjes pueden hablar libremente. Y cada palabra es preciosa, como me acaba de mostrar Giorgio, milanés, uno de los primeros que formó esta comunidad hace casi 40 años (hoy son 15 monjes, incluidos dos españoles y un brasileño, llegados aquí con las historias más variadas). Reunidos en la sala del capítulo al final de un día que ha trascurrido en silencio, uno podría esperarse una cierta confusión. En cambio, ninguno levanta la voz por encima de los demás mientras cuentan cómo ha ido el trabajo, mientras se ayudan a juzgar algunos hechos o comparten intenciones por las que rezar: «No es una casualidad», explica el padre Sergio, el prior. «En los momentos libres emerge aquello que nos interesa. En cualquier caso, nunca faltan las discusiones...». Como en una familia cualquiera. A las 20.40, sea cual sea el tema de conversación, vuelve el silencio, y un monje lee a todos dos páginas de un texto de don Giussani (en este periodo, tomadas del libro Qui e ora, que reúne las conversaciones con los universitarios), antes de que se cierre la jornada en la capilla con el rezo de Completas y el canto del Ave, Regina caelorum delante del icono de la Virgen, con la luz apagada.
La vida de estos hombres es como el nacimiento del sol en el mundo, porque «es el momento en el que la humanidad comienza a ser ella misma», les decía don Giussani. Él siempre sintió la experiencia benedictina muy cercana, y sostuvo y acompañó las vocaciones a la vida monástica que empezaron a nacer en el movimiento en los años 60, como las de los bachilleres que, pasando primero por Subiaco, uno de los monasterios fundados por san Benito, están en el origen de la Cascinazza. Hombres que son como una semilla en la tierra, destinada a convertirse en un árbol grande. Como los dos alerces plantados en el año 71, cuando nació el monasterio, y que ahora dominan todo el patio delante del edificio central de la granja con la capilla, por un lado, y de las naves de los tractores por otro. Ora et labora.
Junto a la entrada, bajo un pequeño pórtico, hay un tablón en el que está expuesto el horario de la jornada, todos los días el mismo: levantarse a las 5. A las 5.15, Oficio Divino en la capilla. Desayuno. Laudes a las 6.50. Misa a las 8.30. Después, los trabajos. Angelus a las 12 y, después, la Hora Sexta. Comida. A las 15, Hora Nona. Estudio. Algunos trabajos. De nuevo el Angelus. Vísperas a las 19. Después la cena, el recreo y las Completas… ¿Una rutina? «La cuestión no es hacer una cosa distinta cada vez», dice Rafa, español, que desde hace doce años cuida el huerto, los frutales, y ahora también las abejas del monasterio: «Sucede lo mismo que entre los esposos: existe una novedad si se repite la fascinación del día en que se conocieron».

Entre malta y válvulas. Es la novedad que están experimentando los monjes, por ejemplo, desde que empezaron a producir cerveza en un antiguo establo restaurado y dotado de unas instalaciones apropiadas para ello. Es el resultado de una búsqueda que duró años: desde que se dieron cuenta de que lo que cultivaban no bastaba para mantenerse, han realizado diversos trabajos, llegando incluso a soldar microchips para una empresa. «Hasta que llegó la propuesta de un amigo: “¿Por qué no probáis con la cerveza?”», cuenta Fabrizio, arquitecto de Alessandria. «Es un trabajo que nos permitía conservar nuestros ritmos, además de continuar una tradición que debe mucho precisamente a los monjes». Así es como Fabrizio y Marco, un economista llegado de Como hace 20 años, fueron en 2005 a una abadía en Flandes para aprender. Y después de varios intentos («empezamos en la cocina con una olla»), se ha llegado a “Amber”, la primera cerveza monástica italiana, a la que se ha añadido ahora la versión oscura “Bruin”. «Pero la verdadera novedad es lo que está sucediendo entre nosotros». Junto a Fabrizio y a Marco, trabajan en la cervecería también Quique, llegado en 2001 desde Madrid, donde era sacerdote diocesano, y Pietro, que ha entrado hace poco más de un año recién licenciado en medicina. Tenemos, por tanto, a un arquitecto, un médico, un teólogo y un economista. «Somos completamente distintos uno de otro. Pero el trabajo es justamente lo que nos hace crecer en una comunión. Sergio nos propuso: “Encontraos un minuto a la semana y preguntaos por qué estáis juntos”. Se trata de un descubrimiento continuo». Esto no quiere decir que no haya dificultades: «Piensa en el que limpia los baños», cuenta Quique, que ha pasado sus seis primeros años aquí armado de guantes y bayeta: «No es lo que tú elegirías… Pero, como me dijo un día Sergio, en la obediencia todo te corresponde aunque nada te corresponda». Es cierto, pero hace falta tiempo para comprenderlo: «Como cuando me pidieron que hiciera la cerveza, durante un año me opuse: “He estudiado filosofía y teología: ¿qué tengo yo que ver con la malta y las válvulas?”. Pero lo fundamental no es no rebelarse, sino ceder a la relación con ese Tú: ahora veo que estar ante alguien me conviene».
Estar ante alguien. En todo momento. Uno se acuerda del salmo que ha cantado hace algunas horas, antes de que el mundo se despertase: «Ante Ti grito día y noche…». O la misa, celebrada hoy por el padre Claudio –que llegó de Varese hace 35 años, y que tiene la tarea de seguir a los novicios–, en donde por turnos los monjes presentan las intenciones que parientes y amigos les han encomendado: «Por los estudios de Silvia», «Por los que están sin trabajo», «Por el proyecto de Paolo y Pino en Novosibirsk», «Para que Tu rostro ilumine a los que están desesperados»… Es sorprendente encontrar entre estos muros semejante atención a lo que sucede en el mundo –en tiempo real, quién sabe cómo–, teniendo en cuenta que aquí las noticias entran sólo si son traídas por alguien. Según me cuentan, ni siquiera el cartero entrega L’Osservatore romano o el Avvenire a tiempo: «Estamos aquí para llevar a Cristo el grito de cada hombre», explica el padre Sergio, que trabajaba en el ferrocarril en los años 70, y que se había metido en la política como sindicalista para responder a su grito de sentido y de justicia. «La cuestión es ser serios con la propia exigencia, pues de otro modo puedes mirar cualquier telediario y quedarte indiferente. Es lo que les he dicho a los monjes esta mañana en el capítulo, leyendo una carta de san Bernardo: no podemos cuidar de los demás si nos olvidamos de nosotros mismos». De aquí procede el valor del silencio: «Ayudarnos a reconocer a Uno que está presente. No tiene nada que ver con la mortificación, sino que es lo que haces ante algo hermoso: te quedas sin palabras. Imagínate que en el piso de arriba estuviese don Giussani. No se oiría ni siquiera la aspiradora, estaríamos todos atentos a su presencia».

«Ya comáis…». Nos interrumpe la campana que llama a la comida. Esta campana suena siete veces al día para llamar a la oración. Y recuerda a todos lo mismo: «El que llama es el Misterio. A lo mejor estabas en tu celda meditando un texto estupendo, y sin embargo eres provocado para mirar algo todavía más grande». Para entrar en el refectorio se pasa ante un cuadro de Letizia Fornasieri: dos girasoles sobre una mesa. Es como una ofrenda sobre el altar: «Nosotros estamos aquí para esto, y esos girasoles nos recuerdan que incluso el comer es una liturgia». Una vez que se ha ocupado toda la mesa con forma de herradura –el prior se sienta en el centro– se bendice la comida. Hoy, pasta con tomate y pastel de patatas y nueces, obra de Pippo, arquitecto, que está aquí desde el año 85. Mientras los monjes se pasan los platos en silencio, un monje lee para todos pasajes de la Biblia o de la Regla, además de otros textos para meditar (hoy, en concreto, le toca al padre Claudio, y los textos son algunos artículos del último número de Huellas). Porque todo es para la gloria de Dios: ya comáis, ya bebáis…
Incluso un café. San Benito no lo había previsto, pero también esto forma parte de su «acoged a los huéspedes como a Cristo». Nos lo ofrece el prior después de la comida, mientras nos cuenta la historia de este lugar y de los dos jóvenes que entraron en el monasterio de Subiaco en el año 68 (Giorgio, uno de los dos, se refiere a aquel período como «nuestra contestación»), del rechazo de la comunidad en el 69 a acoger a otros jóvenes y de la solución propuesta también gracias a la estima del abad de Subiaco, Gabriel Brasó, por la experiencia de aquellos chicos y de don Giussani. Y nos habla de esta granja al sur de Milán, descubierta por un amigo común, Paolo Mangini, que albergaría el monasterio, surgido como por milagro del encuentro entre todos estos factores y la propuesta de una nueva comunidad. Una propuesta que venía del padre Bernardo Cignitti, un abad de Savona que, en la estela del Concilio y de la exhortación de Pablo VI, deseaba el renacimiento de la experiencia benedictina. «Verdaderamente, Dios escribe derecho con renglones torcidos», comenta Bruno, uno de los jóvenes no acogidos en Subiaco, que hace 40 años encuadernaba libros para la editorial Garzanti y que hoy hace lo mismo en la Cascinazza. El 29 de junio de 1971 (fiesta de los santos Pedro y Pablo, a quienes está dedicado el monasterio), ocho monjes participaron en la misa que inauguraba la Cascinazza. En la homilía, el abad Cignitti dijo: «Ofrezco mi vida como abono para esta comunidad». En septiembre, moría a causa de un tumor. «Para nosotros ha sido fundamental la relación con don Giussani, sobre todo en aquellos años», recuerda el padre Sergio. «Siempre nos ha repetido que el centro de la experiencia monástica no es una práctica particular, sino el Bautismo: si Cristo es todo para mí, lo es para todos». Fue decisiva también en los años 80 la relación con el nuevo cardenal de Milán, Carlo María Martini, que reconoció la comunidad y la erigió en 1990 como Priorato sui iuris de derecho diocesano.

La sombra de la luna. A estas relaciones se han añadido a lo largo de los años un montón de relaciones distintas, con personas a veces inesperadas (todos los años viene a encontrarse con ellos desde Japón un grupo de monjes budistas del monte Koya). O la amistad con el pintor americano William Congdon. De las paredes del monasterio cuelgan dos cuadros suyos de la Cascinazza by night: «El monasterio representa el “yo”. La luna es el Misterio presente, que lo ilumina. Desde ahí nace la sombra que se proyecta sobre el patio: porque de esa relación nace un pueblo». Después de una larga búsqueda, Bill –como le llaman todos– llegó a la fe en el año 59, y vivió los últimos 20 años de su vida en una dependencia del monasterio: «Era como uno de nosotros. Un hombre herido ante el Misterio». Un hombre herido. Pero en relación con ese Tú. Es más, herido justamente porque estaba en relación con ese Tú: «Cuando te enamoras, estás inquieto hasta que no vuelves a ver a esa mujer», explica Rafa. «La echas de menos, precisamente porque que ella existe. Forma parte de ti. Por eso aquí experimentamos la nostalgia al máximo: estamos heridos porque Él está».
El tiempo se ha acabado. Es hora de volver al trabajo. Mientras vuelvo a pasar delante de los dos girasoles, un ligero ruido rompe el silencio: en el refectorio alguien está poniendo la mesa.


HORARIO DE LA JORNADA
05.00 Levantarse
05.15 Oficio Divino
06.50 Laudes y Capítulo
08.30 Misa, seguida de trabajo
12.00 Angelus - Hora Sexta - Comida
15.00 Hora Nona - Trabajo
17.45 Angelus
19.00 Vísperas - Cena
20.40 Lectura de Completas
20.50 Completas - Descanso