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Huellas N.3, Marzo 2010

DIÁLOGO / Judíos y cristianos

Rebelde con causa

Gideon Abraham Weiler

«No caigáis en el error: judaísmo y cristianismo son muy diferentes. Pero, entonces, ¿ellos? ¿Nosotros? Seres humanos, todos hijos de Sara y Abrahán». ¿De dónde vienen estas palabras fuertes y sencillas? ¿De una poesía? ¿De un libro de filosofía? ¿De una meditación religiosa? Parece increíble, pero nacen de la pluma de un chico de dieciocho años. La siguiente reflexión –texto e ilustraciones– es obra de Gideon Abraham Weiler, en la actualidad estudiante de la Universidad judía Ma’ale Gilboa de Israel. Lo escribió como parte de su solicitud de admisión en la universidad.
Gideon es un chico como tantos; su vida es parecida a la de sus compañeros: va a clase, practica deporte, juega con la videoconsola, ve películas, tiene amigos... Uno como tantos y, sin embargo, fuera de lo común. ¿Por qué? La respuesta es bien sencilla. Forma parte de la familia Weiler de Nueva York. Muchos de vosotros conocéis a Joseph y Ruth Weiler, íntimos amigos de Comunión y Liberación, que todos los años participan en el Meeting de Rímini y todos los viernes celebran el Sabat junto con algunos amigos católicos. Las palabras y las ilustraciones de Gideon vienen de una educación muy especial recibida en su ambiente familiar.
Normalmente, a los dieciocho años los chicos son rebeldes, quieren –o incluso necesitan– desafiar la educación tradicional, como afirma Gideon. Educar supone asumir un riesgo, como enseña don Giussani, especialmente cuando los chicos atraviesan la inevitable rebelión propia de su edad.
Precisamente en esa fase, sólo un corazón leal y una mente límpida pueden sacar provecho de la inclinación natural a cuestionarlo todo, llegando a discernir la paja del grano.
Marta Cartabia

En Nueva York, un liceo hebraico con amplitud de miras en el que se puede hablar de todo, excepto de una cosa: la persona de Jesucristo. Un estudiante, hijo de una importante familia judía, propone «lo que antes era impensable: encontrarse con algunos chicos cristianos y hablar con ellos». He aquí el testimonio de cómo un gesto insólito puede llevar a una “mutua comprensión”

Hubo una época en que era fácil ser rebelde en el instituto: bastaba con llevar el pelo largo y engominado (suspiro), el cigarrillo en la comisura de los labios (golpe de tos, suspiro), quizá un poco de marihuana (golpe de tos, golpe de tos, pasado de moda). Pero, ¿hoy? Vivimos en la época del «No pedir/No decir»; quizá en mi tradicional instituto judío, moderno y ortodoxo, rige el conformismo sometido a la opinión de la mayoría. Me los imagino mientras dicen: «Deja las cosas como están».
Pero había algo, con una cierta impronta conservadora, capaz de hacer saltar todas las alarmas y de inquietar a todos al máximo, ya que desafiaba uno de los grandes tabúes de la ortodoxia moderna: el cristianismo, Jesucristo. A veces pensé que preferirían que leyésemos revistas porno antes que el Nuevo Testamento. Mi curiosidad llegó al tope con el clamor que suscitó la película La Pasión de Mel Gibson. Nadie de mi comunidad la había visto, si bien todos la condenaban. Lo que resultaba más desconcertante era que algunos de los mejores amigos cristianos moderados de mis padres la encontraran conmovedora y les extrañaba nuestra reacción, del mismo modo que a nosotros nos extrañaba la suya.

Dobles invisibles. Helos aquí, nuestros dobles. Adolescentes cristianos, que iban a colegios como los nuestros, contemporáneos nuestros, eran, sin embargo, igualmente invisibles para el hombre invisible, creado por Ralph Ellison en la América dividida en razas de los años cuarenta. No era una sutil pared invisible la que nos separaba: era un muro invisible. Se parecía más a un muro de hormigón, a decir verdad. Comparable con una bañera en la que estuviera prohibido mirar. Pero yo quería hacerlo...
Me preguntaba: ¿por qué tanto secretismo? Por algún extraño motivo era inconcebible encontrarse con algunos chicos cristianos y hablar con ellos. Lo que me sorprendía era cómo mi colegio –que en cualquier otro ámbito había mostrado tener bastante amplitud de miras, para ser un colegio judío diurno– parecía rechazar, incluso temer, esta idea. Cuando al principio Shira, mi compañera de clase, y yo presentamos nuestro proyecto, el consejero de asuntos escolares nos dijo que lo mantuviéramos en secreto para no suscitar un escándalo.
Ahora bien, yo siempre he sido un tipo más bien rebelde, dispuesto a romper las normas en clase siempre que advierto que se está ocultando algo. He aprendido que la provocación puede obligar a las personas a hacer cuentas con sus convicciones ocultas. En este caso, sin embargo, debíamos actuar con más tacto. La idea me entusiasmaba y no veía el momento de pasar a la siguiente fase y dar vida a un diálogo abierto, discutir de cristianismo, un mundo religioso del que había leído algo en los libros de texto, pero con el que jamás había tenido contacto. Quería aprender de manera directa el modo en que vivían su vida mis coetáneos pertenecientes a otra religión. Debo admitir que no podía menos que sonreír complacido al pensar que la iniciativa había aparecido en el periódico del colegio; pensando en las miradas –mezcla de sorpresa, rabia y duda, o quizás, orgullo–, en las caras de los rabinos y de los padres. Quizá algunos de mis coetáneos titubeaban: se sentían a disgusto ante la idea de hablar con los cristianos, habiéndoles turbado La Pasión del mismo modo que a sus padres.
Mi fe es sólida, pero siento, sin embargo, que se verá fortalecida si se confronta con el mundo, si derrumba los muros de los ghetos que nos autoimponemos, y tiene el valor de afrontar verdades incómodas. ¿De qué tenía miedo la gente cuando evitaba el diálogo interconfesional? A fin de cuentas, todos mis amigos están planeando ir a universidades laicas –incluidas las facultades de Filosofía y Letras, las escuelas estatales– donde la fe tendrá que hacer frente a retos mucho mayores. Mi colegio, conforme al modo de proceder de la ortodoxia moderna, por una parte anima a sus estudiantes a apuntarse a los mejores colleges del país, como el New England Prep, y por otra intenta desesperadamente inculcar unos valores en abierto contraste con la modernidad y con el ambiente académico laico, propios de la Volozhin Yeshiva. ¿Qué había, pues, de peligroso en el cristianismo? Los bachilleres cristianos, ¿no eran quizá la clase de personas con quien habríamos debido entrar en contacto, por “nuestra” parte más que por la “suya”?

Derribar muros. Convencer al Rabino Jefe no fue fácil. Shira y yo sabíamos que el proyecto le entusiasmaba a nivel intelectual, pero al mismo tiempo temía la reacción de la gente. Era frustrante, porque su principal preocupación era «qué pensarían los demás». No sabíamos cómo hacerle entrar en razón para que cambiara de idea, puesto que su miedo parecía irracional. Visitar el colegio cristiano estaba descartado. Habría sido inapropiado encontrarse en una capilla bajo la Cruz, conocer la vida de Jesús, sus enseñanzas y su amor. Sonreía al pensar en los chicos de la yeshiva con la kipá puesta, ocupados en mirar la cruz y comprender los diversos modos de acercarse a la fe. De hecho, muchos chicos de mi colegio están convencidos de que la ley religiosa prohíbe entrar en una iglesia, considerada un lugar donde se practica la idolatría.
Propuse que viéramos juntos La Pasión de Mel Gibson, para hacer la discusión más accesible y para que la película nos ayudase a comprender las nociones fundamentales de la teología católica. Esta película presenta lo que probablemente sea el concepto más ofensivo para muchos judíos, si bien el más significativo para muchos católicos. Era perfecto: podía favorecer una comprensión nueva, derribando muros de ignorancia. También esta idea fue rechazada. El alcance del asunto incomodaba a la administración, que prefería una discusión tranquila y relajada. Al final el Rabino Jefe cambió de idea, superando su inicial rechazo, con la esperanza de que mi clase pudiese beneficiarse de los frutos de una “mutua comprensión”. Pero estaba muy intranquilo.
Encontrar un colegio católico fue simple. En los años sesenta la Santa Sede había promulgado la Declaración conciliar Nostra Aetate (Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas), afirmando el valor teológico de todas las religiones mundiales, especialmente del judaísmo. Sólo lograba pensar en el equivalente de mi comunidad, el artículo-ensayo Comparación del rabino Joseph Solovietchik, el padre fundador de la ortodoxia americana moderna, que prohíbe de manera tajante el diálogo teológico con las demás religiones, sobre todo con los cristianos. A pesar de eso, no me dejé desanimar. Después de todo, el proyecto consistía precisamente en rebelarse a esta prohibición.
Encontramos un colegio católico masculino del Opus Dei, The Heights, de Washington DC. La idea les entusiasmó. Alabaron nuestro común objetivo de unir la excelente educación laica con una fe religiosa vivida en profundidad. Tras docenas de e-mails y llamadas telefónicas, convencimos al Witherspoon Institute de la Universidad de Princeton para que albergara el evento. Llegaron incluso a proporcionarnos comida kasher de manera gratuita.

Ni santos ni místicos. Cuando nos sentamos en el autobús los asientos estaban fríos. Llovió durante todo el trayecto desde Riverdale hasta Princeton, y no podía menos que compadecer a los estudiantes de The Heights que venían desde Washington. Estaba nervioso.
Finalmente llegaron: eran todos chicos, vestidos con chaqueta y corbata. Nosotros, en cambio –extraña variedad de individuos de una escuela mixta–, llevábamos vaqueros, faldas, camisetas polo y simples cazadoras cuyas mangas nos llegaban hasta los codos. Observé a algunos de mis compañeros que se quedaron detrás: estaban desaliñados, inmaduros, ocupados en hacer chistes y reírse de todos. Rebeldes y sin ningún interés por cuestiones teológicas.
En realidad, a pesar de todo, de la paranoia y el desorden del intento, nuestros homólogos católicos eran bastante normales. No había nada abiertamente “santo” o “místico” en ellos. Ciertamente, no eran unos idólatras. Aunque la discusión fue seria y se apreciaban ciertas diferencias concretas, nos dimos cuenta de que eran exactamente iguales a nosotros. Eran adolescentes: inseguros, idealistas, algo rebeldes, o quizá conformistas. De nuevo no pude por menos que sonreír, esta vez no pensando en el poder de la rebelión, sino en la universalidad de nuestra difícil situación. A pesar de todo, el evento suscitó un gran clamor en Riverdale. Acabamos apareciendo en la portada del periódico escolar. No caigáis en el error: judaísmo y cristianismo son muy diferentes. Pero entonces, ¿ellos? ¿Nosotros? Seres humanos, todos hijos de Sara y Abrahán. Me imaginaba a los chicos de The Heights poniéndose la kipá y subiendo al autobús en nuestro lugar, de vuelta a Riverdale. ¿Habría notado alguien la diferencia? El muro de cristal del que hablé antes… se parece más a un espejo.