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Huellas N.1, Enero 2010

UN DÍA CON... Rosetta Brambilla

Generados por una mirada

Silvana Ninivaggi

Una escuela de fútbol en las favelas, guarderías que cuidan también a las madres y niños sin familia que se convierten en educadores. Desde una fábrica de Brianza hasta el abrazo de don Giussani, que le llevó a Brasil hace ya cuarenta años. Allí su casa está siempre abierta, y su jornada está marcada por lo que sucede en las calles. Hasta esa señal de la cruz que alguien se hace al pasar bajo su ventana

No se llama Belo Horizonte por casualidad. Por encima de las accidentadas calles que discurren entre las favelas se abren paisajes inmensos. En el cielo se mueven las nubes, que parecen pintadas con acuarela. Nos dirigimos a misa. Es el único punto fijo de la jornada de Rosetta, a las siete y cuarto de la mañana. Fijo por decir algo. Vamos a misa “siguiendo” a don Pigi Bernareggi, que celebra cada día en una de las distintas iglesitas repartidas por el barrio. A la salida, un saludo rápido a algunas personas que han ido tal vez sólo para intercambiar alguna palabra con ella. Donna Rosa, así la conocen en las favelas. Rosetta Brambilla tiene sangre brianzola, pero ahora es más brasileña que los brasileños.
De complexión pequeña y fuerte, vive aquí desde hace cuarenta años. Tenía diecisiete años y trabajaba como ceramista cuando conoció el movimiento un domingo por la tarde, en una fiesta. «Yo no amaba mi historia. Empecé a amarla y a amarme cuando don Giussani me miró. Apostó todo por mí, que no era nada». Desde entonces lleva en su agenda una frase escrita en un papel: «¿Cómo podemos divertirnos? Prestándonos atención a nosotros mismos y a los demás». Estaba escrita en una invitación a una excursión por la montaña. La mira, ahora ya descolorida, como la cosa más querida. «Todo lo que ha sucedido aquí en Brasil nace del “sí” dicho cada día, incluido el “sí” a las fiestas, a las excursiones. Ha sido el “sí” de cada instante, de entonces y de hoy sin diferencia alguna, el que han hecho grandes estos cuarenta años». En 1967 partió para ayudar a don Pigi, misionero en Brasil desde 1962 (uno de los primeros bachilleres que partió y primera alma del movimiento al otro lado del océano). Hoy vive en una casa dentro de la favela Primero de Mayo. Allí volvemos nada más terminar la misa, porque a las ocho se desayuna junto a los huéspedes.

El hijo que no te esperas. Voluntarios, amigos, personas de paso, a menudo jóvenes. Un ir y venir de gente de todo tipo. La planta superior de la casa está dedicada por completo a ellos. La puerta está siempre abierta. Es difícil encontrar a Rosetta sola: en agosto llegó a tener veinte huéspedes al mismo tiempo. En estos días hay algunas estudiantes: Elisa y Costanza, luego Serena y Mirella. Todas italianas, llegadas hasta aquí por caminos distintos. El boca a boca que lleva a tanta gente a casa de Rosetta comenzó en 1995 cuando Gabriele, trabajador de bolsa milanés, hizo un voto a la Virgen prometiendo dedicar un mes de su vida como voluntario. Llegó hasta aquí como voluntario, pero sólo resistió quince días. Volvió a Milán con el corazón marcado. Después de un año, consiguió reunir junto a otros amigos y colegas ochenta millones de liras para la obra de Rosetta y, desde entonces, vuelve todos los años.
A las ocho cincuenta, el Fiat Palio gris de Rosetta está cargado y listo para salir. El día está lleno de citas. Pero no están ordenados uno tras otro, como en una agenda: el trayecto es un intrincado zigzag. Antes o después llegas a todos los sitios, el “cómo” no lo sabes. La jornada de Rosetta se decide en función de lo que sucede, de las personas con las que se encuentra. Por el camino un conocido necesita que le lleve en coche, porque lleva un paquete pesado. O bien pasa por delante de la casa de unos amigos y entonces llama a la puerta para saber cómo están y para saludar a los niños. Cada trayecto es una sorpresa y una espera. Entramos en Jardim Felicidade, un barrio nacido con don Pigi. Durante dos años luchó con el gobierno federal para que estas cuatro mil familias pudieran dejar de vivir en una favela. Hoy tienen casa y tierra. Han sido ellos los que han dado este nombre al barrio, y es fácil entender la razón. Una verja llena de dibujos se abre ante el patio de la guardería. Rosetta se escapa porque tiene una reunión con los responsables. Este es el segundo centro para la infancia, en orden cronológico, entre los que hoy forman parte de las “Obras educativas padre Giussani”, de los que Rosetta es coordinadora: una serie de instalaciones situadas en la zona norte de la ciudad de Belo Horizonte, que acogen en la actualidad a mil quinientos niños y adolescentes. Cuatro centros socio-educativos, el centro deportivo Virgilio Resi, la Casa de acogida Novella, y cuatro guarderías, entre las que está situada ésta de Jardim Felicidade, alrededor de la cual ha nacido el centro Alvorada. Lucio es su director desde hace poco. Hace años fue seminarista, vivió comprometido pastoralmente, y un día conoció a Rosetta a la salida de misa: hablaron durante dos minutos de reloj, y ahí empezó el trabajo de acompañamiento a los padres. Luego el trabajo con los niños, con los jóvenes… «No tuve casi tiempo de responder cuando Rosetta me propuso dirigir el Centro». Se quedó ahí, como ante un hijo que llega sin esperarlo. En el centro Alvorada se ocupa de chicos de todas las edades que llegan desde las favelas del barrio. El 80% de ellos no tiene padre. «Contar con varones entre los educadores es importantísimo, porque los niños deben poder ver que existen también hombres capaces de escuchar y de abrazar», cuenta Lucio, mientras de un despacho a otro nos muestra las fotos de chicos que, después de haber hecho todo el recorrido, ahora son educadores de otros niños.
«En los últimos años, las condiciones de vida han empeorado por culpa de la droga». Los niños empiezan a traficar con nueve o diez años. Tratan de sobrevivir a la vida desgraciada de las favelas. «Por eso, después de la guardería nació el centro diurno en donde tenemos ahora doscientos chicos que se dedican a distintas actividades. Luego nació la exigencia de un acompañamiento posterior». De esta forma comenzó el programa “Jovem Trabalhador”, destinado a la inserción laboral de ciento cuarenta menores. Una pausa para tomar café: de repente el salón se llena de gente. Se cruzan los educadores, el personal, parece una pequeña ciudadela. Sonríe al mirar a toda esta gente que ahora trabaja aquí, y se compromete con lo que hace. Uno no se puede imaginar las historias que todos ellos llevan a sus espaldas. Son un milagro ante los ojos.

De los muros, una casa. Desde las escaleras nos llega una música: un grupo de niños está entonando un canto. Es el coro formado por Vivian, una nueva profesora. En cuanto aparece Marco Aurelio, todos se le echan encima como si fuese su padre. Desde hace diez años da clase de animación musical. Utiliza instrumentos de todo tipo y los niños empiezan a hablar casi cantando las canciones de la guardería. En una habitación de la planta baja se sienta Cleber. Es el carpintero de este pequeño laboratorio en donde construye, con mucha paciencia, juguetes de madera. Camiones, caballos, ranas y conejos con ruedas. Una vez construidos, los lleva al aula de al lado para que los niños los pinten y monten. Con ellos está Simona. Fue la primera niña que llegó a esta guardería: tenía cuatro años y arrastraba a su hermano pequeño como si fuese un muñeco. Hoy es la responsable del laboratorio artístico.
Detrás de un muro vemos una fila de niños moviéndose con mucho ritmo: es la clase de capoeira. Diego e Igor enseñan los movimientos y las piruetas de esta antigua lucha de esclavos. «Es uno de los momentos más esperados de la semana, junto a las clases de teatro», cuentan. Y al fútbol. Al principio el centro tenía una pequeña pista de cemento destartalada, pero en la actualidad cuenta con una escuela de fútbol para trescientos niños y un campo reglamentario de hierba artificial cubierto. Todos acuden orgullosos a él, es el regalo de un benefactor italiano. Italiano es también el entrenador, Alessandro, que dejó las playas de Rímini y vive aquí desde hace diez años.
Él ha visto derribar los muros de la vieja pista para dejar espacio a la Casa de acogida Novella, en donde viven hoy diez niños alejados de sus familias: son atendidos por seis educadores que se turnan y por Gracia, que duerme, come y vive establemente con ellos. «Los niños no podían convivir constantemente con personas distintas, necesitaban un rostro fijo». Rosetta ha terminado su reunión y dice que «todo lo que ha nacido aquí no ha sido fruto de un proyecto. Ha sido la respuesta a una necesidad que ha ido surgiendo poco a poco». Como cuando sale de casa por la mañana y «el día se construye respondiendo a las necesidades y a los imprevistos que salen a tu encuentro».
Antes de volver a salir, la comida: el salón se convierte en un comedor. Todos se sientan. Los niños son muy movidos, pero tienen una compostura “antigua”: «Cuando van al médico, la gente se sorprende de lo educados que son», cuenta Silvana. Era la directora de la escuela, ahora es la cocinera. Hacía falta, y ha cambiado de tarea. «Pero es exactamente lo mismo, es siempre el punto de referencia –dice Rosetta–. Aquí el que cocina y hace la limpieza es el primer maestro». Directora o cocinera, no hay diferencia.

Papai do Céu. «Educar es transmitir el gusto por las cosas, es comunicar una vida. Vamos a una tienda a comprar pinturas, ¿te vienes?». Rosetta fija su mirada en un niño que da vueltas a su alrededor. Enseguida se une otro, y luego otro más. No consigue decir que no, y el coche se llena. Para ellos una vuelta en coche es como ir a los caballitos. Y ella les lleva allí donde tiene que ir, aunque sea a un funeral. Están acostumbrados a ver a gente asesinada tirada por el suelo como si fuese una gallina muerta, hasta que llega la policía y se la lleva. «Pero ellos saben que las personas vuelven a los brazos de Dios». Vuelven al Papai do Céu, como lo llaman ellos, el Papá del Cielo.
Con el coche lleno llegamos al Creche Etelvina Caetano de Jesús: es una zambullida en los orígenes. Se trata de la primera guardería nacida con Rosetta, en la parroquia De Todos Os Santos. Allí don Pigi acogía a las familias que habían abandonado sus chozas destruidas por las fuertes lluvias estivales. En medio de la nada de la favela nació una comunidad. Empezaron cursos de tapicería, de corte, de costura y de bordado. Alfabetización para adultos, catequesis, fiestas tradicionales. Construyeron un ambulatorio. Hasta que en 1979 una señora de la parroquia ofreció el único terreno que tenía. Bajo una gran tela amarilla fueron acogidos los primeros cincuenta niños. En 1987 nació esta guardería, de la que Elena es directora desde hace diecinueve años. Como todas las personas que trabajan en las Obras (hoy un total de ciento cincuenta), está ahí por una amistad: es una de las primeras niñas que conocieron Rosetta y don Pigi. Su madre tuvo dieciocho hijos, «todos del mismo padre. Estuvieron cincuenta y dos años juntos». Está orgullosa de ello, porque sabe que es algo excepcional.
«Antes, el tejido social y la cultura eran tales que el único problema era responder a la pobreza», dice. «Hoy existe una grandísima pobreza cultural. Es necesario enseñar a las madres el afecto y el cuidado de los niños. El método que nos ha enseñado Rosetta es mirar a la persona en su unicidad. No se trata de enseñar reglas de buen comportamiento: es tomar a otro de la mano con un amor que abre a la realidad. Es amar su destino». Un camino que no puede dejar de implicar también a las madres. En la mayoría de los casos, son “toda” su familia. «Cuando una madre atraviesa un momento difícil –cuenta Elena–, le proponemos venir a echarnos una mano. Ayuda a la cocinera o a la educadora. La convivencia serena es el inicio de un cambio en la vida de una madre, el inicio de una esperanza».

Una vida que espera. Emprendemos la vuelta a casa, y por el camino Rosetta se enfada con los conductores que van demasiado despacio. Antes de llegar se para a visitar a una familia. Por las calles estrechísimas hay que hacer un verdadero slalom entre las personas sentadas en la acera y los niños que juegan en la tierra. Llegamos a la rua Faraday, en donde vive Rosetta, que tiene todavía en los ojos la imagen de esa «ménsula rosa antiguo» que encontró pintada en la choza de una de las primeras familias a las que ayudaron: «Era el comienzo del amor a sí mismos». Se pone a cocinar, cosa que le encanta, y su organización es cuasi militar. Su carácter no es dócil, pero se interesa por todos. También esta noche hay invitados, como casi todas las noches. La casa se llena de gente y empieza una viva conversación en portugués. En torno a ella se reúne un mundo variado: llega gente que necesita de todo, pero sobre todo de un abrazo. «Es lo que todos necesitamos, el abrazo de Cristo. No hay otra cosa que sostenga la vida».
Ella ha visto marcharse a los amigos con los que había empezado todo, eran más que hermanos. «Cambiaron de camino. Yo sentí que me arrancaban la piel y me quedaba tirada en el suelo respirando el polvo. Pero he descubierto que sólo me puedo apoyar en Él». Desde fuera llegan los sonidos de las favelas: los perros que ladran, los gritos de los niños, el ruido de los motores. Las casas están pintadas como si fueran un collage, con restos de pintura: verde agua, naranja, gris. Signos de una vida desordenada pero que existe, que pide y que espera. Alguien, al pasar ante la casa de Rosetta, se hace la señal de la cruz. Luego reemprende su camino.