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Huellas N.1, Enero 2010

PRIMER PLANO - Individualismo

De parte del bien común

John Waters

La intervención de Julián Carrón en la última Asamblea General de la Compañía de las Obras, publicada en el último número de Huellas con el título “Tu obra es un bien para todos”, señalaba el riesgo de replegarse sobre uno mismo, de retirarse de los ámbitos de vida común y ceder a la tentación del “Sálvese quien pueda”. Carrón ponía de manifiesto los límites de este individualismo que se revela «inútil para resolver el drama del hombre» y, sobre todo, nos invitaba a conquistar las razones que, casi misteriosamente, les permiten a muchos no rendirse ante las dificultades. Porque son muchos los que luchan para no encerrarse en sí mismos y olvidarse de los demás.
Su intervención culminaba con la observación de que en nuestro mundo ha entrado el Único –lo celebrábamos en la Navidad– que puede responder a la exigencia de totalidad que constituye al hombre: «Jesús de Nazaret, el Misterio hecho carne», contemporáneo a nosotros mediante su caridad sobreabundante. Ser amados nos hace capaces de lo humanamente imposible: obrar con gratuidad, más allá de cualquier cálculo. Hemos pedido a John Waters, periodista irlandés, a Pietro Barcellona, estudioso del Derecho, italiano, y a Juan Bautista Fuentes, filósofo español, que lean esta intervención y nos ayuden a profundizar en ella.

El individualismo moderno impide la plena realización del hombre. La alternativa, a menudo, es una solidaridad sentimental. La intervención de Julián Carrón en la asamblea general de la CdO nos invita a mirar nuestra necesidad y la de los demás. ¿Es verdad que el deseo de plenitud nos abre al prójimo y nos empuja a amarlo? Partamos de una hipótesis muy sencilla… Hasta llegar al test de la caridad

Qué es la caridad es fuente de múltiples dudas para los cristianos de hoy en día. ¿Qué significa: «Amar al prójimo»? Y: ¿«… como a mí mismo»? ¿Debería repartir mis bienes a partes iguales entre tú y yo? Y, si es así, ¿quién será el “prójimo” que elegiré para este reparto? Y luego, ¿debería elegir otro “prójimo” con el que compartir lo que ha quedado? ¿Así hasta el final? ¿Cómo quedará la cosa con los que de mí dependen más directamente? ¿Soportarán en silencio mi filantropía?
Un cierto pensamiento piadoso oculta estas preguntas tras un dique de imperativos sentimentales. Si miramos a nuestro alrededor, el cristianismo moderno se reduce a traducir en doctrinas económicas los mandamientos del Evangelio sobre la pobreza y, luego, olvidarse de lo demás. A veces da la impresión que socialismo y cristianismo no se distingan mucho en la sociedad moderna. Cada vez es más frecuente ver el nombre de Cristo utilizado por pensadores secularistas y ateos para provocar a los cristianos, los cuales, según dicen ellos, no atienden a sus “obligaciones” cristianas cuando rechazan avalar políticas redistributivas de matriz radical.

Los dos mantos. ¿Acaso tienen razón? En una realidad social que se asemeja cada vez más a una máquina, a un enorme mecanismo, este problema del “amor”, ¿no debería limitarse a un valor políticamente correcto? No. Incluso un examen superficial muestra que Cristo, cuando dice: «Quien tenga dos capas que le dé una a quien no tiene», no entiende que deberíamos dar nuestros vestidos de más al Estado para que los redistribuya entre los que tienen derecho a ellos.

Dubitativos en fuga. A causa de un supuesto menosprecio hacia los bienes personales propios del cristianismo, parece difícil conciliar el cuidado del bienestar material con una vida religiosa. Es como si sólo se pudiera gozar verdaderamente del favor de Dios viviendo en la indigencia. Pero entonces, ¿cómo podría justificar yo la posesión de los frutos de mi trabajo personal en un mundo que es objetivamente desigual, mucho más allá de mi posibilidad de influir en él o de modificarlo? Cuanto más resuena la cantinela moralista cristiana, tanto más trae a sus espaldas una humanidad dividida, fragmentada. Esta contradicción insoluble justifica a algunos para abdicar de su responsabilidad ante el reto que supone la fe, para sumarse a la retirada individualista: “¡No soy capaz, es inútil intentarlo!”.
La disparidad de recursos es patente incluso en una sociedad próspera. Lo cual puede sugerir que el remordimiento que nos empuja a hacer el bien no se soluciona optando entre quedarnos con lo que tenemos o darlo a los necesitados, sino entre adherirnos a la fe, que produce incomodidad, o dejar de creer, de pertenecer. La retirada individualista de la religión, entonces, expresa en parte lo que aparentemente es un amor racional: el deseo de huir de la contradicción entre un tenor de vida adquirido y lo que Cristo parece exigir de nosotros.
Una vez que se margina la fe y, por tanto, se empobrece, el atractivo de los bienes materiales se vuelve proporcionalmente mayor. Los reclamos a la “caridad” persiguen a estos dubitativos en fuga que buscan refugio en sus bienes. Su respuesta, ofuscada por el remordimiento y la autojustificación (¡después de todo, uno trabaja por su salario!), se confirma en la “increencia”. Para los demás, que buscan una salida entre el remordimiento y el sentimentalismo, ¿es acaso el amor hacia el prójimo simplemente una cuestión de sentirse mejor? ¿Es posible “comprar” la paz interior siendo generosos con los demás? No parece esto lo que Cristo tenía en mente.
Todo se complica aún más cuando pensamos que las economías contemporáneas no son sistemas de distribución equitativa. Más bien parecen máquinas que reclaman formas continuas de intervención para mantener su funcionamiento. El clero ataca el “exasperado consumismo”, el “secularismo individualista” y la “avaricia”, pero sin decir qué significan estos términos, sin indicar soluciones económicas alternativas, más en línea con la doctrina social cristiana. Es útil, por tanto, saber que existe un método, un método que reconoce las dificultades, a veces de manera explícita, pero por lo menos siempre implícitamente.

Los lobos y las reglas. En su intervención en la Asamblea Nacional de la CdO en Italia, Julián Carrón expone las razones para seguir creyendo en la comunidad humana y no ceder al instinto del “sálvese quien pueda”, al que la incertidumbre nos empuja. En respuesta a las objeciones del ciudadano moderno, Carrón ofrece una afirmación razonable: el individualismo no es sólo una opción “equivocada”, sino contraria al interés mismo de la persona, porque deja de lado algunos factores que conciernen a la igualdad entre los hombres. No es, por tanto, una solución: elimina la necesaria tensión entre el “yo” y los “demás”, insinuando que el individuo puede hallar su felicidad en las “cosas”.
La modernidad se manifiesta de nuevo incapaz de comprender el deseo del hombre, multiplicando las oportunidades de expresión del individuo, pero al mismo tiempo redoblando las normas necesarias para limitar a ese “lobo escondido en cada uno de nosotros”. Carrón observa que nunca habrá normas suficientes para amaestrar a los lobos.
Nuestro deseo tampoco encuentra satisfacción en una solidaridad sentimental. La caridad/amor exige un impulso, activado por la razón. Nace del corazón del hombre, pero debe buscar continuamente la propia armonía más allá de la utilidad o de la obligación. Tiende naturalmente hacia algo más grande que apenas intuye: siente una atracción por la belleza, la verdad, la justicia, que en nosotros toma la forma de un deseo de pertenecer. Piedra de toque del deseo de pertenecer es nuestra necesidad de amistad, lo cual debería ponernos en guardia contra el impulso de crear estructuras centradas en el poder, en el éxito o en un credo ideológico, porque no son capaces de permanecer en el tiempo, como la amistad desea.

Separarse de las cosas. ¿Puede ser cierto todo esto? ¿Puede ser que el deseo de satisfacer nuestras necesidades más hondas nos empuje al encuentro de la llamada de Cristo a “amar al prójimo como a uno mismo”? ¡Es fantástico!
Pero para no caer en una simplificación errónea de esta hipótesis, se nos advierte que no se trata de un afecto cualquiera. Es el Afecto con “a” mayúscula, el único que nace del deseo de totalidad. Este afecto resulta posible únicamente al aceptar el don total que Cristo hace de sí mismo, porque sólo en Él se hace visible este afecto total. Con su venida, muerte y resurrección, Él nos ha mostrado el ideal en el que podemos encontrar un eco de Su gracia y el modelo para nuestra búsqueda personal.
Sin el amor de Cristo no sabríamos cómo amarnos los unos a los otros. El amor entre los hombres y la caridad no pueden existir sin la conciencia de Dios, de los gestos, de los dones y de la presencia de Cristo. Ésta puede ser la clave para comprender por qué no funciona el tradicional acercamiento moralista a la “caridad cristiana”. No nos amamos unos a otros porque Cristo nos lo haya dicho, sino porque Él nos ama, y, por consiguiente, nos hace capaces de amar con profusión. La cruz nos recuerda que el amor de Cristo supera el dolor, la pérdida, la muerte, porque ella nos trae el testimonio de la redención.
Consciente de Su presencia, soy libre de darme a mí mismo, sabiendo que ningún gesto verdadero, ningún don se perderá o malgastará. Sólo de esta forma puede ser derrotado el individualismo, porque éste es el único camino que permite a nuestras manos separarse de las cosas a las que están agarradas por miedo o por una exigencia indefinida y desconocida.
En este punto, citando a Giussani, Carrón explica cómo la estructura de nuestra vida puede ser cambiada hasta suscitarse una nueva relación con la realidad, eliminando las incertidumbres y aclarando el camino. Ciertamente, es justo que yo trabaje en mis proyectos y en la mejora de mis condiciones y las de mi familia; pero es necesario buscar en esto la imitación de Cristo, del que me vendrá el impulso para volverme hacia las necesidades del prójimo. Ésta es la verdadera caridad.
Y, si he comprendido correctamente, la prueba verdadera de la caridad es que se manifiesta en todas las formas de la gratuidad. No ofrecerá justificaciones objetivas de sí misma, no se explicará a sí misma en términos morales; aparecerá a primera vista como una especie de locura. Sólo de esta forma mis acciones reclamarán al otro a la presencia de Algo distinto, al Único que es capaz de darnos lo que cada uno de nosotros desea.
No sólo de pan vive el hombre. Hemos escuchado estas palabras miles de veces. Pero siempre olvidamos el término “sólo”, o lo vemos desde una perspectiva única. En la Eucaristía comemos juntos el pan, y no sin una razón: compartimos lo que es importante. Y gustamos, tal vez de forma confusa inicialmente, ese “misterio” que deseamos verdaderamente.