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Huellas N.9, Octubre 2006

CL La Thuile

Un año de matrimonio en la estepa

a cargo de Paolo Pérego

Dima y Ramziya viven en Astana, en Kazajstán. Se casaron a comienzos del pasado verano, el 3 de julio de 2005. Hemos pedido a Dima, que ha asistido junto a su mujer a la Asamblea Internacional de Responsables de CL en La Thuile, que nos hable de su primer año de vida juntos.

Un año de matrimonio: si tuvieses que hablar de él, ¿por dónde empezarías?
He comprendido que es un camino bastante difícil de recorrer, pero es un camino para mí y para ella, es un don que Dios nos ha dado para que Él pueda construir su Reino. Y se convierte en un “acontecimiento” cuando caigo en la cuenta de que esta mujer, Ramziya, mi mujer, es Jesús que me mira a través de sus ojos, que me abraza con sus manos, incluso cuando prepara la comida.
Hemos encontrado muchas dificultades, porque tenemos un carácter muy distinto, pero la compañía y el encuentro con Cristo son una gran ayuda para comprender que no nos bastamos. Por ejemplo, al igual que todos, tenemos siempre la tentación de “poseer”, y esto se expresa hasta en las cosas más pequeñas: tal vez le he contestado mal y ella se ha enfadado, o bien llego tarde y ella me lo hace notar. Por mi temperamento tiendo a reaccionar, porque no comprendo cómo una cuestión tan pequeña puede generar un problema, y actuando así lo empeoro todavía más. Poco a poco he comprendido que esta posición es irracional. ¿Cómo he llegado ha comprenderlo? Mirando lo que existe, estando ante la realidad. Y mis amigos me han ayudado a comprender que la realidad es esta y yo debo amarla: es más razonable amarla que enfadarse.

La experiencia de la familia, es decir, que dos jóvenes que se quieren se casen, ¿es algo “normal” en Kazajstán?
¿Normal? ¡En absoluto! La normalidad del contexto, de la mentalidad dominante, es que no existe el valor de la familia, no es un valor central en la cultura en absoluto. Entre nosotros hay muchísimas parejas que conviven sin estar casadas, y muchas de las que se casan se separan después de un año o dos. Desde el punto de vista de los hijos es un desastre.
Por ejemplo, cuando Ramziya estuvo ingresada en la planta de ginecología del hospital, cada día llegaban seis o siete chicas para abortar en el séptimo u octavo mes de embarazo. En teoría no se podría, pero los médicos lo practican igualmente, porque si no estas chicas abortarían lo mismo en su casa, con grave riesgo para su vida. Y no solo chicas: hay también madres de familia que abortan porque quizá tienen ya muchos hijos.
Yo creo que esto es una consecuencia de otra cosa. El problema, como se ha planteado en la asamblea con Carrón, es que no existe la persona, que no está despierta la pregunta: «¿Quién soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Por qué vivo?». Y la gracia que nos ha sucedido a nosotros, el encuentro con el movimiento, es realmente una salvación. Porque, incluso cuando te enfadas, después se te concede preguntarte: «Pero, ¿desea esto tu corazón? ¿Nos ha unido Dios a Ramziya y a mí para esto? ¿Para esta estupidez por la que nos enfadamos y que al final daña incluso nuestra salud?». Llegas a comprender que debes ser salvado cada día: debes ser encontrado, y tu corazón necesita respuestas a estas exigencias que tiene en la relación con la mujer, en casa, en el trabajo.

¿De qué forma?
Como método está la oración. Por la mañana yo rezo en cuanto abro los ojos, porque lo necesito, no porque tenga que hacerlo. ¿Y por qué lo necesito? Porque debo ser salvado, debo pedir ser salvado. Mi jornada empieza así de una forma que me salva, que me llena el corazón. Si no, todo se convierte en un «tengo que, tengo que...». Y al final del día me pregunto: ¿estoy contento o no? Y mis deberes, las cosas que tengo que hacer, ¿cómo las hago? A veces es muy cansado estar así ante lo que sucede, pero por lo menos uno puede pedirlo. Es algo razonable, no puedo actuar de otra forma, ¡aunque a veces haga lo contrario!, es más conveniente para mí: yo estoy mejor, soy feliz.

¿Se dan cuenta los demás de esto en la vida de todos los días?
Con nuestros vecinos de casa no hablamos asiduamente. Pero cuando nos encontramos en la escalera o en la calle, sucede algo interesante: ellos se paran para hablar, cosa que antes, cuando llegamos a esta casa, no sucedía. En casa nosotros hablamos de todo, de cómo ha ido el día, y compartimos las cosas; las paredes de casa son finísimas y en muchos casos hay hasta agujeros, salidas de ventilación que comunican con el apartamento de los vecinos. Se podría escuchar de qué hablan. ¡Pero no hablan! ¿Qué hace la mayoría? Ve la televisión. Esto aplaca su aburrimiento. Nosotros no tenemos televisión. Quizá nos escuchan cuando Ramziya y yo charlamos. A veces se paran junto a nosotros en la escalera, y nosotros les preguntamos: «¿Cómo está usted? ¿Qué tal su trabajo?». Y esto no es usual en Kazajstán. Aquí nadie se interesa por nadie. Nunca hemos invitado a los vecinos a casa, aunque sería una buena idea. Pero a los alumnos de Ramziya, que trabaja en la universidad, o a mis amigos, a ellos les invitamos a menudo. Un amigo mío, que viene a vernos desde que ha empezado a trabajar en Astana, nos dijo al final de una cena: «Es bonito tener una casa. Yo aquí me siento como en casa, aunque no sea la mía». ¡Y no quería marcharse! Y así cada vez que viene a casa. También se han quedado impresionados los estudiantes a los que hemos invitado este verano. No por nosotros, sino por la mirada que a través de nosotros llega hasta ellos. Porque nosotros no somos capaces, nos olvidamos, montamos unos líos tremendos, queremos tener todo y al final nos perdemos a nosotros mismos.