IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.8, Septiembre 2006

PRIMER PLANO La razón es...

El anhelo del Meeting

Carlo Dignola

La razón es exigencia de infinito y culmina en el anhelo y el presentimiento de que este infinito se manifieste

La razón no se contenta con lo que ve, exige más, suspira por el Infinito sin el cual no puede existir, es anhelo y presentimiento de que este Infinito se manifieste. Viaje entre algunos de los encuentros del Meeting que han profundizado en el título de la edición del 2006, tomado de un pensamiento de don Giussani.
La prensa, en su mayoría, no se hizo eco de estos encuentros, ya que la pasión por nuestra naturaleza racional “no vende” como la política. Los periodistas invitados, sin embargo, vieron lo mismo que los más de 700.000 visitantes, pero debe ser que a sus cabeceras no les interesaba


Estoy en el Meeting y me llama al móvil una querida amiga. Me dice que se está separando de su marido. No me dice que él tiene un carácter imposible, que vota Berlusconi (ella es comunista), que ronca demasiado por la noche o que se ha buscado a otra más joven. Suspira, y me dice: «En la vida, todo lo que tuvo comienzo un día, se acaba». Es verdad. Cualquier adulto lo sabe, de joven se puede todavía disimular. El barco del amor se ha hecho añicos chocándose contra lo cotidiano, escribió Majakovskij. Le contesté: «No todo».
Algo tiene que ver con el tema del Meeting –¿no?– ese suspiro, que me llega repentino por el teléfono, de una que no es de CL. Y mi suspiro. Porque la razón no se contenta con lo que ve, pre-siente, huele, más bien –Giussani no usa medias tintas– “exige” más. Pero no puede alcanzarlo con sus manos.

La cosa más evidentemente infinita
Empezamos por el principio, por el encuentro del lunes por la mañana con Marco Bersanelli y otras eminencias. Edward Nelson, profesor de matemáticas en Princeton (es como dar clase de fútbol a la selección italiana de Lippi), se pregunta sobre qué es este infinito, esta no-cifra que, al alba de la humanidad racional, los griegos –aunque también los indios, dibujando– divisaron al final de sus cálculos, hace ya 2.500 años. Nelson dice que la cosa más evidentemente infinita es nuestra ignorancia acerca del universo: y no es poco. El misterio, el infinito nos rodea por todas partes. Genios como Dedekind y Peano han intentado expresarlo con una fórmula, pero con su “Teorema de la incompletitud” Kurt Gödel ha logrado demostrar que siempre será imposible semejante “captura”, aunque la inteligencia humana durara mil millones de años: en nuestros procedimientos lógicos hay una brecha estructural.
El infinito es algo así como ese ocho tumbado que está al final de la tuerca del objetivo en una cámara de foto: no indica distancia alguna, apunta al horizonte, a la línea última hacia la que todo converge en perspectiva: no se puede enfocar ningún primer plano. Cada siglo que pasa –ha explicado Steven Beckwith, que dirige el proyecto del telescopio espacial de la NASA Hubble–le gana terreno al infinito, pero él no mengua, no se reduce: «En los últimos 400 años hemos desplazado bastante el confín del misterio» –explica–, pero como nos enseñan las matemáticas, si tú al infinito le restas algo, no lo has disminuido ni un ápice: infinito se queda. Más aún, dirías que lo has hecho más grande. Es como si toda la realidad –ha señalado el investigador Massimo Robberto, que trabaja en el observatorio de Hawai–, mientras los hombres hunden en ella su mirada, se desplazara un paso atrás y preguntara: «Pero, ¿qué buscáis?». «Y siempre me impresiona, porque es la palabra que el Evangelio pone en los labios del Ser hecho hombre. Cuando Jesús encuentra a los primeros discípulos les pregunta: “¿Qué buscáis?”».

Ese “más” que cuenta
En pocas palabras, se ha visto enseguida qué es una ciencia abierta y qué es otra esclava de sí misma –apasionante tema de este Meeting–, con el cardenal Schönborn jugando en el centro del campo y Darwin entrenando el equipo adversario: «La vida –ha afirmado el arzobispo de Viena– es algo más que sus condiciones materiales. Qué es este “más” es un problema que rebasa la metodología cuantitativa de las ciencias, pero no por ello es menos realidad».
Pero al hombre de hoy, ¿qué le importa en la práctica este “más”? Poco y nada –ha contestado Javier Prades, fino teólogo español. Con los datos en la mano sobre la fe de los jóvenes en España, dice que de 2000 a 2004 la mitad han dado la espalda a la Iglesia católica. En la vida –dicen ellos– cuentan la familia, la salud, los amigos, el trabajo, el bienestar... Dios es sólo séptimo, llega a duras penas delante de Zapatero. Y la religión, cuando quiere decir algo, a lo sumo significa “ser honestos”, “ayudar al necesitado”. Prades cita a Nietzsche, siempre incendiario: «El concepto de Dios fue inventado en antítesis con el de la vida». Para hacer todo lo que de divertido se puede hacer en la vida, ¿hay que irse de la Iglesia?

El signo del Misterio
Hoy se hace coincidir la razón con la ciencia; el misterio es la zona oscura adonde su luz cristalina no llega. El kamikaze musulmán es uno que se ha insertado mal en la sociedad, no alguien que tiene algún problema con Dios. Prades cita a Octavio Paz: «La única cosa que une hoy Europa es su pasividad frente al destino». Y Europa –continúa el teólogo madrileño– no son sólo los que el sábado viajan con Ryanair desde Bérgamo a Barcelona para ir a la discoteca: somos también nosotros. Gente que a lo mejor se siente todavía cristiana en su interior, pero siempre dispuesta a un prudente silencio cuando hace falta. Porque «en Occidente predomina una versión reducida de la razón, una concepción instrumental que tiende a reducir la profundidad de la visión», alega Prades. Y cuenta el chiste de ese jefe del personal al que le regalaron dos entradas para un concierto de La Incompleta de Schubert, y se le ocurrió hacer un informe en el que proponía optimizar las energías de la orquesta aligerando los violines porque tocan todos la misma nota y eliminando varios pasajes porque se repiten: una razón entendida como “medida” nos impide percibir lo que es de verdad la realidad. Su mirada miope nos hace gozar menos de la música y la vida, no más (este va por Nietzsche).
No es verdad que el Misterio –dice Prades– no entra en nuestra experiencia, pero lo hace siempre a través de un signo. Es decir, ocurre «siempre dentro, no fuera de la realidad». Cesana lo ha explicado muy bien: si se obvia ese “obstáculo” (podría ser a veces un marido o bien una cama de hospital), cualquier experiencia del infinito está perdida. «Giussani contaba que en su primer curso de Liceo, escuchando una aria de Tito Schipa, percibió de repente un escalofrío por algo que faltaba; no a la romanza de Donizetti, sino a la vida misma. Y que “no encontraría satisfacción, apoyo, perfección, respuesta por ninguna parte”». (...)

El punto de fuga
«“Hay un punto de fuga, algo que desborda el objeto al que nos aferramos, por lo cual nunca lo agarramos bastante y por lo cual siempre existe como una intolerable injusticia, que tratamos de ocultarnos, distrayéndonos. El abandonarse al instinto es el modo más siniestro de cerrarse a esta apertura que todas las cosas reclaman, por la que abogan todas las cosas”. Y escuchando aquel disco –continúa Cesana–, Giussani “por primera vez entendió quién podía ser realmente Dios” (¡y ya estaba en el seminario!)».
Es «esa tristeza que se prueba en la relación con la persona que más se quiere, porque la relación no está cumplida, porque no soy capaz, porque ella no es capaz», el anhelo de infinito en el que culmina la razón. Esa tristeza es «la característica más humana de la vida: la conciencia de la propia imperfección». Por otra parte –dice Cesana–, no se puede esperar demasiado algo que no existe: «Si fuera así, si sintiéramos que nuestra espera tiende hacia algo que no existe, seríamos presas del miedo». Melanie Klein, una sicoanalista que ha estudiado cómo surge la paranoia en los niños, dice que cuando el hombre deja de tener confianza, «la ausencia se convierte en una presencia mala», que no te deja vivir. En nuestra vida, en cambio, hay un pre-sentimiento (un sentimiento que viene antes de todos los demás) diferente: «Que el Ser existe, que aunque la vida te golpee y te deje cojo –apunta Cesana–, no puedes negar este brazo que te sustenta». Pero esto empezamos a entenderlo sólo «cuando necesitamos; cuando sentimos esa falta que es melancolía prorrumpir en búsqueda de lo que puede respondernos: el infinito se presenta siempre cuando surge la necesidad de algo finito». Como el seto en el poema El infinito de Leopardi, que hace ver lo que su perfil recorta. Para percibir el fondo –añade Cesana–, es necesario tocar ese límite y, a veces, hacerse daño: «Por ello la vida es de los pobres: porque si no lo necesitas, no lo adviertes».

El perfume de la gratuidad
Lo que falta a la razón, hoy, «no son neuronas, sino pasión. Porque sin afecto la razón no subsiste. Pero el afecto no depende de nosotros», avanza Cesana. Mientras el infinito se quede allá suspendido en el horizonte, aunque el hombre, cuya cabeza y corazón todavía funcionasen bien, llegara a advertirlo a cada paso, nunca le bastaría: se quedaría demasiado lejos. Así el barco del amor se hace añicos, las familias se separan, los hijos se divorcian de los padres, las personas que amas se van a buscar otros setos provisionales. Si el infinito se te escapa infinitamente, tú no puedes deshacer el entuerto solo, «tienes que confiarte a otro». Lo ha explicado el padre Mauro Giuseppe Lépori, abad del monasterio benedictino de Hauterive: «Queremos arrancar de las manos de Dios y, por lo tanto, de las manos de los otros, lo que creemos nuestro derecho tener». Robamos los candelabros de plata al obispo y, cuando aquel nos perdona, acorralados por el remordimiento malo de quien no sabe ser bueno, hacemos a veces incluso algo más infame, como robar la única moneda de la mano de un niño mendigo. Estamos siempre tentados de robar la manzana, de «sustraer el amor a la exigencia del infinito», dice Lépori, porque en el fondo «tenemos miedo de ser tomados». Lo que cambia de veras la vida, en cambio, es el perfume de la gratuidad. Se lo dijo el mismo Giussani: «El milagro es la caridad». El amor que ha renunciado a cualquier forma de contabilidad. La verdadera gran “diferencia ontológica”, la novedad, que cambia las cartas sobre la mesa, la sorpresa de la vida no es querer, sino ser queridos así. La caridad no tendrá fin. Es infinita.