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Huellas N.7, Julio/Agosto 2006

IGLESIA Argentina / Obispo de Río IV

Saber quiénes somos

Eduardo E. Martín

Monseñor Eduardo E. Martín, desde 1990 Vicario General de la diócesis de Venado Tuerto y desde 1993 párroco de la Inmaculada Concepción, iglesia catedral de la ciudad homónima de unos 80.000 habitantes, situada en el sur de la provincia de Santa Fe, en los confines con las provincias de Córdoba y de Buenos Aires, fue ordenado obispo hace apenas unos meses. Publicamos un extracto de la homilía que pronunció en la toma de posesión de la diócesis de Villa de la Concepción del Río IV el 28 de mayo

En primer lugar es vital preguntarnos por nuestra propia identidad. Esto determinará el caminar hacia delante. No hay peor cosa que la ignorancia y la duda sobre el propio ser; de ellos sólo se deriva el error y la parálisis. Por eso lo primero no es saber tanto lo que tenemos que hacer sino saber quiénes somos, y de ahí saber cuál es nuestro lugar. [...] Lo decisivo [frente a la situación actual que atraviesa la Iglesia en el mundo] es saber quiénes somos y para qué estamos en la vida, cuál es el significado. [...]
La respuesta de la fe brota de nuestra inteligencia y de nuestro corazón y se expresa con los labios: somos aquellos que hemos encontrado a Jesucristo, y por medio de Él somos hechos hijos de Dios en el bautismo, y por tanto herederos de la gloria. Somos la raza de los hijos de Dios, una raza sui generis, al decir de Pablo VI, formada por temperamentos y caracteres diversos, por gentes venidas de los más diversos lugares y situaciones. Nos define esta realidad: somos, en Cristo, nuevas criaturas y llevamos a todos la salvación del mundo.

Lo que nos define
No nos define la pertenencia a una clase social, no nos define una calidad intelectual, no nos define un estatus económico, no nos define la calidad de ciudadanos, no nos define una coherencia ética, pues somos pecadores. Sí nos define nuestra pertenencia Cristo. Él es el Señor, él es Nuestro Señor, por él y para él vale la pena la vida: nacer, crecer, amar, sufrir, trabajar, casarse, engendrar los hijos, luchar por construir la patria, y también morir, pues su gracia vale más que la vida. Nuestra dignidad no reside en ser sanos, sin defectos, en estar estéticamente a la moda, en ser eficientes, etc. Nuestra dignidad reside en ser Hijos de Dios, y formar así, como natural consecuencia, un pueblo de hombres libres, no esclavos de los poderes de este mundo, sino esclavos de Dios, y por eso, libres.
Y, ¿qué ha hecho en nosotros el encuentro con Cristo? El encuentro con Él ha despertado nuestra humanidad. En efecto, Cristo es la respuesta a las exigencias constitutivas del corazón humano; a la sed de verdad, de justicia, de amor, de belleza, en una palabra, de felicidad que constituye la estructura inalterable del corazón humano.
Por eso, hagamos nuestra la súplica de san Pablo en la segunda lectura: «Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la Gloria, nos conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que nos permita conocerlo verdaderamente. Que él ilumine nuestros corazones, para que podamos valorar la esperanza a la que hemos sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que Él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza». Pidamos, pues, al Señor [...] crecer en la autoconciencia cristiana. [...]

Nuestra misión
En segundo lugar, es preciso clarificar nuestra misión, tal y como los hechos de los Apóstoles la describen: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que no crea se condenará». Sí, queridos hermanos, hemos sido elegidos por el Señor, sus predilectos, y constituidos como raza elegida, nación santa, para anunciar las maravillas de Aquel que nos hizo pasar de las tinieblas al reino de su luz admirable.
La primera y esencial tarea de los cristianos es “Hacer presente a Cristo en nuestra carne, en cualquier ambiente, en cualquier realidad humana” (Luigi Giussani, Huellas nº 3, marzo de 2006, pp. 1-7). Esta es nuestra responsabilidad que debemos asumir, que nos ha tocado en virtud de la gracia que hemos recibido y que nadie puede delegar, pues tenemos una común dignidad que no consiste en lo que hacemos, en el trabajo que realizamos, en la profesión que ejercemos, sino en esta gran “representación” del misterio de Cristo al que hemos sido llamados. Dios nos ha elegido para que impregnemos todo de Cristo.
El primer modo de hacer presente a Cristo es a través de la conciencia que cada uno tiene de sí mismo determinada por la memoria de Cristo mismo. Un hombre penetrado por la presencia de Cristo, la cual actualiza por la memoria (oración y sacramentos) donde va, donde actúa. Pero este hombre en su autoconciencia no se percibe como un individuo aislado; si está solo, lo está consciente de ser miembro de la gran Compañía cristiana, de ser miembro de la Iglesia.
Por eso el segundo modo, y más decisivo, es hacer presente a Cristo a través del milagro de la unidad, del milagro de la comunión cristiana. La tarea, pues, es construir señales visibles de la presencia de Cristo. Este es el método de Dios, manifestarse por lo visible, lo sensible, por medio de la unidad visible de los cristianos, por medio de la Iglesia.
La condición de credibilidad, nos dice el Evangelio de san Juan, es la unidad.

Una unidad visible
Es necesario que los hombres de nuestro tiempo nos distingan, como sucedía con aquella primera comunidad cristiana de Jerusalén que eran, en primer lugar, reconocidos por el lugar físico en que se reunían: «Todos se reunían con un mismo espíritu bajo el pórtico de Salomón». (Hech 5,12). Constituían así una comunidad visible, identificable sociológicamente. Se los podía encontrar, toparse con ellos. Pero esta comunidad había sido invadida por la fuerza que viene de lo alto, el Espíritu Santo, que les había hecho conocer y poseer verdaderamente a Cristo, los había hecho capaces del testimonio y la misión, y como consecuencia vivir la comunión, como nuevo estilo de vida. No es una genialidad lo que cambia al mundo, no es una coherencia ética, sino la unidad visible de los cristianos en todo ambiente y en toda realidad humana.
Es sólo la Presencia de Cristo manifestada y comunicada a través de la unidad de los que creen en él lo que puede liberar al hombre del poder dominante (cualquier clase de poder) que no se percibe como servicio sino como dominio, y del ateísmo práctico que hace al hombre esclavo de ese poder y lo encierra en una soledad espantosa, fruto de la reducción de la vida a hedonismo y a mera satisfacción individual.

La caridad
La gran presencia de Cristo entre nosotros, el hecho de poseer en común la razón última de la vida, nos hace tender a la comunión, a vivir un estilo nuevo de vida que es respuesta a ese amor primero e incondicional de Dios por nosotros, manifestado en el envío de su Hijo como víctima propiciatoria para el perdón de nuestros pecados. El Papa Benedicto XVI nos ha sorprendido con este extraordinaria encíclica Deus caritas est cuya intención es suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino. Y siguiendo al gran Juan Pablo II estamos llamados a poner un gran empeño programático en la comunión (koinonía), que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. (NMI 42). El anuncio del Evangelio se da según la totalidad de sus factores si se manifiesta también mediante las obras de caridad que corroboren la caridad de las palabras. (NMI 50). [...] Sin la caridad todo es vacío y hueco. Ella es el distintivo de los cristianos. Esta es la tarea de cada fiel, de cada comunidad eclesial, de cada iglesia particular. También de la nuestra.

Por medio de lo humano
La misión del Pastor es servicio, entrega. Quiero estar en medio de ustedes como el signo e instrumento de unidad del Pueblo de Dios, con toda mi humanidad. Vengo por tanto con este bagaje de experiencia humana y cristiana a estar entre ustedes como pastor. Con mis límites e imperfecciones. Pero he aquí lo grandioso: que Dios quiere comunicarse por medio de lo humano, no a pesar de lo humano. Y como nada ocurre sin el permiso del Padre celestial, es que vengo con una historia particular, signada, entre otras cosas por haber nacido en las tierras Venadenses, en el seno de una familia creyente, primer lugar del encuentro con Cristo en mi vida, pasando por el Colegio de los hermanos y el seminario como lugares que marcaron la misma, y finalmente con el encuentro con el carisma del padre Giussani, fundador del movimiento de Comunión y Liberación, y que ha sido y es el encuentro que me dio el asombro y el estupor ante el anuncio de que Dios se hizo hombre, como experiencia que exalta la vida. [...]
Veni Sancte Spiritus veni per Mariam.