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Huellas N.5, Mayo 2006

CULTURA Mozart (1756-1791)

Imposible imaginarlo

Ángel Misut

Resulta sorprendente cómo se puede haber vivido tanto en tan poco tiempo. Durante los treinta y cinco años en que Amadeus Mozart acompañó a la humanidad en este peregrinar terreno, no sólo dejó un vastísimo catálogo de obras sublimes, sino que vivió una vida frecuentemente salpicada de sorprendentes anécdotas, que remiten a una fuente inagotable, la del Creador

Junto a una extraordinaria sensibilidad en la interpretación, Regina Strinasacchi acreditaba veinte años con una más que considerable belleza, atributos ambos que solían conmover a Mozart con cierta facilidad. No es de extrañar, por tanto, que la visita realizada a Viena por la violinista de Mantua provocase en el genio de Salzburgo la irremediable necesidad de escribir algo en conmemoración de tan feliz encuentro.
Mozart puso manos a la obra convencido de que no debía renunciar al placer de interpretar junto a la musa italiana, y así, bajo esta premisa, comenzó a surgir la Sonata para violín y piano en Si bemol mayor (K454).

¿Transcribir?
A sus 28 años, rebosante de facultades y en plena madurez como autor, se las prometía muy felices, pero el tiempo es inexorable y cuando llegó el día señalado para el concierto, el jueves 29 de abril de 1784, apenas le había dado tiempo a terminar la partitura para el violín, que haría llegar en esa misma mañana a la protagonista.
Así fue como en el momento señalado para tan entrañable acontecimiento –en presencia del mismísimo Emperador– los dos músicos iniciaron la interpretación de la obra a primera vista (sin ningún ensayo previo). Todo se desarrollaba sin contratiempos cuando el Emperador, gran aficionado a la música y avanzado intérprete, se percató que en la partitura que leía Mozart no había ninguna nota escrita. Sin embargo, el joven maestro leía en ella y pasaba páginas a medida que el desarrollo de la sonata avanzaba.
Al finalizar el concierto, con notable éxito por cierto, y tras las merecidas felicitaciones a los intérpretes, el Emperador reclamó a Mozart a parte y con gran sutileza le hizo saber su desolación como músico al no haber sido capaz de leer nada en la partitura que había utilizado para la interpretación de la sonata.
«Habéis observado muy bien, Majestad –respondió Mozart captando la ironía–; la verdad es que sólo me ha dado tiempo a transcribir al papel la parte de violín».
«¿Transcribir? –insistió el Emperador más contrariado aún– ¿Transcribir de dónde?».
«De aquí, majestad –respondió Mozart señalándose la sien con su dedo índice–; la obra está escrita aquí –insistió señalando el mismo punto–, el resto es sólo cuestión de garabatear».

Chrisostomus (Amadeus)
Al fijar la atención sobre un personaje como Mozart nos topamos con una catarata de anécdotas y genialidades con las que aderezar la, de por sí, incomparable satisfacción de dejarse deleitar y provocar por su música. En efecto, resulta sorprendente cómo en tan poco tiempo se puede haber vivido tanto, pero lo cierto es que, durante los treinta y cinco años en que Wolfang Chrisostomus (Amadeus) Mozart acompañó a la humanidad en este peregrinar terreno, no sólo dejó un vastísimo catálogo de obras sublimes, sino que vivió una vida frecuentemente salpicada de sorprendentes situaciones, como la que acabamos de rememorar. Anécdotas, por otra parte, que no sólo están relacionadas con las obras surgidas de su mano, sino también con las de otros maestros. Posiblemente la más sorprendente de todas sucedió durante la Semana Santa de 1770, cuando el joven músico acababa de cumplir catorce años, y mientras se encontraba realizando un viaje por Italia bajo la estricta tutela de su padre, Leopoldo.
Tras recrearse en Milán, Bolonia y Florencia, emprendieron una nueva etapa que les llevaría hasta Roma, eligiendo para ello los peores días de aquella primavera, pero el programa requería el desplazamiento y papá Mozart era inflexible con los cambios de aire cada vez que entendía que se habían agotado las posibilidades de promoción para su hijo en el lugar donde se encontraban.
Con un tiempo infame, los caminos de aquella época se habían convertido en un auténtico lodazal que hacía muy penoso el movimiento de un carruaje de caballos. Para colmo, el frío y la humedad se adueñaban del ambiente proporcionando una sensación de lo más desagradable. El resultado es que necesitaron de cinco días para recorrer una distancia que hoy cumplimos en unas pocas horas. Pero, gracias a Dios, llegaron a la Ciudad Eterna a tiempo de asistir a los célebres oficios de Semana Santa en la Capilla Sixtina. De modo que, nada más llegar a su hospedaje, se prepararon a toda prisa y partieron hacia el Vaticano, sin concederse ni un solo minuto de descanso.
Lo que sucedería a partir de ese momento sería relatado por Leopoldo Mozart a su esposa con todo lujo de detalles, como era habitual en él, pero en esta ocasión aderezados con un tono de emoción, puesto que, para empezar, Wolfgang fue confundido con un príncipe alemán y a su padre con su mayordomo. Fueron tales los honores concedidos al joven músico que lo sentaron en el mismísimo banco de los cardenales, cerca del cardenal Pallavicini, a la sazón Secretario de Estado, y con el que estuvo conversando animadamente durante los descansos de la celebración.

A 9 voces
Durante la ceremonia, oyeron el Miserere a 9 voces de Gregorio Allegri. Esta obra se interpretaba durante las Tinieblas del Triduo Sacro. La bella costumbre se había iniciado el año de su composición (1638) y se mantendría hasta 1870. La obra era considerada como una joya exclusiva de la Capilla Sixtina, hasta el punto de que estaba prohibido copiarla, so pena de excomunión. De hecho, en aquella época sólo existían en el mundo dos copias, regalos del Papa al emperador Leopoldo I y al famoso pedagogo musical, padre Giovanni Battista Martini.
Mozart la oyó el primer Día de Tinieblas y al regresar a la posada tomó papel pautado y transcribió la obra completa, tal y como la había retenido en su mente. Al día siguiente volvió a oírla y nuevamente, cuando se recogieron en sus alojamientos, retomó la partitura que había escrito el día anterior y corrigió los tres o cuatro errores que había cometido. No son pocas las voces que en la actualidad catalogan este hecho como pura leyenda, y a fe que conseguirían su propósito si no fuera porque, padre e hijo, contaron por carta tal proeza a familiares y amigos, hasta tal punto que la madre contestó a vuelta de correo preocupada por la posibilidad de que Wolfgang hubiese incurrido en la pena de excomunión. Naturalmente, Leopoldo se apresuró a calmar por completo los temores de su familia en una nueva carta, en la que narraba cómo la controversia surgida había sido zanjada de inmediato por algún miembro de la más alta jerarquía de la Iglesia.

Menos cotizado que cualquier otro artista
Pero retrocedamos año y medio más en la vida de este genio para situarnos en una época en la que el compositor contaba tan sólo doce años. Corría el otoño de 1768 y la familia Mozart se encontraba contrariada y abatida por los problemas surgidos para el estreno de la opera La Finta Semplice. Había sido muy laborioso para Leopoldo conseguir el encargo para su hijo, pero el joven músico se había aplicado especialmente en compensar tales esfuerzos, construyendo una bella obra en un tiempo record. Tres meses había necesitado para escribir las seiscientas cincuenta páginas de la partitura. Pero las penas no son eternas y pronto la situación anímica de la familia sufriría un cambio sustancial.
El culpable de tan venturoso cambio fue el padre Ignaz Parhamer, que dirigía un orfanato en un suburbio de Viena, bajo la protección y financiación del propio Emperador. En aquellos días, el religioso finalizaba una de las fases de ampliación de las instalaciones y para el magno acontecimiento de la inauguración encargó al pequeño genio la composición de una misa que debía ser interpretada durante la consagración de la capilla del orfanato. Con esta decisión, el misionero jesuita mataba dos pájaros de un tiro; por una parte se ahorraba unos dineros muy necesarios para su obra, puesto que Mozart estaba aún menos cotizado que cualquiera de los artistas de gran relevancia de Viena, y por otra vinculaba al estreno al joven músico, que se había constituido ya en la nueva sensación de la corte. La ceremonia se celebró el 7 de diciembre de 1768, con la asistencia de la Emperatriz, toda la corte y un numeroso público, como no podía ser de otra manera, a tenor del gran prestigio de que disfrutaba el padre Parhamer.

La concurrencia debió conmoverse
Hoy nos costaría mucho trabajo imaginar a un niño de doce años subiendo al podium para dirigir una orquesta durante una celebración de estas características, y sin duda que la concurrencia debió conmoverse al ver al joven músico dirigir con toda suficiencia a la orquesta, solistas y coros convocados para el evento. Tras la celebración eucarística, el programa musical se completó con algunas obras más como un ofertorio a cuatro voces, un concierto para trompeta y orquesta y el himno Veni Sancte Spiritus (K47), todo ello para gran admiración de los presentes y satisfacción de su padre que veía la fama de su hijo restituida.
El acontecimiento trascendió de tal manera que la prensa de Viena se hizo eco del evento a través del Wienerisches Diarium, que insertó una extensa crítica musical que finalizaba con las siguientes palabras: «Toda la música de la solemne función fue compuesta ex profeso para esta celebración por Wolfgang Mozart, de doce años, tan conocido a causa de sus extraordinarios talentos, hijo del señor Leopold Mozart, maestro de capilla del príncipe de Salzburgo, y fue interpretada por el autor con general aprobación y sobro, y dirigida por él con la misma precisión».