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Huellas N.5, Mayo 2006

PRIMER PLANO Contra el virus nihilista

España. Cataluña: menos España, menos libre

Fernando de Haro

El pasado marzo se aprobó el nuevo Estatuto de Cataluña. En un clima de nihilismo y relativismo se han “consagrado” nuevas libertades e instituido nuevos derechos, como la eutanasia, el aborto y los matrimonios entre homosexuales

Cataluña es menos España. El Congreso de los Diputados aprobó en el mes de marzo el nuevo Estatuto de Cataluña, una auténtica constitución que en algunas cuestiones va más allá que las constituciones de los estados federales. Lo paradójico es que la reforma se puso en marcha sin que la sociedad lo demandara. Según las encuestas, cuando comenzaron los trabajos para el cambio eran pocos los catalanes que lo creían necesario. Ahora sólo quedan algunos trámites y un referéndum en el mes de junio para que el nuevo texto salga adelante. El nacionalismo ha conseguido ya la vieja aspiración de que se reconozca a Cataluña como una realidad diferenciada. La obsesión por la diferencia explica buena parte de la inestabilidad territorial que ha sufrido España en los últimos 25 años. Una obsesión basada en un supuesto agravio. Un análisis histórico permitiría reconocer sin dificultad que Cataluña ha sido una nación cultural, una comunidad de tradición y de lengua, dentro de la nación española. El gran problema es que casi toda la clase política y casi toda la clase intelectual catalana, alimentadas por el nacionalismo, han convertido ese concepto cultural en un concepto político. El texto del nuevo Estatuto de Cataluña, en su Preámbulo, le reconoce a esta región la naturaleza jurídica de nación, paso previo para que se pueda reclamar el derecho de autodeterminación. Derecho que, como recordaron los obispos españoles al afrontar el problema del terrorismo de ETA, la doctrina social de la Iglesia sólo considera aplicable a una realidad territorial que haya sido invadida o conquistada. No es el caso.

Nacionalismo mutado
En el texto del nuevo Estatuto hay referencias que parecen acercar a Cataluña a la independencia: al parlamento catalán se le reconocen atributos de soberanía y se habla de un autogobierno derivado de unos supuestos derechos históricos que habrían sobrevivido incluso a la refundación que de la democracia se hizo con la Constitución del 78. La vieja aspiración diferenciadora del nacionalismo se plasma especialmente en el sistema de financiación, en un sistema judicial casi independiente y en la consagración de un sistema educativo y lingüístico que convierte lo particular en absoluto. La solidaridad con el resto de las regiones tiende a esfumarse. Pero para comprender bien el nuevo Estatuto no sólo hay que tener en cuenta el nacionalismo tradicional que tanta violencia ha generado en la Europa del Siglo XX. No se ha buscado sólo la ampliación de las competencias del gobierno regional. Se ha querido ir mucho más allá. Asistimos a los frutos de un movimiento regionalista que surgió a finales del siglo XIX como una respuesta del mundo católico a los retos de la modernidad. En el siglo XX ese movimiento regionalista se convirtió en un nacionalismo que afirmaba lo particular sin abrir a lo universal, y a principios del siglo XXI ha “mutado” hasta convertirse en una realidad que quiere romper deliberadamente con los referentes que han servido para organizar la convivencia en España durante los últimos 25 años. El texto del Estatuto es reflejo de una auténtica revolución radical que han impulsado el entorno de Pascual Maragall –actual presidente catalán–, Esquerra –partido minoritario independentista– y, sobre todo, Zapatero. Las fuerzas que integran el Parlamento de Cataluña, convencidas de que la constitución que estaban elaborando nunca prosperaría, durante meses jugaron a competir en extremismo.

En nombre de nada
Todas las fórmulas que se les ocurrieron para que la “catalanidad” fuera asegurada con la intervención del Estado y para que se tutelaran nuevos derechos, absolutamente diferentes a los derechos clásicos, acabaron en el articulado. Se redactó un texto larguísimo, reglamentista. En un clima de nihilismo, de relativismo, se consagraron nuevas libertades. Lo explica bien Alejandro Llano, catedrático de Metafísica: «Hay una especie de emulsión de todos los restos de las ideologías modernas y posmodernas, la burocracia y el centralismo. Los derechos no provienen de la naturaleza, son algo que el Estado consigue, que el Estado procura. Son derechos de tercera generación, que tienen que ver con el individualismo, con la primacía del yo, derechos de tipo reproductivo, derechos de género y cosas por el estilo. Propiamente, no se pueden llamar derechos humanos» (Zapatero en nombre de nada, Encuentro 2006). Primacía de un yo, entendida en clave subjetivista. Es el fruto de una ideología que convierte al Estado en el “realizador” de unos deseos que no respetan la naturaleza de las cosas.

Unidad cuestionada
Y cuando el texto del Estatuto parecía condenado al fracaso, Zapatero se convierte en su gran padrino y consigue que en el Parlamento de Cataluña y en el Congreso de los Diputados cuente con los apoyos suficientes. Sale adelante así una constitución catalana que pone en cuestión la experiencia que ha dado forma a la unidad de España. Esa unidad es el precipitado de una concreción de la tradición occidental, impulsada por el catolicismo y asumida como propia por la socialdemocracia clásica, el liberalismo, los conservadores y también los comunistas que aceptaron el juego democrático. La mayoría de estas tendencias representadas en el Parlamento de Cataluña y en el Congreso de los Diputados no compartían, inicialmente, la voluntad de “deconstruir” la tradición occidental, pero no han tenido razones adecuadas para defenderla y han acabado convertidos en una comparsa del radicalismo. El nacionalismo de origen católico, convencido de que el sujeto protagonista de la historia ya no era la Iglesia sino la “mediación” del pueblo catalán, ha acabado instrumentalizado por el subjetivismo radical que encarna Zapatero («No es la verdad la que nos hace libres, es la libertad la que nos hace verdaderos», asegura el actual presidente del Gobierno de España).

Un triste papel
Especialmente trágico ha sido el papel que han representado los democratacristianos. Unió Democrática de Catalunya es uno de los dos partidos integrados en CiU, la coalición que ha gobernado durante más de veinte años en Cataluña. En este momento está en la oposición pero un acuerdo de su líder, Artur Mas, con Zapatero fue el que salvó el Estatuto. Unió votó en el Parlamento de Cataluña contra los artículos del Estatuto que abren la puerta a una eutanasia sin restricciones, al aborto libre y que consagran el matrimonio gay. Pero en el Congreso de los Diputados, tras algunas modificaciones insustanciales, votó a favor. Los democristianos catalanes han hecho un triste papel. Han abandonado su vocación de minoría testimonial para convertirse en una minoría cortesana. Cataluña se queda sin una regulación del poder auténticamente laica, que esté verdaderamente al servicio del pueblo. Triunfa el confesionalismo laicista con un nuevo Estatuto que impone la ideología radical.