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Huellas N.4, Abril 2006

CULTURA Barthasar y Mozart

La inseparable relación

Mark Freer*

La pasión secreta del insigne teólogo de Basilea fue la música. Hablando del Mozart escribió: «Como todo lo que es grande, su música se hace comprensible con gusto para todo el mundo y puede –como la sabiduría divina– dar respuesta a toda clase social y a todo rango de la escala con una sola de las flores de su ramo. Lo que entra con placer en el oído del oyente superficial la primera vez que éste lo escucha arranca lágrimas, en un inexplicable milagro de la belleza, incluso la milésima vez al verdadero entusiasta»

Hans Urs Von Balthasar, el estudioso asceta, exponente de la belleza por excelencia, autor extraordinariamente prolífico que consideraba su obra escrita como una actividad suplementaria a su labor pastoral, afirma lleno de autoridad: «Nuestra palabra inicial será belleza. La belleza, última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza» (1). El cardenal Henri de Lubac, entre otros, al referirse a Von Balthasar, escribió que fue «tal vez el hombre más culto de su tiempo» (2).

La Estrella Polar
La preocupación por la belleza del insigne teólogo no fue meramente teórica. Según su sobrino Meter Henrici SJ, la concesión en Innsbruck del premio Wolfgang Amadeus Mozart en 1987 fue el broche de oro a una vida cuya pasión secreta fue la música. En su discurso de agradecimiento Von Balthasar cuenta: «Mi juventud estuvo definida por la música. Mi profesora de piano era una anciana que había sido alumna de Clara Schumann [ndt, virtuosa del piano, esposa de Robert Schumann]. Ella me introdujo al Romanticismo. Siendo estudiante en Viena me apasioné con los últimos románticos: Wagner, Strauss y, especialmente, Mahler. Pero todo terminó cuando Mozart tomó posesión de mis oídos, de donde no ha salido desde ese momento. En años posteriores Bach y Schubert llegaron a ser preciosos para mí, pero Mozart siguió siendo la Estrella Polar inamovible, alrededor de la cual los otros dos, cual si fuesen las Osas Mayor y Menor, giraban» (3).
En Basilea, los estudiantes experimentaron «veladas inolvidables en que nos sentábamos al piano y tocábamos, de memoria, el Don Giovanni de Mozart» (4).

Un milagro de la belleza
Llegó a regalar su equipo de música porque había llegado a saberse de memoria todas las obras de Mozart (y probablemente prefería su propia interpretación): «Nada podrá separarme de Mozart y de las obras maestras de Haydn, de la experiencia siempre nueva y terrible de comprender que hay cosas demasiado bellas para nuestro mundo» (5).
Su monografía “El trío de la despedida” (de La Flauta Mágica) es sublime como la música.
«La nobleza del genio de Mozart es tan única que excluye lo común acogiendo en su interior todo aquello que pertenece al mundo. Para venir al mundo no precisa del pomposo teatro wagneriano sino tan solo de las barracas de madera de los campos de sauces de Viena, el paraíso del teatro de marionetas y de la farsa mágica que le prestan su forma y su vestido en su nacimiento. Como todo lo que es grande, se hace comprensible con gusto para todo el mundo –consciente de que la grandeza automáticamente se hace esotérica y no necesita de la magia artificial y falsa de un “círculo”– y se ríe mientras brota de un cuerno de la abundancia lleno de bromas al espectador, compone para un niño su primera pieza de piano, y canta su canción favorita al oído más torpe, produce melodías populares del mismo modo que una pradera florece como una guirnalda, y puede –como la sabiduría divina– dar respuesta a toda clase social y a todo rango de la escala con una sola de las flores de su ramo. Lo que entra con placer en el oído del oyente superficial la primera vez que éste lo escucha arranca lágrimas, en un inexplicable milagro de la belleza, incluso la milésima vez al verdadero entusiasta» (6).

La discreta mano de Dios
El campo original de estudio de Von Balthasar fue la literatura alemana, y para su doctorado –por el que recibió summa cum laude– leyó la moderna literatura alemana en su totalidad, como punto de partida. Sus estudios gravitaron hacia la teología: «Del mismo modo que de joven me obligué a encontrar el camino entre la maleza del romanticismo desde Mendelssohn a través de Strauss hasta Mahler y Schönberg, hasta que por fin se me concedió ver alzarse a través de ellos las estrellas de Bach y Mozart– que hoy, ya desde hace largo tiempo, ocupan el lugar de aquellos cien veces mejor–, así también tuve que encontrar el rumbo en la jungla de la literatura moderna en Viena, Berlín, Zurich y otros lugares, hasta que la discreta mano de Dios me tocó… y me escogió para una vida verdadera. Pero aquí, de nuevo, todo era distinto; uno tenía que empezar por el principio, y encontrar el camino entre las dificultades sin fin de la literatura espiritual; era como encontrar el camino a través de una montaña de pasteles para alcanzar la tierra de la leche y la miel (y la montaña era tan seca como dulce), hasta que, gradualmente, en el curso de los estudios de teología, los verdaderos encuentros llegaron» (7).
[...] El encuentro más significativo fue sin duda con Adrienne Von Speyr (1902-1967) con quien colaboró durante 27 años, cofundadora con él de la Comunidad de San Juan. [...]

Un largo diminuendo
Refiriéndose a ella Von Balthasar escribe: «estaba tan mortalmente agotada a partir de más o menos 1950 que apenas le pedía que me dictase. Puesto que sus obras ya alcanzaban los 60 volúmenes en 1953 me pareció que se había alcanzado el límite de lo que podía llegar a ser leído, y yo ya había acumulado más material taquigrafiado del que podría llegar a manejar. Para Adrienne, que estaba penetrando cada vez más profundamente las verdades divinas, la restricción que impuse fue verdaderamente causa de disgusto. Su producción espiritual no conocía límites: podríamos tener hoy dos o tres veces más textos suyos de los que disponemos. A partir de mediados de los años 50 su debilidad era tal que la posibilidad de la muerte era constante; ningún médico podía explicar que todavía estuviese viva. Un año tras otro la convicción crecía: el límite absoluto de la resistencia humana había sido alcanzado. Pero continuamente ese punto era superado hasta nuevas profundidades. Era un diminuendo inconcebiblemente prolongado, que se hacía más y más suave. Era la muerte a la más lenta de las cámaras lentas. Ella se alegraba de ello, y lo agradecía, porque le permitía abandonarse más de lo que podría haberlo hecho en otras circunstancias» (8). [...]

“Retratos de oración”
En su introducción a las obras póstumas de Adrienne Von Speyr, Balthasar alude a la absoluta utilidad de sus escritos: «Los temas de los que trata son siempre respuestas del Cielo a preguntas abiertas de la época, respuestas que, posiblemente, la época no esperaba (de otro modo, podría haberlas descubierto ella misma), y que tal vez no desea oír, pero que –si está abierta a la conversión, que siempre conlleva el esfuerzo de la penitencia– le ayudan mucho más profundamente que las soluciones superficiales que pueda alcanzar por sí sola» (9).
La primera de estas obras póstumas, El Libro de todos los Santos (10), contiene cientos de místicos “retratos de oración”, especialmente de santos canonizados, pero también de algunos artistas y filósofos. Mozart es uno de ellos.

Una increíble inocencia
Durante la oración en común, el confesor de Adrienne le pregunta por Mozart.

(¿Ves a Mozart?) Sí, le veo. (Ella sonríe).

(¿Está rezando alguna oración?) Sí, le veo rezar. Le veo rezar algo, tal vez un Padre Nuestro. Palabras sencillas, que aprendió en su infancia, y que reza sabiendo que está hablando con Dios. Y luego se presenta ante Dios como un niño que lleva de todo a su Padre: piedras de la calle, y ramitas especiales, y pequeñas hojitas de césped, y una vez también una mariquita, y en él todas esas cosas se convierten en melodías, melodías que trae al querido Señor, melodías que de pronto convierte en oraciones. Y cuando termina de rezar, ya no está de rodillas ni cruza las manos, sino que se sienta al piano o canta con una increíble inocencia, y ya no se sabe con seguridad: ¿está Mozart tocando algo al querido Señor, o es el querido Señor el que está usando de él para tocar algo a sí mismo y a Mozart? Hay un magnífico diálogo entre Mozart y el querido Señor que es como la oración más pura, y este diálogo está hecho tan solo de música.

(Y ¿cómo encaja la gente?). Él ama a la gente. Se acobarda ante ellos y los ama al mismo tiempo. Se acobarda un poco ante ellos, como un niño se acobarda ante otro que pudiera romperle sus juguetes; pero Mozart está más preocupado por que los juguetes del querido Señor puedan llegar a romperse que por él mismo. Y ama a la gente porque son criaturas del querido Señor, y está contento de poder deleitarles con su música. Y a su modo querría poner ante ellos la cuestión de Dios, incluso en sus piezas más alegres.

(¿No se aleja de ellos en su arte?) No. Desde luego, hay momentos en los que el arte, en un cierto sentido, tiene prioridad, pero permanece siempre encerrado en Dios. Es como si tuviera un duradero pacto con el querido Señor.

(¿Y la melancolía?) También hay espacio para eso. Porque sabe que Dios tiene también que ver con la gente triste y sombría, que es duro llevar el peso del mundo, y que hay momentos en que siente un inmenso peso sobre las espaladas; pero entonces tiene que llevar todo eso a su música, debe indicar a través de su música todo aquello que concierne a Dios y a los hombres.

(¿Y Don Giovanni?) Cuando Mozart representa el orgullo no entra en él; no forma parte de él. Cuando describe la sensualidad sí entra un poco en ella, porque por supuesto la sensualidad está muy a mano. Pero incluso su sensualidad es tan inocente que nunca se hace maldad.

Notas
1. Hans Urs von Balthasar, “Gloria. Una estética teológica”, Vol. 1 La percepción de la forma (Encuentro, Madrid 1985), p. 22.
2. Henri cardinal De Lubac SJ, “Witness of Christ in the Church”, Hans Urs von Balthasar: His Life and Work, David L. Schindler (ed), (Ignatius, San Francisco, 1991), p. 272.
3. Fr Peter Henrici, SJ, “A Sketch of Von Balthasar’s Life” in Schindler o. c., p. 36.
4. Ibid, p. 16.
5. My Work: In Retrospect (Ignatius, 1993), p. 42.
6. “The Farewell Trio”, Explorations in Theology, Vol 4 (Ignatius), p. 523 ss.
7. My Work: In Retrospect, p. 10.
8. First Glance at Adrienne von Speyr (Ignatius, 1981), p. 44 ss.
9. “Introducción a Adrienne von Speyr”, Das Allerheiligenbuch (inédito, copyright Johannes Verlag).
10. Ibid.

* Mark Freer es pianista profesional y profesor de música en Adelaida, Australia. Copyright © 2000 Mark Freer