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Huellas N.2, Febrero 2006

SOCIEDAD Milán y Giussani

La hondura del tronco

Luca Doninelli

El año pasado Luca Doninelli escribió un libro dedicado a Milán, Il crollo delle aspettative (La caída de las expectativas). Por este motivo Huellas le ha pedido que hable de la relación entre don Giussani y la ciudad. «Ha marcado la historia de esta ciudad»

En los días inmediatamente posteriores a la muerte de don Giussani, escuché a dos ancianos sacerdotes milaneses de parroquias distintas, ajenos a la experiencia de CL, expresarse así: «Ha muerto un verdadero sacerdote».
Después de todas las incomprensiones, las discusiones, los despechos (que también los hubo), florece de improviso el más bello, el más viril de los reconocimientos. Estos ancianos reconocían en don Giussani el fruto precioso –y podía percibirse la añoranza en sus palabras– de una raíz antigua.
Uno de los dos, mi párroco, precisaba: «Nunca he estado de acuerdo con ciertas tomas de posición». Le gusta, mientras pronuncia estas frases, mirarme a los ojos con ironía, lee con facilidad mi respuesta silenciosa. «Sin embargo, reconozco que él ha representado más que todos nosotros la figura del sacerdote ambrosiano, que san Carlos encarna y que nos enseñaron el cardenal Schuster y el cardenal Colombo».
El otro sacerdote dijo durante una homilía: «La muerte de don Giussani representa una gran pérdida para nosotros, viejos sacerdotes milaneses».
Estos hombres percibían, por repetir las palabras de la poesía Il pioppo de Clemente Rébora, no solo las ramas altísimas y las hojas frondosas del árbol fecundo que fue don Giussani, sino la hondura del tronco, que «se hunde allí donde está lo más verdadero».

En las raíces
Ninguna reflexión a cerca de la relación entre don Giussani y Milán vale lo que valen las palabras de estos dos sacerdotes. Habría aludido a ellas en mi libro, si no tuviera duda de que muchos, demasiados lectores (y críticos) se detendrían únicamente en ese punto, desinteresándose del retrato y del juicio de conjunto sobre la ciudad. Después de haberme enfadado durante años he empezado a considerar los malentendidos ajenos como una parte de mi trabajo, y trato de anticiparlos.
Sea como sea, don Giussani ha marcado la historia de esta ciudad. Al igual que otros grandes de la ciudad, no era milanés. Lombardo sí, y mucho. Además –parecerá una bobada, pero no lo es– a Giussani le gustaban Leopardi y Dante bastante más que Manzoni. Pero lo interesante no es tanto esto como el hecho de que de su escuela han surgido verdaderos manzonianos en todos los sentidos –y no me refiero sólo al aspecto literario: me refiero a ese modo suyo de injertarse dentro del carácter propio de Milán, de enraizarse en su historia.
Al igual que Manzoni necesita siempre de lectores “externos” (nada más equivocado que considerar Los novios como un libro para milaneses) para ser valorado plenamente, así Milán y su Iglesia se han beneficiado siempre de santos que no habían nacido en su seno: desde san Ambrosio a san Carlos Borromeo, pasando por san Agustín. Y, en su frente laico, Leonardo da Vinci, que marcó a la ciudad incluso en su carácter, en sus defectos.

Caridad
Cuando subía por primera vez los ya célebres escalones del liceo milanés “G. Berchet” en 1954, don Giussani no pensaba en lo que nacería a partir de ese gesto suyo. No se imaginaba, por ejemplo, todas las obras de caridad que nacerían de su intuición acerca de la centralidad de la “acción caritativa” y que revitalizarían la tradición ambrosiana, empobrecida en tal sentido.
Milán es caridad. Giussani abrazó la ciudad de Milán a partir del gesto de caridad más necesario: educar a los jóvenes, ayudarles a convertirse en hombres a través del afecto a Jesucristo y a su Iglesia –incluso cuando la Iglesia parecía hostil a sus ideas.
Desde allí la caridad fue volviendo a encontrar su verdadero sentido, que nada tiene que ver con la beneficencia, pues afecta a todo lo humano, a todos los instantes de la vida, del trabajo y el estudio, la amistad y las dificultades, hasta llegar a la justa atención hacia los propios intereses. La tradición caritativa ambrosiana ha hallado en don Giussani y en algunos de sus hijos (y aquí es obligado citar a uno: el profesor Giorgio Vittadini) a sus herederos más auténticos, más respetuosos de su universalidad.

Cultura
Lo mismo puede decirse de la cultura. El catolicismo ambrosiano posee un patrimonio cultural inmenso. La presencia arrolladora de don Giussani en la Universidad Católica ha sido probablemente el capítulo fundamental en la historia reciente de una institución muchas veces amenazada de perder su propia finalidad y especificidad, unas veces por excesivo encastillamiento en posiciones de principio, otras por una debilidad (que al final es lo mismo) ante los chantajes de la sociedad laica.
Desde los años setenta, la presencia de don Giussani y de CL constituyó el problema culturalmente más incisivo para los que dirigen la universidad. El catolicismo no estriba en ideas, justas, si se quiere, pero abstractas, sino en ciertas premisas. Y la mayor de las premisas es la persona, «el hombre que vive».
También aquí destaca la feliz disconformidad de Giussani con respecto a las instituciones, hasta el punto de que el encuentro más significativo culturalmente hablando se produjo no con un representante de la intelectualidad católica, sino con un outsider como fue el escritor Giovanni Testori, anarquista, homosexual y amante de los escándalos. La amistad que nació entre ellos –y que se expresó en obras memorables en cuanto a capacidad de juzgar los hechos (recuerdo Interrogatorio a María y Factum est)– purificó los excesos del escritor. Pude contemplar las lágrimas de don Giussani ante el féretro de Testori, en marzo de 1993, y después de años le escuché pronunciar estas palabras: «Para mí, Giovanni Testori coincide con la idea de lo que debería ser un hombre. No pasa un solo día sin que rece por él».

Misión
Son además muy numerosos los jóvenes que han partido hacia todos los rincones del mundo desde los primeros tiempos de GS. Los chavales de don Gius –los de ayer y los de hoy– vivían la misión como algo natural que forma parte de la vida. Desde los primeros que partieron hacia Brasil a las numerosísimas obras actuales, laicas (como AVSI y muchos otros proyectos) y religiosas (el Studium Christi y la Fraternidad sacerdotal de San Carlos Borromeo), la tradición misionera, una tradición profundamente ambrosiana, se ha visto revitalizada. Ninguna ciudad ha dado al mundo tantos misioneros como Milán.
Si don Calabria había intuido la estrecha conexión entre caridad y misión, Giussani enlazó estas dimensiones con la dimensión educativa y cultural, que funcionó como detonante.
Quedan por citar las experiencias periodísticas nacidas de un modo u otro del genio de don Giussani. La primera de todas, Il Sabato, tomó cuerpo en Milán en 1978 de un grupo de jóvenes entre diecinueve y veinticinco años (¡el “jefe” tenía 28!), que se impuso en el mundo de la prensa italiana con una fuerza y una originalidad que hoy muchos –y no solo los de CL– todavía añoran. (Hay que destacar que todos los periodistas de Il Sabato se han convertido después en periodistas de gran éxito y capacidad profesional; en este aspecto don Giussani siempre fue muy firme).
Pero el espacio para hablar de las relaciones entre don Giussani y Milán debería ocupar un gran libro –y hay que esperar que alguien lo escriba, antes o después, con el rigor científico necesario. Giussani no necesita hagiografías, sino obras serias, que le restituyan la influencia real que su presencia ha ejercido en la sociedad, en la cultura, en el pensamiento y en la Iglesia.
Al final de lo que he escrito, me doy cuenta de que las palabras de los dos ancianos sacerdotes citadas al comienzo siguen siendo las más verdaderas: lo que más asombra de don Giussani no es ni siquiera que fuera alguien genial, sino la humildad con la que, desde el primer hasta el último instante, sirvió –como verdadero sacerdote– al don que el Espíritu Santo le había confiado: «En la sencillez de mi corazón Te he dado todo con alegría». Todo ha nacido de esta sencillez.