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Huellas N.9, Octubre 2004

ENCUENTROS

«Con vosotros, llegué a ser un revolucionario de verdad»

Massimo Caprara

Testimonio del dirigente histórico del Partido Comunista Italiano. El ex secretario de Togliatti ha visto cumplirse el sueño de su juventud: ser un auténtico revolucionario. Persiguió este deseo a lo largo de toda la vida, sin descanso, hasta que encontró lo que cumple la espera del corazón humano. Su gran hallazgo es que el cristianismo, vivido dentro de la Iglesia, constituye la verdadera revolución

La mía ha sido una conversión in itinere, precedida de un largo camino. En los años 70 sucedió algo que me impresionó profundamente: había una persona que, hablando de nosotros, los comunistas, afirmaba que habíamos roto con el Partido Comunista Italiano por su dependencia de la URSS de Breznev: «Vosotros no sois comunistas, sois conservadores». Nos lo decía a los que habíamos luchado toda nuestra vida por no ser conservadores. Decía: «La verdadera y única revolución de la historia es el cristianismo».
Razón y fe se encontraban. Supe después que quien había dicho aquella frase que me impactó en extremo y me conquistó era un humilde sacerdote que fue profesor en el Liceo Berchet de Milán, y que había enseñado a sus alumnos a crear una experiencia nueva. Quise unirme a ellos, pero no volví a verlos; quería ser uno de ellos y hoy me he convertido en uno de vosotros. Aquel sacerdote entonces poco conocido es don Giussani. Con frecuencia me pregunto: «¿Qué te hizo romper con el comunismo? ¿Por qué lo dejaste?». Me respondo: «Por don Giussani; sobre todo por aquella verdad, por aquella realidad que él mismo proclamaba: “Vosotros sois conservadores, no sois revolucionarios. El único revolucionario verdadero es Cristo”».

Amor apasionado por el mundo
Aquella afirmación de don Giussani me convenció; aquel amar “apasionadamente” al mundo para poder cambiarlo, para favorecer la justicia. Fui conquistado por esta verdad. No albergo ningún resentimiento, ningún odio hacia mi pasado, un pasado del que no me disculpo. Cuando dejé el PCI, Amendola me dijo: «Eres uno de los nuestros. Tú no tienes libertad, dependes de nosotros». Esta pertenencia forzosa me revolvió. Pero yo quise ser lo que don Giussani me dijo: un revolucionario. No conozco personalmente a don Giussani, nunca le he visto, pero su palabra está viva para mí. Me habla todos los días, nos habla, nos espolea y nos educa. Hoy nos invita a volver a los aspectos elementales del cristianismo; nos dice que seamos misioneros. Tiene razón: es nuestra tarea y nuestro porvenir. Lo digo ahora que soy viejo, pero yo, al igual que vosotros, soy misionero en medio de vosotros. Me reconozco en don Giussani. Todos nosotros nos unimos a él y experimentamos una liberación, reconocemos en nuestra vida la presencia irresistible de Dios, la presencia de Su realidad y Su verdad, la presencia de Jesús.

Inscrito en el registro de los Bautizados
Tras mi ruptura con el PCI y la fundación del periódico de extrema izquierda El Manifiesto, sufrí mucho. Fue un sufrimiento profundo, verdadero, sentido. Borrado para siempre del Partido Comunista sufrí; esta fue mi realidad. Este dolor me dio forma, junto con el eco de esa afirmación: «Vosotros no sois revolucionarios, sois conservadores. Sois como los demás». Entonces salió a mi encuentro algo distinto: mi madre, con toda su dulzura. Mi madre fue una católica ferviente, ¡jamás me votó! Pero nunca dejó de quererme con el ejemplo firme y obstinado de una fe jamás impuesta. Mi madre fue un personaje increíble y bien concreto. Basta pensar que era protectora del monasterio de clausura de Santa Margarita de Alacoque en Pórtici.
Recuerdo que la víspera de las elecciones del 18 de abril de 1948 se presentó en la sede central del Partido Comunista un sacerdote: «Quiero bendecir vuestra sede». Era un Sábado Santo. Ese sacerdote me lo recordó a menudo más tarde, recibiéndome con afecto. Se trataba del consiliario de los Comités Civiles, entonces nuestros enemigos directos. Pensad en los que vigilaban la puerta que daba a Vía delle Botteghe Oscure –quizá fuesen auténticos asesinos–; vieron llegar a un sacerdote que les espetó: «Os quiero bendecir». Aquel día estaba yo solo. Togliatti había salido y en ese momento yo era el de más rango dentro de la jerarquía del Partido. Los guardias, combatientes partisanos, vinieron corriendo a buscarme y me dijeron: «Hay un sacerdote que nos quiere bendecir». Les miré extrañado, porque jamás había pisado esa sede un cura. Me encerré en mi despacho y pensé: «No sé qué hacer». En ese momento me salió al encuentro la presencia suave de mi madre, que ciertamente no estaba presente, pero me decía que bendecir era algo bueno. Entonces, le dije al sacerdote: «Adelante, bendiga la sede». Mi madre me aconsejó decididamente para que permitiera bendecir Botteghe Oscure. Así ella renovó mi Bautismo, me recordó que había sido bautizado, que estaba inscrito en el registro de la parroquia, que yo era cristiano. En el fondo, pertenecer al registro de los bautizados es mi vida y la vuestra, es nuestra vida, la de un bautizado que reconoce las palabras de don Giussani. Cuando don Giussani dijo: «Sois conservadores, no sois revolucionarios», me convenció para que razonara y amara la vida; por amor a la vida dejé el Partido Comunista, con esperanza y confianza. Lo dejé porque don Giussani de alguna manera “me lo ordenó”. Yo solo le seguí... le seguí a él, os he seguido a vosotros, he seguido a todos nosotros.

¿Por qué no nos hemos encontrado antes?
Dios sabía que el tiempo no estaba todavía maduro. Su fantasía es admirable. Dios sabía que era comunista y que lo tenía que ser algún tiempo más. Tenía que ir hasta el fondo, no detenerme a mitad del camino. Me impresionó mucho algo que me sucedió en los años 70. Por entonces vivía en Roma. Fui a la Universidad Estatal de Milán para participar en una asamblea pública. De repente vi a una multitud de jóvenes, que no eran comunistas, ponerse en pie, todos ellos para disentir: no eran violentos ni exaltados, eran como una falange pacífica. Se levantaron todos a una y nos dijeron que eran de GS. Me impresionó la fuerza, la “violencia positiva”, el ardor, la viveza y la seguridad tranquila y persuasiva que manifestaban. Desde aquel día me volví poco a poco uno de ellos... no de GS, porque por entonces ya había terminado la universidad, pero de los suyos. Y hoy sé que «me habéis salvado». Ciertamente no puedo dar las gracias a Togliatti, al que ni siquiera consulté, aunque los partisanos de entonces creían que lo había hecho. Doy las gracias a GS y a don Giussani por hacerme feliz, pues me dieron vida y libertad.

Cristo supone la verdadera revolución
Revolución es una palabra falsa. Revolución no es hablar de economía. El comunista cree que es un revolucionario, pero en realidad no es así. A este puerto he tenido que llegar quizá alcanzando una unidad nueva, distinta, compleja, verdadera, una diversidad y una revolución que es también justicia social, libertad y democracia. Tenía razón don Giussani: «Cristo introduce una verdadera revolución». Esta revolución es la verdad, y lo he aprendido con sufrimiento y dolor, porque el comunismo se demostró contrario a mi vida, mi libertad, mi esencia. Cuando lo descubrí por primera vez, pensé que tenía que volver a empezar todo de nuevo, pero con una libertad verdadera, por ser consciente, por sentirme hombre, verdaderamente humano. Ser revolucionario, esto es, cambiar el mundo, implica lo que don Giussani expresa así: «Es necesario ser cristianos. Es preciso estar con Cristo». He querido esta verdad, la he conocido y vivido. De esta forma he llegado a ser lo que don Giussani me enseñó: un auténtico revolucionario, un revolucionario de mi libertad y de mi pasión. Por fin soy un revolucionario completo, con vosotros, en esta Iglesia guiada por el pastor de almas más noble y más alto que tiene nuestro tiempo: el Papa polaco, que es campeón de la fe y de la fortaleza, sin divisiones, sin ejércitos armados, con un sólido fundamento en ideas esenciales que ha defendido para todos. Vuestra fuerza es ser cristianos, nuestra fuerza es ser católicos.

Una confidencia
Desde que, hace ya mucho, escuché de don Giussani esa afirmación sobre la revolución verdadera os he amado, sin saberlo, sin buscarlo, pero quizá queriéndolo. Pero he sido muy débil, demasiado ineficiente, demasiado culpable. Hoy os amo conscientemente y os pido que hagáis lo mismo, que tengáis tolerancia, paciencia y bondad para conmigo, que me tengáis el mismo amor que yo os tengo. Por lo demás, vosotros sois hoy mi mundo, mi realidad, sois mi ser. Y ¡mucho cuidado!: aún oiréis hablar de mí. Todavía no he dejado de existir, no he terminado todavía de querer contar y combatir, de querer ser un revolucionario.