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Huellas N.9, Octubre 2004

EXPERIENCIA

Subiendo aquellos escalones con el cura de Desio

Claudio Risé

Psicoanalista de renombre, profesor universitario, periodista y escritor, Claudio Risé conoció a don Giussani en el Liceo Berchet con quince años. Su irrupción en clase, su manera de enseñar y aquellas preguntas insistentes: «Todo el cristianismo se identifica con un hecho, un encuentro. El encuentro con Jesucristo. ¿Qué pensáis de esto? ¿Le conocéis? ¿Queréis conocerle, o no? ¿Era realmente Dios? ¿O fue un impostor, un loco? Vuestra vida depende por entero de la respuesta que deis a estas preguntas»

A los 16 años quise ir a la escuela pública. Quería ver ese mundo de alumnos y profesores que me habían ocultado los colegios un tanto protectores que había frecuentado hasta entonces. Experiencias no faltaron, pero una de ellas fue crucial, un don inesperado e incomparable, que afectó directamente a mi felicidad.
Recuerdo al hombre que entró la primera vez en clase y se adelantó a paso veloz como si no tuviera ni un minuto que perder. Era absolutamente diferente de los demás profesores. Algunos muy buenos, tardaban en entrar en el aula, tras largas conversaciones entre ellos, pasillo arriba y abajo, se enzarzaban con él en discusiones que no podían dejar, mientras nosotros les esperábamos en clase charlando, pero sin montar un escándalo, para que en dirección todo pareciera normal.
El hombre de sotana era nuestro nuevo profesor de religión; acababa de llegar al Liceo Berchet, el baluarte de la burguesía laica. Nos miraba con intensidad, sonreía, se veía que le importábamos. No tenía complejos. Mis compañeros, los chicos de la cantera de la elite intelectual milanesa, le miraban en principio con suficiencia. Estaba claro que la elegancia formal, el manierismo de la burguesía culta, no le interesaban lo más mínimo, sabía que eran una forma de defenderse de otra cosa, más esencial.

El hombre de Desio
En cambio, para mí fue precisamente esto lo que me interesó cuando le conocí. Aquel hombre de Desio, cuyo nombre era Luigi Giussani, tenía una expresividad (incluso en el contacto físico, su forma de estrechar la mano o de dar un abrazo) que reflejaba una espontaneidad original, sin artificio, excepcionalmente vital y cercana, en un ambiente en que las neurosis de la hipercivilización se podían tocar con la mano, e impregnaban las aulas, las clases, los recreos, las amistades, los amores. Recuerdo su llegada como una especie de ciclón, después del cual ya nada en la escuela volvió a ser como antes, ni para los demás ni para mí. Se prodigaba sin reservas, para hacer que latiera nuestro corazón, que ya empezaba a dar signos de petrificación. Pero su interés no tenía nada de maternal, no pretendía protegernos, tranquilizarnos o ganar nuestro consenso. Se parecía más, eso estaba claro, a un joven padre exigente, que nos solicitaba hasta el extremo a sacar a la luz lo que teníamos dentro, a ser valientes, a entregarnos como él lo hacía. Nos pedía que no fuéramos tacaños, porque eso nos llevaría a la pobreza afectiva, espiritual e intelectual. «Sacad lo que lleváis dentro» tronaba. E insistía recordando frases del Evangelio que por aquel entonces ya eran poco populares: «Porque a quien tiene se le dará y le sobrará: pero a quien no tiene, se le quitará aun lo cree tener» (Mt. 13, 12; 25, 29).

Espontáneo y vital
Su insistencia en la riqueza que teníamos dentro, que había que sacar a la luz y gastar, junto a su carácter tan esencial, espontáneo y vital, me encantó. Por fin un cura que presentaba el cristianismo como la religión de la riqueza y la sobreabundancia, mientras todos los demás lo mostraban como una especie de Cáritas gigantesca y milenaria, obsesionada por la pobreza y dominada por el imperativo de satisfacer las carencias. Un cristianismo, el oficial (muy diferente del de Giussani, al que de hecho, poco después relegaron a EEUU), distante años luz de la pasión por el deseo, que era lo que me importaba a mí (y, me parecía, que incluso para Jesús ese era el punto central: «No solo de pan vive el hombre…»).
En cambio, al cura de Desio no le importaban lo más mínimo nuestras genéricas inquietudes morales. No cejaba en el empeño: el cristianismo no es una moral, un discurso, una filosofía, ni un sistema de pensamiento. Le interesaba algo mucho más valioso, más personal, y que, al menos para mí, era mucho más provocativo. Insistía en decir que todo el cristianismo es un hecho, un encuentro. El encuentro con Jesucristo. Un hombre que dijo ser Dios. Y en este punto cobraba fuerza, no estaba dispuesto a soltar la presa. «¿Qué pensáis vosotros? ¿Le habéis conocido? ¿Queréis conocerle o no? ¿Era verdaderamente Dios? ¿O era un impostor, un loco? Toda vuestra vida depende de la respuesta que deis a estas preguntas. También porque a Cristo le podéis encontrar a vuestro lado todos los días, basta con que lo deseéis». El instituto se dividía ante esta pregunta pertinaz (al menos yo lo percibía así). Muchos, en general los que tenían una educación católica sólida, se adherían con entusiasmo a este anuncio de un hombre-Dios, vivo, de carne y hueso que, con anunciarle de nuevo, les ofrecía la posibilidad de que todo encuentro humano se convirtiera en algo sagrado, dotado de su misma energía y sentido. El que procedía de una educación laica, a veces se veía afectado, probaba a ver, aceptaba la apuesta, como en una partida de poker. Pero lo más corriente era que recurriese a las herramientas acostumbras –positivismo, idealismo o marxismo– para liquidar la cuestión como si de un cuento se tratara o de una visión patológica que la Iglesia repite para perpetuarse.
Por lo que a mí respecta, intuía oscuramente que la pregunta del profesor de religión, «el Gius» (como le llamaban los muchos que le habíamos tomado cariño) tenía que ver con cómo emplear la luz recibida, cómo gastarla finalmente, volver a ponerla en circulación y a disposición de todos los demás.

Aquella pregunta recurrente
Yo no tenía ninguna duda sobre Jesús, cuyo cuerpo y sangre buscaba en cuanto podía desde la Primera Comunión. Pero aquella pregunta recurrente –qué haces tú con este encuentro, cómo lo anuncias a los demás, cómo lo pones en el centro de tu vida–, me planteaba serias dificultades. Me incomodaba, se había vuelto una presencia inquietante como la de una chica de la que te has enamorado, pero a la que no te atreves a decirle nada porque podría ser para toda la vida. Y te contienes con tacañería. Al final, en un tira y afloja de interés y rechazo, me fui dando cuenta de que yo, sinceramente, no anunciaba ese encuentro con Jesucristo. Es verdad, no era malo, no hacía conscientemente el mal, al menos intentaba no hacerlo, amaba la vida y a los demás, a veces incluso era generoso. Pero no en aquello, en lo que se refería al anuncio de mi encuentro con el hombre-Dios. Eso me lo reservaba para mí.
No dejaba de cultivar mis codicias, todavía no reconocidas. Eran mis placeres personales, incluso egoístas, a los que no quería renunciar, aunque tampoco quería renunciar al cuerpo de Jesucristo. Necesitaba el don y lo vivía allí donde me resultaba más natural, pero no estaba dispuesto a entregarme a esas personas y de esa manera que me resultaría más costosa. La luz había llegado, pero yo era todavía un joven de clase media alta que por encima de todo quería divertirse. Todavía tenía que recorrer hasta el final el camino del convencionalismo burgués. Aunque con el tiempo ese manierismo mezquino llegó a molestarme hasta el punto de horrorizarme, y dedicar todo mi trabajo, tanto en la psicología como en las ciencias sociales, a detectar sus patologías y su capacidad destructiva.
Y, a pesar de todo, como dice Carl Gustav Jung, nadie puede posar el propio vaso antes de haberlo apurado hasta el fondo. Y yo no he llegado a hacerlo. Cuando el líquido contiene buenas dosis de veneno, el problema es llegar a vaciar el vaso y conseguir sobrevivir.