Testimonio de don Luigi Giussani con ocasión de la clausura de las celebraciones del centenario de la muerte de san Leonardo Murialdo, fundador de la Congregación de San José. Padua, 24 de marzo de 2001
Siento de corazón no poder participar personalmente en vuestra celebración para recordar los cien años de la muerte de san Leonardo, santo educador turinés cuyo carisma ha extendido por el mundo la Iglesia como un lugar de vida. Y sólo por la común pasión educativa que comparto con la “familia” a la que dio vida - al estilo de la familia de Nazaret - hace más de un siglo, tengo la osadía de dirigirme a vosotros, de quienes tanto tenemos que aprender.
Me han pedido dar un testimonio sobre el movimiento de CL. Por tanto, obedezco expresando algunos pensamientos que suelo destacar siempre. Me abruma tener que repetir lo que es para mí el movimiento, porque lo siento sencillamente como el deseo de adherirme al anuncio cristiano de forma que la fe misma pueda resultar más fácil, sugerente y atractiva.
Nuestra finalidad es ayudarnos mutuamente en la madurez de la fe, ese don de gracia que es el Bautismo para quienes lo han recibido. La naturaleza nos ofrece una gran analogía: la madurez es para generar. Así como un padre y una madre no son tales sólo porque traen al mundo a una criatura, sino, sobre todo, porque le comunican el significado de la existencia, de la misma manera, la fe se nos da para que madure cada vez más en nosotros y podamos ser colaboradores activos de la voluntad del Padre que está en los cielos.
San Leonardo, y con él la multitud de los santos, nos da ejemplo de lo que significa una fe madura: significa que el bautizado, alcanzado por el Espíritu de Cristo resucitado, casi sin darse cuenta, por la sobreabundancia del corazón, se convierte en el comunicador del acontecimiento que ha tocado su vida. De esta forma, se crea un movimiento que demuestra la utilidad y la creatividad de la fe en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana. Cuando la fe da vida a un protagonista nuevo e irrumpe en la escena del mundo, tiende a impregnar, de hecho, la vida entera, al ser forma de la persona y de su expresividad.
El movimiento nació así, hace casi 50 años - sin que yo lo quisiera o lo imaginara -, cuando entré el primer día en el liceo Berchet de Milán. Había por lo menos mil cien bautizados de mil doscientos inscritos (el resto eran judíos o protestantes). Y sin embargo, todavía conservo un recuerdo muy vivo, cuando me acercaba a algunos de los bautizados y les preguntaba qué tenía que ver el cristianismo con la vida del instituto; al principio se reían, después se extrañaban de que les preguntara si creían en Dios. Aquello, en lugar de deprimirme, me impulsó a desear que el acontecimiento cristiano volviera a estar presente en ese instituto. ¿Qué significa esto? Que la fe se perciba, se acoja se viva en relación con los intereses de la vida. Y esto depende del misterio de Dios y del testimonio de los que lo reconocen. Si, en efecto, el Señor nos ha preferido entre muchos - nos ha elegido misteriosamente - para darse a conocer, lo ha hecho para que lo comuniquemos a todos aquellos con los que nos encontramos.
¿Cómo alcanzar este objetivo? Me permito apuntar una característica de nuestro movimiento: la insistencia en el método. La fe vive dentro de la realidad como un “hecho”, un acontecimiento que el hombre puede encontrar y del cual puede tener experiencia: es el pueblo cristiano, lo que Pablo VI llamaba «realidad étnica sui generis» (Audiencia General del 23 de julio de 1975). De esta manera, la fe que recibimos con el Bautismo, madura si participamos en el fenómeno que la comunica: la comunión. El acontecimiento de la fe vive en una realidad de comunión. En este ámbito, según el tiempo y la forma establecidos por Dios, la fe cambia la vida, la hace más humana, alegre, libre e interesante, más segura y dramática por la presencia del Factor incomparable que da significado y dirección al vagar humano que, de otra forma, sería incierto y dudoso.
Sin la ayuda de una compañía no se puede avanzar en la vida de la fe. Por eso muchas veces hemos definido el movimiento como «compañía guiada al destino».
De esta manera se realiza lo que san Pablo recomendaba a los primeros cristianos: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo, porque si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor. Ya vivamos, ya muramos somos del Señor» (Rm 14,7-8). Y en otro pasaje dice: «Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31). Y también: «Para que, velando o durmiendo, vivamos junto con él» (1 Ts 5,10). Ya comáis ya bebáis, ya durmáis ya veléis, ya viváis ya muráis... Es la síntesis de toda la expresividad humana, impregnada y transformada por la fe que se vive en una comunión, lo cual es el principio del mundo nuevo que se realizará definitivamente en el último día, cuando Cristo será “todo en todos”.
Desde hoy hasta el día de la gloria final de Cristo se extiende el tiempo de la historia que es el amplio cauce de la misión, que no concierne a programas, proyectos o cálculos, porque como escribe Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo millennio ineunte, «No nos salvará una fórmula, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde». Como afirmó en una ocasión el cardenal Ratzinger, la misión cristiana es el testimonio «de persona a persona» del cambio que Cristo realiza en mí y que yo comunico en mi lugar de trabajo, de estudio o en casa, haciendo partícipe a mis hermanos de la verdad encarnada que es Jesús de Nazaret.
Dicha pasión misionera llega a desear dar vida a formas sociales y a incidir en la sociedad de manera que el acontecimiento cristiano esté presente en el mundo. Es el concepto de “obra”, opus Dei, que la tradición de la Iglesia ha visto engrandecerse con el tiempo hasta convertirse en un factor de civilización. Pensemos en la tan vituperada Edad Media (cuando la fe lo impregnaba todo, dando forma a la mentalidad y a la acción, creando unidad en el pueblo); y pensemos en la gran época de los santos turineses, de la cual fue protagonista san Leonardo Murialdo, al crear obras educativas y de caridad que cambiaron el rostro de la sociedad de su tiempo, haciendo más humana y digna la vida de muchos jóvenes que de otra forma habrían quedado abandonados a su suerte y víctimas, por tanto, de los condicionamientos e injusticias sociales.
Sin una conciencia experimentada de la relación con Dios, la vida no se puede vivir verdaderamente. La existencia es una trama de intereses, se expresa como conjunto de necesidades y de deseos. La relación con Dios tiene que determinar tanto la conciencia de las necesidades como el intento de respuesta a las mismas. El hombre encuentra en Dios el “punto de vista” que le posibilita la comprensión de la realidad según la totalidad de sus factores. El amor hacia uno mismo, el amor por una mujer o por un hombre, la relación con los demás, la forma en que la realidad afecta a la sensibilidad humana, el deseo de conocer, la experiencia de la belleza, todo sería incomprensible si faltara la relación del hombre con el Infinito.
Por eso un grave defecto de la cultura contemporánea es abstraer la idea de Dios de la vida. La palabra ‘Dios’ resulta abstracta aunque para algunos se convierta en devoción religiosa. La religiosidad acaba identificándose con algún aspecto de la vida, con determinados gestos “devotos” o con ciertos sentimientos. Y de esta manera, el aspecto “religioso” influye en los otros aspectos de la vida sólo desde fuera: como una ley que impone algo, o normas que te llevan hacia un determinado comportamiento ético. Pero entre las necesidades de la vida y la presencia del Misterio se produce una fractura irreparable. Por consiguiente, las vicisitudes de la existencia no se afrontan a partir de la relación con Dios, en cuanto factor que determina juicios y comportamientos, sino según la cultura dominante. En este sentido, la palabra “ideología” define el intento de asumir un punto de vista parcial para convertirlo en un principio sistemático a la hora de afrontar la vida, y esto es incompatible con un punto de vista imparcial, como es el de Dios. El elemento común de todas las ideologías es el rechazo de Dios como explicación definitiva de la vida. Si, de hecho, la ideología afirma la pretensión de explicar de forma exhaustiva la realidad, entonces Dios no tiene nada que decir o, incluso, está obligado a ocupar el lugar que la ideología le asigna, por ejemplo, en las sacristías. A Dios se le asigna un “territorio aislado” tanto en la vida social como en la privada. Pero en la vida concreta - relaciones interpersonales, afectos, sociedad, economía, arte, trabajo, justicia, política y ciencia - la relación con Dios deja de tener sentido.
No obstante, el punto de vista que lo explica todo no se ha quedado en la lejanía del Misterio, sino que entró en la historia de la humanidad como un “hecho humano” en medio de los demás hechos humanos. El Misterio se encarnó en Cristo. Entonces “ese Hombre”, la relación con ese Hombre, el conocimiento de ese Hombre, el amor por ese Hombre y la conciencia de su presencia se convierten en el punto de vista que une todos los aspectos de la vida personal y de la realidad. Es exactamente lo que proclamó Juan Pablo II en su primera encíclica: «El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia» (Redemptor hominis). La relación con ese Hombre es el punto de vista con el que sentimos, comprendemos y afrontamos todo. En san Pablo, la frase «Dios es todo en todo» (1 Cor 15,28) se transforma en «Cristo todo en todos» (Col 3,11). Dios «todo en todo» es la fórmula de la eternidad, mientras que Cristo «todo en todos» es la fórmula de la existencia y de la historia. Nadie ha proclamado estas verdades con una fuerza tan persuasiva como el Papa.
Recuerdo que, franqueando por primera vez el umbral de mi escuela en 1954, pensaba en lo que iba a decirles a los jóvenes, en lo que tenía que enseñarles en las clases de religión. Entendía que sólo podía ser lo que me había impresionado cuando tenía quince años. En aquella época, uno de mis profesores del Seminario, explicándonos la primera página del evangelio de San Juan, me hizo entender que el “punto de vista” que permite comprender todo es Cristo. «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Cristo es la verdad de todo, la verdad sobre todo, la exhaustiva y definitiva verdad, la verdad que no olvida nada, que no niega nada. La Verdad se hizo hombre, es decir, es un acontecimiento histórico.
Para madurar como cristianos - conscientes y capaces de actuar a partir de esta conciencia - tenemos que darnos cuenta (recordar, es decir, hacer memoria) de esta Presencia. No de un misterio enigmático, que estaría sometido a nuestra interpretación, sino de una presencia real, de una realidad humana con la que me encuentro, que puedo tocar, oír y ver, como escribe San Juan en su primera carta: de esto os informamos, «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (pues la vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y se nos manifestó), lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1 Jn 1,1-3).
¿Cómo podemos verlo, tocarlo, oírlo como una realidad humana presente en medio de las demás dos mil años después? ¿Cómo permanece Jesús presente en el mundo?
El Papa dijo a los jóvenes de Roma: «Creo que muchos de vuestros amigos, de vuestros coetáneos, tienen una mentalidad empírica, científica; pero si por lo menos una vez pudieran tocar a Jesús, verlo de cerca - ver su rostro, tocar el rostro de Cristo -, si al menos una vez pudieran tocar a Jesús, si lo vieran en vosotros, exclamarían: “¡Mi Señor y mi Dios!” (Jn 20,28)» (24 de marzo de 1994).
El método que Cristo ha elegido para continuar en la historia es ese “río” de hombres que creen en Él y que Él congrega en la unidad de su Persona: «¿No sabéis que sois miembros los unos de los otros?», escribe san Pablo (cf. Rm 12,5). Es la Iglesia, que nos alcanza a través de hombres cuya humanidad cambia al reconocerse congregados en la unidad por Cristo.
Ahora puede resultar más claro el método que sigue nuestro movimiento. Si alguien es cristiano, si reconoce a Cristo allí donde vive, la conciencia que debe tener de sí mismo es la de ser uno con otros que también reconocen a Cristo. Y, conservando la unidad, a partir de ella debe afrontar todas las vicisitudes de la vida. De este modo, la experiencia de una unidad que se vive es el punto de vista global de la Verdad. A los jóvenes y a los adultos les prometemos que encontrarán la verdad de todas las cosas si siguen. Seguir: éste es el contenido fundamental de la pedagogía cristiana.
Y así la fe tiene su flor, produce su fruto humano: quienes reconocen su Presencia, quienes viven esta dimensión comunitaria, cambian el mundo. Que nuestra fe sea el reconocimiento sorprendido y amoroso de Cristo implica una esperanza para los hombres; no sólo para el más allá, porque eso sólo le incumbe a Dios, sino también para este mundo, en la historia de un pueblo. Nuestra esperanza empieza aquí, en este mundo, y el Evangelio lo llama “el ciento por uno”.
Gracias.
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