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PALABRA ENTRE NOSOTROS

La Familia, lugar de educación en la pertenencia

Luigi Giussani

Conversación desarrollada en el encuentro «Una cultura para la Familia», organizado por el Sindicato de las Familias, en Milán a últimos de 1986.
El hombre puede aprender a vivir su pertenencia a un Destino último sólo a través de la guía y la compañía de otros hombres. La familia es el primer factor de este
descubrimiento fundamental para la dignidad de la persona.


TODO ES LUGAR DE EDUCACIÓN EN LA PERTENENCIA
Cada relación, cada impacto con la realidad, es un acontecimien­to para profundizar en el ser; es un paso en el camino de aquella ad­hesión y ensimismación con el ser, en que consiste el crecimiento de la persona. Pues la persona es relación con el ser, es pertenencia al miste­rio, es relación con el infinito.
Fuera de esta pertenencia al misterio, fuera de esta relación de­terminada con el ser, la persona de­ja de comprenderse a sí misma, queda a merced de todo lo que su­cede, como la hoja frágil y caduca que recordaba el antiguo poeta. Así también la comunidad, fuera de la pertenencia al misterio, se reduce a una especie de conjunto de indi­viduos aislados, como granitos de polvo dentro de una polvareda, en una soledad sin fin.
Una poesía de Ciudakov, poe­ta clandestino ruso del Samizdat, define como un peligro que nos in­cumbe a todos, aquella situación que él acusa ya como normal en el hombre ruso: «Cuando gritan ¡un hombre al agua!, el transatlántico, grande como una casa, se para al instante, y aquel hombre es sacado del mar con los cables; pero cuan­do en el agua está el alma del hom­bre, es decir, cuando él se hunde en el horror y en la desesperación ni siquiera su propia casa se para, sino que se aleja».
Como una hoja, como un gra­nito de polvo: quien no reconoce pertenecer a Dios es (así dice el pri­mer Salmo de la Biblia) como «pa­ja que se lleva el viento». O bien está definido por la ubris, por la violencia; esto es, la afirmación de sí mismo según la reacción provo­cada por los impactos con la reali­dad.
Sólo la pertenencia es la que es­tablece la unidad de la persona; aquí, en efecto, todo se encauza y confluye hacia el destino para él que estamos hechos, destino que es origen lleno de tensión y de deseos, alfa y omega, principio y fin. Co­mo dice Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoro­so: «Si yo acepto mi dependencia es porque ella constituye para mí un medio para dar sentido a mi pregunta».

LA FAMILIA ES EL LUGAR DE EDUCACIÓN EN LA PERTENENCIA
En la familia resulta evidente cómo la persona fluye de un antecedente que la constituye por en­tero. En la familia es evidente que el elemento fundamental del desa­rrollo de la persona está en la recí­proca pertenencia, conjugada de dos factores, el hombre y la mujer. Y es en la familia donde la verda­dera pertenencia se revela como li­bertad: la verdadera pertenencia es libertad. Pues la libertad es aque­lla capacidad de adhesión (hasta la ensimismación y la asimilación) que se hace posible por un lazo. El pri­mer aspecto de la libertad es afir­mar un lazo, de otro modo la per­sona no crece porque ya no asimila más; pero es un lazo que pasa a tra­vés del momento de la responsabi­lidad. Un momento extraño, en cierto sentido, porque es precisa­mente la imitación del infinito, es el punto donde se vive la relación con el infinito: la responsabilidad plasma el lazo según la conciencia del destino, y según la conciencia de los deseos que el destino, en cuanto origen, suscita dentro de ella.
La familia entonces, es el lugar de educación en la pertenencia, porque en ella resulta evidente que el origen del hombre es una presen­cia ya existente, y que su desarrollo se asegura por la pertenencia a dos factores: pertenencia «conjuga­da», lazo plasmado en la responsa­bilidad.

UNA CONDICIÓN FUNDAMENTAL
Para educar en este sentido de la pertenencia, que define a la per­sona humana, hace falta casi un proceso de ósmosis, o para emplear otra metáfora, un «reflejo ejem­plar». Es decir, esa educación en la pertenencia acontece si la concien­cia de pertenecer a otro se trasluce en los padres: cuando en los padres se vislumbra la conciencia de que el propio yo es pertenencia, la con­ciencia de que la esencia de la pro­pia persona consiste en pertenecer a otro (tanto que sin esta pertenen­cia, la propia consistencia personal caería en la nada). Bien, esta mis­ma conciencia es la que se trasmite a los hijos. No a través de discur­sos: pues sin aquella «tensión osmótica» y sin aquel «reflejo ejemplar», los discursos no hacen más que es­tablecer obstáculos en la propia conciencia de quien los escucha. En lugar de abrir camino, la palabra, sin esa condición fundamental que hemos dicho se convierte en obstá­culo.
Si nosotros aplicáramos nuestra autoconciencia hasta el fondo; si re­flexionáramos sobre nosotros mismos hasta el fondo, en cuanto adul­tos y no ya como niños, ¿qué evi­dencia nos impresionaría más que cualquier otra? Esta: que en este determinado momento, en este ins­tante yo no me estoy haciendo por mí mismo. Yo no me hago por mí mismo. Por tanto en este determi­nado momento, soy como un cho­rro que sale de un manantial. Así que decir «yo» con plena concien­cia (no podemos más que emplear esta palabra, que es la más digna y la más humana del vocabulario) es decir «tú». Yo, en este instante, no tengo evidencia más grande que el hecho de que soy «tú-que-me­haces».
Sin adentrarse en esta experien­cia uno no puede comprender de verdad lo que es rezar. Sólo en el acto de pedir está la conciencia que tenemos de nosotros mismos hasta el fondo, esto es, la conciencia del reconocimiento del Tú al que per­tenecemos: Padre Nuestro. Dice la Biblia: «Tan Pater, nemo», nadie es Padre así. Porque el padre natural da la salida inicial a la criatura mientras que el Padre, que es el Ser al que pertenecemos, nos da la vi­da en cada instante, me está dan­do la vida ahora como en el primer instante. Por eso yo estoy totalmente hecho por Él, le pertenezco to­talmente, así que incluso «los cabe­llos de vuestra cabeza están contados», como dice el Evangelio.
Pero sobre todo, en esa percep­ción y en esa transparencia de con­ciencia, brota la experiencia más es­timulante, más consoladora y más fascinante de la vida: es la experien­cia de la total gratuidad por el he­cho de que yo existo. No hay nada más estimulante y más fascinante que esto: el hecho de que existo im­plica la bondad original, aquella bondad fundamental e ineludible del Ser, y por tanto el aspecto de don de positiva riqueza que es el ser para todo aquél a quien da la vida.
Es precisamente en esta experiencia de la gratuidad donde aquella «tensión osmótica», de la que hemos hablado antes, y donde aquel «reflejo ejemplar» pueden realmente acontecer. Hay una característica de gratuidad en el temperamento del padre y de la madre que se necesita para que se realice la educación. Es en la experiencia de la gratuidad donde el proceso de educación en la pertenencia puede darse entre padres e hijos.
Esta experiencia tiene en cierto modo dos vertientes. La primera es la gratuidad hacia el ser, hacia Dios; es la gratitud hacia el que da la vida, hacia Aquél del que la vi­da está hecha, que se convierte en gratitud hacia el hijo concebido. Yo creo que los defectos más graves de a personalidad pueden depender de la falta de gratitud con la que un padre o una madre han espera­do o recibido a un hijo. Porque la gratitud hacia aquél que nace, es el estupor ante la gratuidad del ser, es la transparencia de la conciencia de pertenecer totalmente.
La segunda vertiente es el estu­por, la maravilla con la que se tra­duce y concreta, el sentido de la gratuidad plena en la relación en­tre el hombre. y la mujer. Sin este sentido profundo de gratuidad (y por tanto de estupor y de maravi­lla) del uno hacia el otro, la educa­ción en la pertenencia se hace difí­cil, porque aquella transparencia de la que hemos hablado no existe. La relación entre los dos sólo es un pe­so, porque carece de gratuidad: si falta entre el hombre y la mujer esa percepción de gratuidad en la pre­sencia del uno respecto del otro, entonces el «reflejo ejemplar» tarda o llega con más dificultad.
Dice el Evangelio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ahora bien, amarse a sí mismo no es amar las propias reacciones (como nor­malmente ocurre: esto es egoísmo); amarse a sí mismo es amar el pro­pio destino. Por eso no se puede amar a la propia mujer o al propio marido, al otro, sin amor a su des­tino (que es idéntico al mío).
Pero existe otro aspecto más de la gratuidad: es la conciencia de la tarea común. Entre los dos aspec­tos, es decir, el amor al destino y la tarea común, el más fácilmente presente, el más considerable cuan­titativamente es el segundo, aun­que el primero sea el más radical y decisivo. Sin la gratuidad dada por la conciencia de la tarea humana la relación no dura y todo se deshace como una hoja muerta, o se con­vierte en ubris, en violencia. La ta­rea, en efecto, es el confluir de to­do hacia el destino común.

¿QUE ACTITUD HACE FALTA TENER CON EL HIJO?
Deberíamos repetir una vez más: gratuidad es la palabra domi­nante, en absoluto abstracta, por la que nos soportamos y por la que to­davía gozamos en la vida.
Se trata ante todo de una grati­tud por la generación, esto es, por la aceptación completa de la perte­nencia del hijo. Y en segundo lu­gar por la devolución del hijo al Otro, a Aquél del que el hijo está constituido y al que pertenece de forma total, de modo que esta per­tenencia llegue a constituir la pro­pia personalidad. En suma, es la ac­titud de la adhesión por parte de los padres, a aquello que constitu­ye la persona del hijo, la relación con el Ser, con Dios.
Siempre recuerdo una de las impresiones más grandes que tuve en mis primeros años de sacerdocio. Todas las semanas venía una señora par confesarse, pero de pronto dejó de venir. Después de un mes volvió y me dijo: «no he venido porque ha nacido mi segunda hi­ja». Y antes incluso de que yo pudiera decirle «felicidades», ella si­guió diciendo: «si usted supiera la impresión que he tenido justo en el momento en que me he dado cuenta de que ella se separaba de mí; no pensé 'es un niño', o 'es una niña', sino 'mira, empieza a irse'».
El hijo se va; es lo mismo que decir «el hijo crece», pues pertene­ce a Otro. En este proceso la acti­tud originaria de gratuidad puede, vivir la separación como ocasión de reconocimiento de que el propio hijo es algo distinto (siempre es dis­tinto respecto de lo que uno se ima­ginaba y cada momento lo hace lle­gar a ser distinto). El «hijo distin­to» es precisamente el signo de que pertenece a Otro.
Sin embargo, si no se sigue es­te proceso con gratuidad, nace el rencor: cuanto más se va el hijo, tanto más un rencor, más o menos consciente pone al padre en la so­ledad. La pertenencia del hijo al pa­dre se reclama de un modo recri­minador y se encierra en un esque­ma imaginado por éste.

EL METODO PARA EDUCAR EN LA PERTENENCIA
El método que representa todo el proceso educativo se puede resu­mir en una palabra: experiencia. Que el hijo pueda realizar la expe­riencia del vivir, la experiencia del propio yo. Es la experiencia lo que hace que pertenecer a otro no sea una alienación y por eso asegura la identidad, de modo que la perte­nencia a otro es la identidad pro­pia. Este proceso educativo, que se llama experiencia, tiene un dina­mismo:
a) La tradición asimilada. La pertenencia de los padres en su concreción asimilada, es decir la pro­puesta. El primer aspecto de la edu­cación es la propuesta y ésta es la propia tradición asimilada.
b) Llevar de la mano, es decir la introducción en una realidad concreta que el hijo pueda asimi­lar. Este segundo punto es sin du­da el más delicado, porque debe identificar aquel ámbito que cons­tituya la posible asimilación para el hijo.
c) La hipótesis de trabajo. Se trata de un trabajo humano, por eso se propone una hipótesis de sig­nificado. Es la tradición como ra­zón: tradición no sólo asimilada, si­no también asimilada en sus razo­nes, en su sentido y valores.
d) El riesgo. Este aumenta, está destinado a aumentar siempre. Precisamente porque la pertenen­cia es lazo y responsabilidad a la vez, el espacio de la responsabili­dad salva la santidad y la humani­dad del lazo. Asegura la verdadera pertenencia, por lo cual la propues­ta, el llevar de la mano y la hipóte­sis de trabajo como significado, to­do esto debe ser ofrecido y realiza­do con delicadeza, o con discreción hacia aquella libertad que se está desarrollando, hacia la responsabi­lidad del hijo. No creo que, excep­to en la muerte, haya momentos tan dolorosos para unos padres en el acompañar a su hijo, como los de dejarle a su propia responsabilidad.
e) La compañía estable. Es de­cir la fidelidad. Dios es fiel. San Pa­blo hace notar que Dios permane­ce fiel incluso si nosotros le traicio­namos. Por lo tanto una compañía estable con los hijos, una fidelidad a ellos, discreta, siempre pronta a intervenir, atenta. Una compañía que llega al perdón, hasta el infi­nito.

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Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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